Opinión invitada / Enrique Krauze
"En memoria de Sarita Mendoza".
La violencia del presente nos da otros ojos para mirar la violencia del pasado. Ésa es la sensación que deja "José Clemente Orozco. Pintura y verdad", la exposición coordinada por Miguel Cervantes en San Ildefonso. Entre sus muchas sorpresas -los formidables retratos que dan la bienvenida, las crueles, incómodas pero desternillantes caricaturas antimaderistas, las acuarelas feroces y tiernas de la vida prostibularia- sobresale una serie de pequeños cuadros en tinta y lápiz que originalmente se titularon "Horrores de la Revolución".
Son parte de un conjunto de cincuenta o sesenta trabajos que Orozco comenzó a pintar poco antes de su segunda salida de México a Estados Unidos (noviembre de 1927) hasta 1930 aproximadamente, cuando el éxito de esas tintas y de sus subsiguientes litografías le ganó los contratos de sus tres famosos murales en aquel país: Pomona, College New School for Social Research y Dartmouth College.
La génesis de esos dibujos es curiosa. A sabiendas de que Orozco había desistido de continuar sus murales en la Preparatoria, la periodista y crítica Anita Brenner -una de esas grandes enamoradas literarias de México- fingió que un coleccionista norteamericano se interesaba en los dibujos que el pintor había comenzado a realizar sobre sus recuerdos de la Revolución.
Orozco le dio alguno de ellos y partió hacia Nueva York, donde no tuvo tiempo de lamentar la estratagema porque, advertida por Brenner, Alma Reed -la célebre "Peregrina", otra apasionada de México- lo tomaría en más de un sentido bajo su manto, promoviendo su obra entre amigos adinerados, en exposiciones y aun en la galería Delphic Studios, que abriría para ese propósito.
A partir de su llegada, tras establecerse en el Upper West Side, Orozco siguió representando vívidamente las imágenes que le había tocado presenciar hacia 1915 en Orizaba, cuando trabajaba en La Vanguardia, el diario de los famosos "Batallones Rojos", dirigido por el "Dr. Atl".
En su "Autobiografía" Orozco dejó párrafos memorables sobre esa experiencia: "la tragedia desgarraba todo a nuestro alrededor. Tropas iban por las vías férreas al matadero. Los trenes eran volados. Se fusilaba en el atrio de la parroquia a infelices peones zapatistas que caían prisioneros de los carrancistas. Se acostumbraba la gente a la matanza, al egoísmo más despiadado, al hartazgo de los sentidos, a la animalidad pura y sin tapujos. Las poblaciones pequeñas eran asaltadas y se cometía toda clase de excesos. Los trenes que venían de los campos de batalla vaciaban en la estación de Orizaba su cargamento de heridos y de tropas cansadas, agotadas, hechas pedazos, sudorosas, deshilachadas".
Las tintas en San Ildefonso despliegan aquella realidad atroz que el mito revolucionario lograría suavizar y hasta ennoblecer. Un ahorcado cuelga de un poste mientras dos personajes duermen con sus fusiles; un cuchillo alevoso (imagen reiterada en Orozco) ha traspasado el pecho de una mujer desnuda que yace bajo un maguey junto a su marido, un infeliz peón zapatista; una espectral procesión sigue la camilla de un fusilado; en un precario cuarto de hospital, entre cobijas raídas y mujeres sollozantes, se hacinan los heridos: mutilados, vendados, enceguecidos, moribundos; las pistolas y cuchillos en "La Batalla" son prefiguraciones del "Guernica"; en varios otros cuadros ("Lágrimas", "Guerra") los personajes centrales son mujeres mexicanas que cubren su luto con sus rebozos: postradas, arrodilladas, suplicantes, resignadas.
Orozco se apiada infinitamente de ellas pero no idealiza al "pueblo". Con frecuencia lo representa como la ruidosa comparsa del generalote asesino, rodeado de soldados protervos y jadeantes putas.
Entre todas las tintas, dos me impresionaron particularmente: "Violación", que ocurre en una recámara de espejos y muebles destrozados, donde un revolucionario cascorvo, tras saciar su apetito, se ajusta torpemente los pantalones mientras otro comienza su acto brutal sobre la misma, desesperada mujer; y "El regreso", quizá el más conmovedor por su tonalidad rulfiana: un hombre vuelve a casa para informar a dos mujeres -tal vez su madre y su hermana- de la muerte de un ser querido del que sólo ha quedado un despojo de ropa.
