Javier Sicilia
El tema del crimen –que se vincula con el narcotráfico– y la guerra que el Estado desató contra él se ha vuelto un lugar común en nuestras vidas: un espacio –como todo lugar común– que perdió sus contornos, una especie de amiba social que se enquistó en el organismo de la sociedad y que diariamente buscamos delimitar para comprender y atenuar su horror. Muchas cosas importantes se han dicho sobre el fenómeno, pero pocas o casi nada sobre el fondo que lo produce y hace impotente la guerra que quiere erradicarlo.
El crimen, cuya tarea es maximizar recursos –en este caso, ilícitos– para producir dinero, forma parte del mismo sistema que el Estado legitima y protege: el capitalismo.
Lo que solemos entender por economía –la producción de mercancías para obtener riquezas o, en términos de Adam Smith, la búsqueda de la admiración envidiosa de los demás por la acumulación de riquezas y la posesión de mercancías de toda índole– es en realidad una forma degenerada de ella, una forma que sólo se da en el universo capitalista y que Aristóteles, en oposición al verdadero sentido de economía –el cuidado de la casa—, llamó con desprecio crematística, y los medievales, usura.
En todas las sociedades que no son capitalistas –el comunismo, para evitar confusiones, es sólo un capitalismo de Estado, y el socialismo, una versión socializada del mismo modelo–, las producciones, dice Jean Robert, “no están hechas para venderse en los mercados, aunque pueden existir mercados; tampoco están determinadas por el afán de acumular dinero, aunque puede existir alguna forma de dinero”. Su universo es la producción de valores de uso que permiten a los seres humanos una vida frugal en donde la penuria no existe.
Sin embargo, desde el momento en que el capitalismo, es decir, la crematística, fundó y concibió todo como búsqueda de riqueza, de producción y de consumo, no sólo destruyó las formas originales de la economía, sino que al instaurar la primera nos obligó a entrar en su lógica. Al transformar el vicio de la envidia en virtud y hacernos creer que a través de ella –puesto que nos obliga a la competencia– podríamos producir riquezas para todos, nos introdujo en una larga y prolongada rivalidad que, en las sucesivas crisis económicas que el mundo vive, ha mostrado su verdadero rostro: La riqueza, en un mundo limitado –un mundo que el verdadero sentido de la palabra economía resume (el cuidado de la casa, su conservación)–, es fruto del despojo y del robo, de la expropiación de lo que antes se producía en común para convertirlo en mercancías, y del sometimiento del hombre y la mujer que laboran en recursos humanos para la producción de “riqueza”. O en palabras de los Harvard Business School: hazte rico, ya sea produciendo o especulando.
En este sentido, lo que el crimen realiza no es otra cosa que la dinamización de esa divisa, la expresión exacerbada e ilegal de lo que la economía capitalista exige, la expresión extremosa de la maximización de los recursos para producir dinero. O ¿qué hace el narcotraficante cuando contrata al campesino y sus tierras para producir estupefacientes, sino lo mismo que hacen las agroindustrias o Casas Geo sobre un territorio que antiguamente servía para la subsistencia?; ¿qué hace el secuestrador, sino maximizar la ganancia que un recurso humano produce en una fábrica y deshacerse de él cuando su productividad no reditúa lo que se esperaba?; ¿qué hacen las mafias criminales cuando ofertan trabajo al ejército de desempleados que el despojo capitalista ha generado, sino lo mismo que hacen las industrias y las instituciones capitalistas: obtener mano de obra barata para trabajos que enajenan la vida?
La lógica del crimen, lo mismo que la guerra que se simula para combatirlo, son inseparables del capitalismo. Gracias a ellos, la industria armamentista aumenta su capacidad productiva; la de la violencia, su oferta de empleo, y la producción de recursos materiales, humanos y mercantiles, su condición de riqueza. La pérdida de lo humano es el desvalor que permite transformar el misterio sagrado de la vida y del mundo en un valor que alimenta el crecimiento crematístico.
Mientras el Estado continúe promoviendo esa forma de lo económico, el crimen jamás será erradicado: será, como ya lo es, un negocio más –de altos costos– en la vorágine del enriquecimiento y el consumo.
Junto a esa crematística que se ha desbordado en los horrores que ocultaba, emerge, sin embargo, el modelo económico de los campesinos y de las comunidades indígenas no contaminados todavía por el capitalismo de las agroindustrias o del narcotráfico. Ese tipo de campesino, que pertenece a las formas de la economía que elogiaba Aristóteles, no genera excedentes mercantiles. No es, como piensan los marxistas, un proletario desposeído, sino miembro de comunidades o pueblos en equilibrio con la naturaleza que sólo producen lo que necesitan y que tiene su rostro urbano en muchas de las economías informales. Esas economías, que Jean Robert llama “expolares” porque están fuera de los modelos convencionales de la crematística del mercado o del Estado, son economías donde deberíamos centrar nuestra atención para pensarlas como alternativas al crimen que está en la lógica profunda del capitalismo.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz.
