Víctor Kerber Palma*
Hacia 1973, como resultado de la desesperación en la que cayó el pueblo japonés cuando el sobreprecio del petróleo desató un tsunami inflacionario, el escritor Sakyô Komatsu publicó una novela apocalíptica bajo el título de Nihon Chinbotsu (El hundimiento de Japón). La trama está basada en un hecho real: el archipiélago nipón se localiza en los linderos de una placa tectónica que puede ocasionar una alta mortandad. Si una gran porción de tierra se hundiera en el mar, se produciría un éxodo de sobrevivientes por el mundo.
Ocurre que la imaginación de los novelistas compite con los influjos de la naturaleza, y a veces ésta gana. Komatsu vislumbró un megadesastre con miles de náufragos arribando a las costas de China, Corea y el Sureste Asiático, lugares donde persisten los resentimientos por los desenfrenos del ejército imperial en la guerra.
Aunque Japón sigue ahí a pesar de los terremotos ocurridos en días pasados, el éxodo ha comenzado. Cientos de personas huyen en busca de refugio en el sur; más aún, muchos contemplan la posibilidad de salir del país, atemorizados por la contaminación radiactiva provocada por las explosiones en los reactores de Fukushima. Las islas japonesas, dicen los geofísicos, se han desplazado más de dos metros desde su posición original y hasta se cree que el planeta entero se movió sobre su eje.
Es difícil creer que el país de alta tecnología, robots, diseños fantásticos, historietas manga, cerezos en flor, rollizos luchadores de sumo, Akutagawa y el monte Fuji, se encuentra hoy sumido en la peor crisis desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Hace tiempo que los japoneses dejaron de tener gobierno, si por tal entendemos una autoridad visible con capacidad de decisión sobre los asuntos de Estado. Y es que en el último lustro han tenido no menos de seis primeros ministros, prácticamente uno por año; todos aspiran a por lo menos cinco minutos de gloria; todos quieren concurrir a una reunión de jefes de Estado y saber qué se siente.
Los japoneses confían demasiado en la capacidad administradora de su aparato burocrático, siempre previsor, siempre exacto. No hay procedimiento que no tenga reglas, y si algunas no están en el manual emerge la parálisis. Les resulta increíble la improvisación.
Para tener una idea, el manual para casos de desastre –accesible por internet– recomienda tener a la mano dinero en efectivo, pasaporte, certificado de seguro, tres litros de agua potable, alimentos no perecederos, teléfono móvil con cargador, pañuelos desechables, cinco toallas, una linterna, un radio portátil, un paraguas, ropa para el frío, casco, guantes, tapabocas, una bolsa grande de basura, un refractario transparente para la comida, algunas ligas, cobijas, periódicos (se advierte que no son para leer, sino para protegerse del frío), fotos de la familia, un silbato, un par de lentes para quienes padecen de la vista, medicamentos de uso habitual, toallas femeninas, un aparato de música para tranquilizarse además de la radio, cinta adhesiva, un cojín y un abrelatas.
Las instrucciones de cómo actuar si hay un terremoto no son menos insólitas: hay que abrir puertas y ventanas, poner el equipaje en la entrada de la casa, calzar zapatos con suelas gruesas, cerrar de inmediato las llaves del gas, cocinar arroz (suponemos que sin gas), recargar la batería del celular antes de que se interrumpa la energía eléctrica, y apagar las luces después de desconectar todos los enchufes.
Eso hay que hacerlo en pocos segundos, mientras el subsuelo trepida bajo los pies y las edificaciones se desploman. No es humor negro. Se recomienda permanecer tranquilo ya que (literal) “el terremoto durará al menos 24 horas”. Los simulacros periódicos resultan impecables, no así las realidades. Quienes se apegaron al manual con seguridad fueron arrasados por el tsunami. Aun así, lo admirable en la población, por sobre todo, es su disciplina y estoicismo.
Un amigo me escribe desde Tokio que en estos momentos ya no le preocupan ni las réplicas ni el tsunami, sino los efectos de los reactores nucleares. “Hay un ambiente de pánico”, dice, pero agrega con un dejo de orgullo: “aunque muy civilizado”. ¿Pánico civilizado? Sólo en Japón…
En el terremoto de Hanshin, que destruyó buena parte de Kôbe en 1995, muchas personas perdieron la vida por apegarse al manual. Se encontró a algunos con el cuerpo molido bajo los escombros pero con el casco y la linterna o el celular en la mano. Hubo muertos entre los hierros retorcidos de los muebles de cocina, pero, eso sí, apagaron las hornillas. Escenas similares hallarán en Sendai, ciudad que, por cierto, comparte con México un episodio histórico que data del siglo XVII, cuando una misión de samuráis partió de ahí a entrevistarse con el virrey.