¿Cuál era la fuente íntima de su sensibilidad ante el dolor? A los 21 años, un experimento con pólvora le había estallado en la mano, y para prevenir la gangrena se optó por amputarla. En el libro conmemorativo de la exposición hay un excelente ensayo de Raquel Tibol que recobra testimonios desgarradores de Orozco sobre su limitación física: "todo, absolutamente todo, tengo que hacerlo ¡con una sola mano!". Había anticipado la Revolución en su propio cuerpo.
Se dirá que la violencia revolucionaria era lúcida, social, heroica. Se dirá que aquellos centenares de miles de muertos (y sus viudas y huérfanos) eligieron ese destino para redimir a un país sumido en la miseria, la injusticia, la desigualdad o la opresión. ¿Fue realmente así? En la visión de Orozco (como en "Los de Abajo", novela que ilustró por esas fechas) la Revolución no fue la utopía exuberante e idílica de Rivera, ni la dinámica ascensión histórica de Siqueiros, sino el drama de un pueblo bueno sacrificado en una incomprensible, estruendosa y salvaje "fiesta de las balas".
Se dirá que la violencia actual no es lúcida, ni social ni heroica. Es verdad. Pero cabe preguntarnos si la mitología de la Revolución no plantó entre nosotros un desprecio a la vida que siguió latente (aplacado por un vasto y eficaz sistema de dominación, no por un verdadero Estado de derecho) hasta aflorar de nuevo en nuestro tiempo. Muchas cosas construimos en el siglo 20 pero no una cultura de la legalidad, que era la columna vertebral del México liberal. Por eso, al cesar el monopolio del poder (cuya restauración es indeseable y quizá imposible), hemos regresado al origen: minorías violentas entregadas "a la matanza, al egoísmo más despiadado, al hartazgo de los sentidos, a la animalidad pura y sin tapujos".
¿Cuándo saldremos? Cuando la ley y la justicia arraiguen entre nosotros, cuando amparen a las mayorías pacíficas, silenciosas y dolientes, cuando impere el respeto a la vida individual.
"En memoria de Sarita Mendoza".
La violencia del presente nos da otros ojos para mirar la violencia del pasado. Ésa es la sensación que deja "José Clemente Orozco. Pintura y verdad", la exposición coordinada por Miguel Cervantes en San Ildefonso. Entre sus muchas sorpresas -los formidables retratos que dan la bienvenida, las crueles, incómodas pero desternillantes caricaturas antimaderistas, las acuarelas feroces y tiernas de la vida prostibularia- sobresale una serie de pequeños cuadros en tinta y lápiz que originalmente se titularon "Horrores de la Revolución".
Son parte de un conjunto de cincuenta o sesenta trabajos que Orozco comenzó a pintar poco antes de su segunda salida de México a Estados Unidos (noviembre de 1927) hasta 1930 aproximadamente, cuando el éxito de esas tintas y de sus subsiguientes litografías le ganó los contratos de sus tres famosos murales en aquel país: Pomona, College New School for Social Research y Dartmouth College.
La génesis de esos dibujos es curiosa. A sabiendas de que Orozco había desistido de continuar sus murales en la Preparatoria, la periodista y crítica Anita Brenner -una de esas grandes enamoradas literarias de México- fingió que un coleccionista norteamericano se interesaba en los dibujos que el pintor había comenzado a realizar sobre sus recuerdos de la Revolución.
Orozco le dio alguno de ellos y partió hacia Nueva York, donde no tuvo tiempo de lamentar la estratagema porque, advertida por Brenner, Alma Reed -la célebre "Peregrina", otra apasionada de México- lo tomaría en más de un sentido bajo su manto, promoviendo su obra entre amigos adinerados, en exposiciones y aun en la galería Delphic Studios, que abriría para ese propósito.
A partir de su llegada, tras establecerse en el Upper West Side, Orozco siguió representando vívidamente las imágenes que le había tocado presenciar hacia 1915 en Orizaba, cuando trabajaba en La Vanguardia, el diario de los famosos "Batallones Rojos", dirigido por el "Dr. Atl".
