En México: Huele a miedo

Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder

Observar los rostros de los usuarios del transporte colectivo que por la noche, ya cansados, hacen fila para acceder al tren suburbano, al metro o al metrobús, ofrece una respuesta a la manera como incide la guerra contra el narco en el comportamiento de quienes nada tienen que ver con ella, pero padecen sus consecuencias, sufren esos daños colaterales todavía no hechos públicos por el gobierno, pero seguramente ya previstos e identificados.

No sé si quienes conducen hoy el destino de México son buenos o malos como lectores de novelas o aprendices de literatos, pues no hay atisbo de que tengan previsto un desenlace, ya no digamos todas las variantes de la previsible reacción de la sociedad que en las ciudades y en su periferia, ya se percata que por un quítame estas pajas puede convertirse en estadística, en cifra, víctima de una guerra real o de una usurpación del escenario por otros actores, como son los que extorsionan, secuestran, se dedican a lo prostitución y las diversas variantes de la trata.

Hay miedo en los ojos de millones de mexicanos, pues a su sufrimiento por el desempleo, la pobreza alimentaria y la inseguridad, se suma esa incertidumbre que embarga a todos los que salen de casa a buscarse el pan del día, sin saber cómo y cuándo se dará su regreso, o si éste ocurrirá como sucedía antes de que se iniciara el presente sexenio.

Preocupados debieran estar quienes se empeñan en que el miedo cunda, adquiera carta de residencia e incida en el ánimo de los mexicanos, porque esa actitud, ese ambiente irrespirable producido por el temor, no nada más empequeñece a quien lo padece, puede producir el efecto contrario, como el que alienta el hartazgo de los países musulmanes víctimas de largas dictaduras, pero sobre todo de profundas humillaciones, idénticas a las que sufren millones de mexicanos agraviados por sus gobiernos y sus empresarios, por sus líderes y sus supuestos representantes políticos. Es el agravio que no cesa.

Resulta ilustrativo para el análisis, el editorial de El Universal publicado el viernes último, en el que se afirma: “Un país sin justicia es un país sin democracia. En México, el Estado de derecho está fracturado, por una ineficaz y nada expedita impartición de la justicia, que es la que ha permitido, en última instancia, que el tejido social se esté resquebrajando, y que fenómenos como la delincuencia organizada avancen sin control.

“No sólo es la atávica corrupción la que corroe las entrañas de nuestro sistema judicial, sino la ineficiencia de sus procedimientos y la inhabilidad de sus impartidores. Esto da como resultado que la posibilidad de que un delito sea castigado es mínima, la impunidad reine y el estímulo a la criminalidad sea enorme.

“Sin buenas policías, ministerios públicos y tribunales profesionales no hay estado de derecho posible y sin éste tampoco hay democracia. Ojalá los escándalos y las tragedias sirvan al menos para sembrar entre los funcionarios el sentido de urgencia que requiere la transformación del sistema de justicia”.

El día que El Universal hizo pública su opinión política, fue señalado por las estadísticas como el más cruento de 2011 y del sexenio: hubo 79 homicidios violentos, todos presuntamente vinculados al crimen organizado, pero como toda medida y todo control quedó rebasado, el gobierno federal se deslindó de la responsabilidad de las investigaciones, y señaló que los delitos de ese tipo son competencia de las procuradurías locales.

De acuerdo al conteo de La Jornada, 31 personas fueron ejecutadas cada 24 horas durante los primeros 18 días de febrero; suman 566.

Es triste, porque es posible que el senador Manlio Fabio Beltrones tenga razón, y para cuando concluya el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa hayan muerto más mexicanos por esta guerra interna, que víctimas hubo en Vietnam. Pero está la otra vertiente, la de la reacción social producto del miedo, ya en los ojos y el aliento, ya perceptible en muchos mexicanos.

En Baile y sueño puede leerse lo siguiente: “El miedo es la mayor fuerza que existe, si uno logra acomodarse a él, instalarse, convivir con él con buen temple, y no pierde las energías luchando para ahuyentarlo. En esa lucha nunca se gana del todo; en los momentos de aparente victoria se está ya anticipando su vuelta, se vive bajo amenaza, y entonces se sufre parálisis y es el miedo el que se aprovecha. Si uno lo consiente, en cambio (es decir, si uno se adapta, si se acostumbra a que esté ahí presente), posee una fuerza incomparable con ninguna otra y puede aprovecharse de él, puede usarlo. Sus posibilidades son infinitas, mayores que las del odio, la ambición, la incondicionalidad, el amor, el afán de venganza; son desconocidas. Una persona con el miedo asentado, activo pero incorporado a su vida normal, un miedo diario, es capaz de proezas en verdad sobrehumanas. Eso lo saben las madres con hijos pequeños…”

El miedo puede convertirse en fuerza incontrolable, mueve conciencias y destruye complicidades. Peor aún, es incentivo para asonadas, protestas y rebeldías, ya no digamos revoluciones, pero sobre todo y debido al mundo que vivimos, también es razón última para sumarse a la delincuencia organizada y poner en jaque al Estado, ese Estado que no supo exorcizar el miedo para permitir a los mexicanos vivir en paz.

¿Cómo lo resolverán ahora? ¿Serán capaces? Todavía queda mucho por padecer a la sociedad mexicana.

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