La expansión de las ondas radiactivas es imprevisible; la sola idea de morir quemado por las radiaciones debe ser aterradora para quienes mejor que nadie conocen los efectos nucleares sobre la humanidad inerme. ¿Se agregará Fukushima a los tristes casos de Hiroshima y Nagasaki? ¿Exagera el gobierno u oculta la verdadera dimensión del problema?
Ya hubo un caso de encubrimiento cuando Tokyo Electric Power Company (Tepco), propietaria también de los reactores de Fukushima, minimizó los daños causados por un temblor en la central de Kashiwasaki-Kariwa en julio de 2007. La central cerró por un tiempo. La Organización Internacional de la Energía Atómica (OIEA) se comprometió a ayudar en la investigación del accidente, y solicitó a Tokio que en lo sucesivo se informara con transparencia a fin de aprender la lección.
Sin embargo, el aprendizaje sigue pendiente porque el gobierno de Naoto Kan todavía no ofrece información precisa sobre las radiaciones emitidas desde la central de Fukushima ni de cómo pretende contrarrestarlas. Ante la crisis, el primer ministro arremetió contra el operador de Tepco: “¡Qué diablos pasa!”, le dijo. La respuesta no llega.
La biografía oficial de Kan subraya su carácter hiperpragmático; sus amigos lo llaman “Ira-Kan” por iracundo. En cambio su esposa Nobuko le ha fabricado una reputación de incompetente a través de un libro titulado ¿Qué diablos va a cambiar en Japón ahora que tú eres primer ministro? Cuestiona en él la capacidad de su marido para liderar a la potencia asiática y señala: “Me cuestiono si es bueno que este hombre sea primer ministro porque lo conozco bien”. Ambos llevan 40 años casados.
Nadie augura mucho tiempo para Kan en el poder. No sólo las regularidades de la política japonesa demandan su salida, sino que va creciendo el descontento de la población por los malos manejos de la crisis. Hay escasez, no hay transportes, la economía está semiparalizada y, peor aún, no existe información clara sobre los peligros de contaminación radiactiva.
El pánico todavía es “civilizado”, aunque no son descartables las movilizaciones a favor de la paz y en defensa del medio ambiente. Cuando el pánico se transforma en organización ciudadana en Japón, aflora el espíritu aguerrido de los samuráis. Ejemplos hay muchos en la historia reciente.
Se intentó un golpe mediático con la aparición del emperador Akihito llamando a la calma. Fue inaudito más no impresionante, no tanto como cuando su padre, Hirohito, se dirigió a sus súbditos para llamar a la rendición después de las bombas atómicas. Si Hirohito era divino, Akihito devino en simple mortal, simple extravagancia para las generaciones más recientes.
Japón es todavía un pilar en la economía regional de Asia Pacífico pese a que le ha cedido a China el puesto de segunda potencia económica en el mundo. Sigue siendo la mayor fuente de inversión extranjera directa en muchas partes de Asia y un generador significativo de ingresos provenientes del turismo, en especial en el sureste asiático y Oceanía, sin que sea menor el turismo dirigido a China y el propio Estados Unidos. Para Filipinas y Rusia, las remesas provenientes del “país del sol naciente” son también una fuente importante de ingresos.
Los efectos económicos del marasmo nipón ya se dejaron sentir en los mercados accionarios. El Banco Central de Japón ha tratado de paliar el impacto monetario mediante inyecciones masivas de yenes, pero la moneda sigue al alza y eso encarece los productos exportables. Y es que entre otras cosas las cadenas de producción se han interrumpido; para un país acostumbrado a la exactitud eso puede ser ruinoso.
Llevo tres décadas de visitar Japón de manera intermitente. He sido becario, invitado especial de la Casa Imperial, conferencista, diplomático, investigador de la historia japonesa, asesor de empresas y simple adepto de la exquisitez cultural del pueblo yamato. Me tocó vivir la experiencia turbadora del terremoto de Hanshin en 1995 y soy testigo de la increíble capacidad que tienen los japoneses para sobreponerse.
Lo que está pasando es insólito. Uno de los países más ricos del planeta en este momento demanda la solidaridad y apoyo de todo el mundo. La Brigada de los Topos, comandada por Héctor El Chino Méndez, está en lo suyo, como estuvo en Kôbe, donde se le recuerda bien. México fue asimismo generoso con Japón cuando ocurrió el gran terremoto de Kantô en 1923, con un donativo espléndido de 50 mil pesos en oro; ese gesto se retribuyó cuando ocurrieron los sismos de 1985 en nuestro país. l
La Fundación Japón, encabezada en México por Toru Ôno, tiene abierta una cuenta para recibir donativos a través de internet. Si está en su capacidad, acceda a la página http://members.canpan.info/kikin y contribuya a devolver a los afectados en el otro lado del planeta la paz que merecen.