En su "Autobiografía" Orozco dejó párrafos memorables sobre esa experiencia: "la tragedia desgarraba todo a nuestro alrededor. Tropas iban por las vías férreas al matadero. Los trenes eran volados. Se fusilaba en el atrio de la parroquia a infelices peones zapatistas que caían prisioneros de los carrancistas. Se acostumbraba la gente a la matanza, al egoísmo más despiadado, al hartazgo de los sentidos, a la animalidad pura y sin tapujos. Las poblaciones pequeñas eran asaltadas y se cometía toda clase de excesos. Los trenes que venían de los campos de batalla vaciaban en la estación de Orizaba su cargamento de heridos y de tropas cansadas, agotadas, hechas pedazos, sudorosas, deshilachadas".
Las tintas en San Ildefonso despliegan aquella realidad atroz que el mito revolucionario lograría suavizar y hasta ennoblecer. Un ahorcado cuelga de un poste mientras dos personajes duermen con sus fusiles; un cuchillo alevoso (imagen reiterada en Orozco) ha traspasado el pecho de una mujer desnuda que yace bajo un maguey junto a su marido, un infeliz peón zapatista; una espectral procesión sigue la camilla de un fusilado; en un precario cuarto de hospital, entre cobijas raídas y mujeres sollozantes, se hacinan los heridos: mutilados, vendados, enceguecidos, moribundos; las pistolas y cuchillos en "La Batalla" son prefiguraciones del "Guernica"; en varios otros cuadros ("Lágrimas", "Guerra") los personajes centrales son mujeres mexicanas que cubren su luto con sus rebozos: postradas, arrodilladas, suplicantes, resignadas.
Orozco se apiada infinitamente de ellas pero no idealiza al "pueblo". Con frecuencia lo representa como la ruidosa comparsa del generalote asesino, rodeado de soldados protervos y jadeantes putas.
Entre todas las tintas, dos me impresionaron particularmente: "Violación", que ocurre en una recámara de espejos y muebles destrozados, donde un revolucionario cascorvo, tras saciar su apetito, se ajusta torpemente los pantalones mientras otro comienza su acto brutal sobre la misma, desesperada mujer; y "El regreso", quizá el más conmovedor por su tonalidad rulfiana: un hombre vuelve a casa para informar a dos mujeres -tal vez su madre y su hermana- de la muerte de un ser querido del que sólo ha quedado un despojo de ropa.
¿Cuál era la fuente íntima de su sensibilidad ante el dolor? A los 21 años, un experimento con pólvora le había estallado en la mano, y para prevenir la gangrena se optó por amputarla. En el libro conmemorativo de la exposición hay un excelente ensayo de Raquel Tibol que recobra testimonios desgarradores de Orozco sobre su limitación física: "todo, absolutamente todo, tengo que hacerlo ¡con una sola mano!". Había anticipado la Revolución en su propio cuerpo.
Se dirá que la violencia revolucionaria era lúcida, social, heroica. Se dirá que aquellos centenares de miles de muertos (y sus viudas y huérfanos) eligieron ese destino para redimir a un país sumido en la miseria, la injusticia, la desigualdad o la opresión. ¿Fue realmente así? En la visión de Orozco (como en "Los de Abajo", novela que ilustró por esas fechas) la Revolución no fue la utopía exuberante e idílica de Rivera, ni la dinámica ascensión histórica de Siqueiros, sino el drama de un pueblo bueno sacrificado en una incomprensible, estruendosa y salvaje "fiesta de las balas".
Se dirá que la violencia actual no es lúcida, ni social ni heroica. Es verdad. Pero cabe preguntarnos si la mitología de la Revolución no plantó entre nosotros un desprecio a la vida que siguió latente (aplacado por un vasto y eficaz sistema de dominación, no por un verdadero Estado de derecho) hasta aflorar de nuevo en nuestro tiempo. Muchas cosas construimos en el siglo 20 pero no una cultura de la legalidad, que era la columna vertebral del México liberal. Por eso, al cesar el monopolio del poder (cuya restauración es indeseable y quizá imposible), hemos regresado al origen: minorías violentas entregadas "a la matanza, al egoísmo más despiadado, al hartazgo de los sentidos, a la animalidad pura y sin tapujos".
¿Cuándo saldremos? Cuando la ley y la justicia arraiguen entre nosotros, cuando amparen a las mayorías pacíficas, silenciosas y dolientes, cuando impere el respeto a la vida individual.
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