El tema del crimen –que se vincula con el narcotráfico– y la guerra que el Estado desató contra él se ha vuelto un lugar común en nuestras vidas: un espacio –como todo lugar común– que perdió sus contornos, una especie de amiba social que se enquistó en el organismo de la sociedad y que diariamente buscamos delimitar para comprender y atenuar su horror. Muchas cosas importantes se han dicho sobre el fenómeno, pero pocas o casi nada sobre el fondo que lo produce y hace impotente la guerra que quiere erradicarlo.
El crimen, cuya tarea es maximizar recursos –en este caso, ilícitos– para producir dinero, forma parte del mismo sistema que el Estado legitima y protege: el capitalismo.
Lo que solemos entender por economía –la producción de mercancías para obtener riquezas o, en términos de Adam Smith, la búsqueda de la admiración envidiosa de los demás por la acumulación de riquezas y la posesión de mercancías de toda índole– es en realidad una forma degenerada de ella, una forma que sólo se da en el universo capitalista y que Aristóteles, en oposición al verdadero sentido de economía –el cuidado de la casa—, llamó con desprecio crematística, y los medievales, usura.
En todas las sociedades que no son capitalistas –el comunismo, para evitar confusiones, es sólo un capitalismo de Estado, y el socialismo, una versión socializada del mismo modelo–, las producciones, dice Jean Robert, “no están hechas para venderse en los mercados, aunque pueden existir mercados; tampoco están determinadas por el afán de acumular dinero, aunque puede existir alguna forma de dinero”. Su universo es la producción de valores de uso que permiten a los seres humanos una vida frugal en donde la penuria no existe.
Sin embargo, desde el momento en que el capitalismo, es decir, la crematística, fundó y concibió todo como búsqueda de riqueza, de producción y de consumo, no sólo destruyó las formas originales de la economía, sino que al instaurar la primera nos obligó a entrar en su lógica. Al transformar el vicio de la envidia en virtud y hacernos creer que a través de ella –puesto que nos obliga a la competencia– podríamos producir riquezas para todos, nos introdujo en una larga y prolongada rivalidad que, en las sucesivas crisis económicas que el mundo vive, ha mostrado su verdadero rostro: La riqueza, en un mundo limitado –un mundo que el verdadero sentido de la palabra economía resume (el cuidado de la casa, su conservación)–, es fruto del despojo y del robo, de la expropiación de lo que antes se producía en común para convertirlo en mercancías, y del sometimiento del hombre y la mujer que laboran en recursos humanos para la producción de “riqueza”. O en palabras de los Harvard Business School: hazte rico, ya sea produciendo o especulando.
En este sentido, lo que el crimen realiza no es otra cosa que la dinamización de esa divisa, la expresión exacerbada e ilegal de lo que la economía capitalista exige, la expresión extremosa de la maximización de los recursos para producir dinero. O ¿qué hace el narcotraficante cuando contrata al campesino y sus tierras para producir estupefacientes, sino lo mismo que hacen las agroindustrias o Casas Geo sobre un territorio que antiguamente servía para la subsistencia?; ¿qué hace el secuestrador, sino maximizar la ganancia que un recurso humano produce en una fábrica y deshacerse de él cuando su productividad no reditúa lo que se esperaba?; ¿qué hacen las mafias criminales cuando ofertan trabajo al ejército de desempleados que el despojo capitalista ha generado, sino lo mismo que hacen las industrias y las instituciones capitalistas: obtener mano de obra barata para trabajos que enajenan la vida?
La lógica del crimen, lo mismo que la guerra que se simula para combatirlo, son inseparables del capitalismo. Gracias a ellos, la industria armamentista aumenta su capacidad productiva; la de la violencia, su oferta de empleo, y la producción de recursos materiales, humanos y mercantiles, su condición de riqueza. La pérdida de lo humano es el desvalor que permite transformar el misterio sagrado de la vida y del mundo en un valor que alimenta el crecimiento crematístico.
Mientras el Estado continúe promoviendo esa forma de lo económico, el crimen jamás será erradicado: será, como ya lo es, un negocio más –de altos costos– en la vorágine del enriquecimiento y el consumo.
Junto a esa crematística que se ha desbordado en los horrores que ocultaba, emerge, sin embargo, el modelo económico de los campesinos y de las comunidades indígenas no contaminados todavía por el capitalismo de las agroindustrias o del narcotráfico. Ese tipo de campesino, que pertenece a las formas de la economía que elogiaba Aristóteles, no genera excedentes mercantiles. No es, como piensan los marxistas, un proletario desposeído, sino miembro de comunidades o pueblos en equilibrio con la naturaleza que sólo producen lo que necesitan y que tiene su rostro urbano en muchas de las economías informales. Esas economías, que Jean Robert llama “expolares” porque están fuera de los modelos convencionales de la crematística del mercado o del Estado, son economías donde deberíamos centrar nuestra atención para pensarlas como alternativas al crimen que está en la lógica profunda del capitalismo.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz.
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