Hacia 1973, como resultado de la desesperación en la que cayó el pueblo japonés cuando el sobreprecio del petróleo desató un tsunami inflacionario, el escritor Sakyô Komatsu publicó una novela apocalíptica bajo el título de Nihon Chinbotsu (El hundimiento de Japón). La trama está basada en un hecho real: el archipiélago nipón se localiza en los linderos de una placa tectónica que puede ocasionar una alta mortandad. Si una gran porción de tierra se hundiera en el mar, se produciría un éxodo de sobrevivientes por el mundo.
Ocurre que la imaginación de los novelistas compite con los influjos de la naturaleza, y a veces ésta gana. Komatsu vislumbró un megadesastre con miles de náufragos arribando a las costas de China, Corea y el Sureste Asiático, lugares donde persisten los resentimientos por los desenfrenos del ejército imperial en la guerra.
Aunque Japón sigue ahí a pesar de los terremotos ocurridos en días pasados, el éxodo ha comenzado. Cientos de personas huyen en busca de refugio en el sur; más aún, muchos contemplan la posibilidad de salir del país, atemorizados por la contaminación radiactiva provocada por las explosiones en los reactores de Fukushima. Las islas japonesas, dicen los geofísicos, se han desplazado más de dos metros desde su posición original y hasta se cree que el planeta entero se movió sobre su eje.
Es difícil creer que el país de alta tecnología, robots, diseños fantásticos, historietas manga, cerezos en flor, rollizos luchadores de sumo, Akutagawa y el monte Fuji, se encuentra hoy sumido en la peor crisis desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Hace tiempo que los japoneses dejaron de tener gobierno, si por tal entendemos una autoridad visible con capacidad de decisión sobre los asuntos de Estado. Y es que en el último lustro han tenido no menos de seis primeros ministros, prácticamente uno por año; todos aspiran a por lo menos cinco minutos de gloria; todos quieren concurrir a una reunión de jefes de Estado y saber qué se siente.
Los japoneses confían demasiado en la capacidad administradora de su aparato burocrático, siempre previsor, siempre exacto. No hay procedimiento que no tenga reglas, y si algunas no están en el manual emerge la parálisis. Les resulta increíble la improvisación.
Para tener una idea, el manual para casos de desastre –accesible por internet– recomienda tener a la mano dinero en efectivo, pasaporte, certificado de seguro, tres litros de agua potable, alimentos no perecederos, teléfono móvil con cargador, pañuelos desechables, cinco toallas, una linterna, un radio portátil, un paraguas, ropa para el frío, casco, guantes, tapabocas, una bolsa grande de basura, un refractario transparente para la comida, algunas ligas, cobijas, periódicos (se advierte que no son para leer, sino para protegerse del frío), fotos de la familia, un silbato, un par de lentes para quienes padecen de la vista, medicamentos de uso habitual, toallas femeninas, un aparato de música para tranquilizarse además de la radio, cinta adhesiva, un cojín y un abrelatas.
Las instrucciones de cómo actuar si hay un terremoto no son menos insólitas: hay que abrir puertas y ventanas, poner el equipaje en la entrada de la casa, calzar zapatos con suelas gruesas, cerrar de inmediato las llaves del gas, cocinar arroz (suponemos que sin gas), recargar la batería del celular antes de que se interrumpa la energía eléctrica, y apagar las luces después de desconectar todos los enchufes.
Eso hay que hacerlo en pocos segundos, mientras el subsuelo trepida bajo los pies y las edificaciones se desploman. No es humor negro. Se recomienda permanecer tranquilo ya que (literal) “el terremoto durará al menos 24 horas”. Los simulacros periódicos resultan impecables, no así las realidades. Quienes se apegaron al manual con seguridad fueron arrasados por el tsunami. Aun así, lo admirable en la población, por sobre todo, es su disciplina y estoicismo.
Un amigo me escribe desde Tokio que en estos momentos ya no le preocupan ni las réplicas ni el tsunami, sino los efectos de los reactores nucleares. “Hay un ambiente de pánico”, dice, pero agrega con un dejo de orgullo: “aunque muy civilizado”. ¿Pánico civilizado? Sólo en Japón…
En el terremoto de Hanshin, que destruyó buena parte de Kôbe en 1995, muchas personas perdieron la vida por apegarse al manual. Se encontró a algunos con el cuerpo molido bajo los escombros pero con el casco y la linterna o el celular en la mano. Hubo muertos entre los hierros retorcidos de los muebles de cocina, pero, eso sí, apagaron las hornillas. Escenas similares hallarán en Sendai, ciudad que, por cierto, comparte con México un episodio histórico que data del siglo XVII, cuando una misión de samuráis partió de ahí a entrevistarse con el virrey.
