Se fue el gran “Pepe” Iturriaga

Martha Anaya / Crónica de Política

Hace menos de un año fui a visitar a don José E. Iturriaga a su casa en Coatepec, Veracruz. Ya se encontraba enfermo desde entonces. Terribles dolores producidos por la ciática (al menos eso creía él) lo tenían postrado en un reposet en el que dificultosamente su esposa Reyna le ayudaba a acomodarse.

Buscamos algún momento en que sus dolores aminoraran –normalmente era hacia la una de la tarde, ya cuando el sol calentaba un poco aquellos tardíos días helados de principios de marzo—y comenzamos a conversar.

Nos acomodamos –él en una silla de ruedas– en un rincón de su enorme biblioteca, desde donde alcanzaban a apreciarse sus compañeros de toda la vida: libros de filosofía, derecho, sociología, historia, economía, literatura, crítica del art. ¡Doce mil volúmenes!, en los que podía indicar no sólo el tema por el color de la pasta, el anaquel en que se encontraba, sino hasta la página en que se hallaba alguna cita requerida.

Su memoria era impresionante. Aún a sus 96 años, no sólo recordaba estudios de juventud, vivencias de su vida profesional, sino seguía activo –hasta donde podía—buscando rescatar algo que desde hacía cincuenta años había intentado: rescatar el Centro Histórico de la ciudad de México.

Y es que para él, los centros históricos del país “es donde está la placenta de la historia posterior; es en nuestra historia donde se forja nuestra grandeza”.

Así me lo recordaría aquél día en que platicamos en Coatepec, no sin apuntar también que desde los tiempos lopezmateistas los gobernadores “no tenían la sensibilidad” para conservar su historia: ni la capital de Chihuahua, ni la catedral de Sonora…; ni el regente de la ciudad de México, Ernesto P. Uruchurtu aceptó, “por celos”, que se recuperara el centro histórico de la capital del país.

Numerosas fotografías sobre indistintas mesas atestiguaban su paso por la vida: resaltaba su figura larga y delgada en el Vaticano junto con Benito Coquet, Humberto Romero, Adolfo López Mateos; en otras se veía a Iturriaga con Andrés Henestrosa; una más de Emilio Portes Gil, por allá con Enrique González Pedrero, Gabriel Figueroa, Enrique González Casanova, Enrique Ramírez y Ramírez y por supuesto, imágenes de la campaña presidencial y del gobierno de Adolfo López Mateos.

El propósito de nuestro encuentro aquella vez era, precisamente, recordar los tiempos en que don “Pepe” Iturriaga (así le llamaban sus amigos) fue asesor del presidente Adolfo López Mateos, con motivo de un libro que preparaba el gobierno del Estado de México por el centenario de su nacimiento.

Cuando le pregunté a Iturriaga cómo recordaba a López Mateos, cuál era la primera imagen que se le venía a la mente, sonrió ante sus propias remembranzas y respondió: “El sólo pensar en Adolfo revive en mí la simpatía que provocaba”.

Y de ahí se siguió. Las palabras las pronunciaba lentamente, como el maestro que le dicta a niño que empieza a escribir. Amable, inteligente, culto. Así fue hasta el final.

Habló de aquellos tiempos turbulentos que llevaron a Siqueiros a la cárcel, de la amnistía al muralista –propiciada por Iturriaga—que otorgó López Mateos días antes de entregar el poder a su sucesor, de las terribles migrañas que padecía el mexiquense al final de su sexenio y que le llevaban a echarse a la boca “puños de aspirinas”.

Pero quizás una de las tareas más significativas de don “Pepe” Iturriaga en ese entonces fue acercar a López Mateos a toda una generación de jóvenes progresistas que se habían distanciado –y exiliado incluso—del poder seis años atrás, cuando se disputaron las elecciones presidenciales entre Adolfo Ruiz Cortines y Miguel Henríquez Guzmán.

Todavía volví a ver a Iturriaga en la ciudad de México hará unos tres meses para entregarle un ejemplar del libro para el cual habíamos realizado la entrevista. Sus dolores habían arreciado. Los médicos le examinaban de nueva cuenta. Quizás las vértebras…, o la columna…, suponían.

Demasiado dolor. Imposible ya refugiarse de nuevo entre sus libros. Era tiempo de partir de este mundo. Y sí, el sábado pasado, 19 de enero, don José E. Iturriaga abandonó su cuerpo.

La imagen que a mí se me viene a la mente cuando pienso en él es la chispa de su mirada, su amabilidad, su elegancia en las palabras y su prodigiosa memoria. Era todo un caballero.

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