No más guerra

John M. Ackerman

En solidaridad con Carmen Aristegui, voz de la libertad.


Más que el hueco, amnésico y falaz anuncio de Felipe Calderón sobre el fin de la “guerra contra el narcotráfico”, hace falta ponerle fin a esta absurda estrategia en la práctica. Una guerra no tiene otro objetivo que aniquilar a las fuerzas “enemigas”, que en este caso son los cientos de miles de jóvenes sin oportunidades que hoy engrosan las filas de los cárteles de la droga.

Es muy indicativo el lastimoso papel del vocero, Alejandro Poiré, quien inmediatamente después de cada matanza declara que ella ha sido un indicador más del “éxito” de la estrategia gubernamental. Pero lo verdaderamente grave es que, estrictamente hablando, el vocero tiene razón. Los 35 mil muertos en el sexenio no han sido “daños colaterales”, sino justamente el objetivo principal de una estrategia gubernamental que más pareciera ser de “limpieza juvenil” que de combate al narcotráfico. La insistencia con tanto ahínco en que 90% de los ejecutados supuestamente estaban “vinculados” al narcotráfico, precisamente cumple el propósito de convencer a la opinión pública de que merecían morir y de que la guerra es “justa” al final de cuentas.

Las propuestas para una modificación táctica de la “lucha por la seguridad pública” son abundantes. En lugar de la fuerza bruta, se dice que habría que atacar financieramente a los cárteles, mejorar la investigación policiaca, reformar el sistema judicial, aumentar la participación ciudadana y combatir la corrupción gubernamental, entre otras acciones. Todas estas iniciativas son desde luego muy loables. Sin embargo, para que verdaderamente hubiera alguna posibilidad de que tengan éxito es necesario que se acompañen de una modificación general de la estrategia que engloba la acción gubernamental.

Concretamente, habría que invertir las prioridades en materia de seguridad pública. Para empezar, se debe reducir la atención al transporte de estupefacientes hacia Estados Unidos ya que, estrictamente hablando, este delito no hace daño alguno a la población mexicana. Así como los políticos estadunidenses se niegan a regular la venta de armas de asalto porque no perciben el daño que ello genera en su propio país, México debería reducir al máximo la persecución del delito de trasiego de drogas. Esta decisión inmediatamente liberaría cuantiosos recursos que podrían ser utilizados para combatir los delitos más dañinos para la sociedad mexicana, como el secuestro, el homicidio, la trata de personas y la corrupción gubernamental.

Los mexicanos simplemente tendrían que rehusarse a pelear una guerra que corresponde a los estadunidenses. En lugar de sacrificar a la juventud mexicana para evitar que la droga llegue a los consumidores estadunidenses, habría que proteger e invertir en nuestras nuevas generaciones. Esto es, me parece, la propuesta central de la válida y urgente campaña de “No + sangre”.

Es cierto que formalmente, en un sistema “inquisitivo” de derecho penal como el nuestro, los ministerios públicos y policías tienen la obligación de perseguir todos los delitos, sin distingo. Sin embargo, ya hemos iniciado el tránsito hacia un sistema “acusatorio” donde la prosecutory discretion (discrecionalidad persecutoria) forma una de sus columnas vertebrales. Asimismo, grandes penalistas, como Mirjan Damaska, han documentado cómo aun en sistemas inquisitivos también existe un amplio margen de discrecionalidad para la persecución de delitos. La sorprendente inacción de la PGR en el caso del secuestro de Diego Fernández de Cevallos es sólo el ejemplo más evidente.

Más que obedecer los dictados del gobierno de Estados Unidos, el gobierno mexicano tendría que seguir el modelo del vecino del norte. Las autoridades estadunidenses no hacen mayor cosa para combatir el tránsito de droga dentro de su propio territorio. No hay retenes militares, ni decomisos importantes, ni necesidad de pelear por los “territorios”. La droga fluye libremente en el país vecino, y los ocasionales operativos que tienen lugar casi nunca derraman sangre o generan “bajas colaterales” expresadas en muertes de niños inocentes. Asimismo, el consumo de mariguana, fuente de 50% a 75% de las ganancias de los cárteles mexicanos, es legal en una docena de estados de EU.

Resultan por ello hipócritas y engañosas las declaraciones de Janet Napolitano, quien ha amenazado con “aplastar” a los cárteles mexicanos si trasladan “su violencia” al otro lado de la frontera. La violencia y el descontrol en México son el resultado directo de la errada estrategia impuesta por Washington. En Estados Unidos existe relativa paz, no porque los narcotraficantes teman la respuesta del gobierno, sino por todo lo contrario. En EU no se derrama sangre porque las autoridades son sumamente permisivas con el tránsito y el consumo de drogas. También llama la atención que en su reciente comparecencia ante el Congreso, Napolitano hablara explícitamente de la “estrecha colaboración” de su país con Calderón en la “guerra” contra los narcotraficantes.

Por otro lado, también resulta muy arriesgada la propuesta del destacado experto Edgardo Buscaglia en el sentido de incluir a los cárteles mexicanos en la lista de organizaciones “terroristas” de las Naciones Unidas. Si bien ello podría tener el efecto práctico de un rápido aumento en la colaboración internacional para controlar las finanzas de estos grupos, la reclasificación propuesta también fungiría como la coartada perfecta para consolidar y aumentar la fallida estrategia de “guerra” contra el narcotráfico en México. Asimismo, se abriría la puerta de par en par para una eventual utilización de tropas estadunidenses en territorio mexicano, tal y como lo sugirió la semana pasada el subsecretario de Defensa estadunidense, Joseph Westphal.

Si Calderón realmente busca emprender una “lucha por la seguridad pública” y no una “guerra”, tendría que dar prioridad a la construcción de la paz social y el estado de derecho. Desde luego, no sería adecuado “pactar” con los narcotraficantes, y mucho menos ceder la plaza a los criminales, pero sí priorizar la protección de nuestros ciudadanos. Es hora de dejar de ser carne de cañón en una guerra impuesta a México desde Washington, y en la que hemos derramado ya mucha sangre inocente, que amenaza con destruir por completo el tejido social y corroer aún más nuestras instituciones.

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