La expansión de las ondas radiactivas es imprevisible; la sola idea de morir quemado por las radiaciones debe ser aterradora para quienes mejor que nadie conocen los efectos nucleares sobre la humanidad inerme. ¿Se agregará Fukushima a los tristes casos de Hiroshima y Nagasaki? ¿Exagera el gobierno u oculta la verdadera dimensión del problema?
Ya hubo un caso de encubrimiento cuando Tokyo Electric Power Company (Tepco), propietaria también de los reactores de Fukushima, minimizó los daños causados por un temblor en la central de Kashiwasaki-Kariwa en julio de 2007. La central cerró por un tiempo. La Organización Internacional de la Energía Atómica (OIEA) se comprometió a ayudar en la investigación del accidente, y solicitó a Tokio que en lo sucesivo se informara con transparencia a fin de aprender la lección.
Sin embargo, el aprendizaje sigue pendiente porque el gobierno de Naoto Kan todavía no ofrece información precisa sobre las radiaciones emitidas desde la central de Fukushima ni de cómo pretende contrarrestarlas. Ante la crisis, el primer ministro arremetió contra el operador de Tepco: “¡Qué diablos pasa!”, le dijo. La respuesta no llega.
La biografía oficial de Kan subraya su carácter hiperpragmático; sus amigos lo llaman “Ira-Kan” por iracundo. En cambio su esposa Nobuko le ha fabricado una reputación de incompetente a través de un libro titulado ¿Qué diablos va a cambiar en Japón ahora que tú eres primer ministro? Cuestiona en él la capacidad de su marido para liderar a la potencia asiática y señala: “Me cuestiono si es bueno que este hombre sea primer ministro porque lo conozco bien”. Ambos llevan 40 años casados.
Nadie augura mucho tiempo para Kan en el poder. No sólo las regularidades de la política japonesa demandan su salida, sino que va creciendo el descontento de la población por los malos manejos de la crisis. Hay escasez, no hay transportes, la economía está semiparalizada y, peor aún, no existe información clara sobre los peligros de contaminación radiactiva.
El pánico todavía es “civilizado”, aunque no son descartables las movilizaciones a favor de la paz y en defensa del medio ambiente. Cuando el pánico se transforma en organización ciudadana en Japón, aflora el espíritu aguerrido de los samuráis. Ejemplos hay muchos en la historia reciente.
Se intentó un golpe mediático con la aparición del emperador Akihito llamando a la calma. Fue inaudito más no impresionante, no tanto como cuando su padre, Hirohito, se dirigió a sus súbditos para llamar a la rendición después de las bombas atómicas. Si Hirohito era divino, Akihito devino en simple mortal, simple extravagancia para las generaciones más recientes.
Japón es todavía un pilar en la economía regional de Asia Pacífico pese a que le ha cedido a China el puesto de segunda potencia económica en el mundo. Sigue siendo la mayor fuente de inversión extranjera directa en muchas partes de Asia y un generador significativo de ingresos provenientes del turismo, en especial en el sureste asiático y Oceanía, sin que sea menor el turismo dirigido a China y el propio Estados Unidos. Para Filipinas y Rusia, las remesas provenientes del “país del sol naciente” son también una fuente importante de ingresos.
Los efectos económicos del marasmo nipón ya se dejaron sentir en los mercados accionarios. El Banco Central de Japón ha tratado de paliar el impacto monetario mediante inyecciones masivas de yenes, pero la moneda sigue al alza y eso encarece los productos exportables. Y es que entre otras cosas las cadenas de producción se han interrumpido; para un país acostumbrado a la exactitud eso puede ser ruinoso.
Llevo tres décadas de visitar Japón de manera intermitente. He sido becario, invitado especial de la Casa Imperial, conferencista, diplomático, investigador de la historia japonesa, asesor de empresas y simple adepto de la exquisitez cultural del pueblo yamato. Me tocó vivir la experiencia turbadora del terremoto de Hanshin en 1995 y soy testigo de la increíble capacidad que tienen los japoneses para sobreponerse.
Lo que está pasando es insólito. Uno de los países más ricos del planeta en este momento demanda la solidaridad y apoyo de todo el mundo. La Brigada de los Topos, comandada por Héctor El Chino Méndez, está en lo suyo, como estuvo en Kôbe, donde se le recuerda bien. México fue asimismo generoso con Japón cuando ocurrió el gran terremoto de Kantô en 1923, con un donativo espléndido de 50 mil pesos en oro; ese gesto se retribuyó cuando ocurrieron los sismos de 1985 en nuestro país. l
La Fundación Japón, encabezada en México por Toru Ôno, tiene abierta una cuenta para recibir donativos a través de internet. Si está en su capacidad, acceda a la página http://members.canpan.info/kikin y contribuya a devolver a los afectados en el otro lado del planeta la paz que merecen.
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