Raymundo Riva Palacio / Estrictamente Personal
Las esperanzas de descarrillar en definitiva al PRI están puestas en el estado de México. Alianza es una palabra clave. Unidos, el PAN y el PRD lo lograron en los enclaves priístas de Puebla, Oaxaca y Sinaloa, y a punto estuvieron de vencerlo en Durango e Hidalgo. Las alianzas acabaron con un secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, y provocaron un cisma en la izquierda, con el rechazo de Andrés Manuel López Obrador a esa estrategia. Pero, ¿son la panacea electoral?
Después de todo, para lograr la alternancia en el poder en Aguascalientes, San Luis Potosí y Zacatecas, no se necesitaron alianzas. O ¿es acaso la suma de alianza y candidato, de lo que cojean el PAN y el PRD para lanzar una candidatura común en el estado de México? Quizás por eso son muchos los que juegan con el estereotipo del político moderno: joven, carismático, sin ataduras al pasado de los partidos y apoyado intensamente por la televisión. ¿Será ésta la ecuación de la victoria?
Si ese fuera el caso, ¿por qué perdió el joven Ricardo Barroso ante Marcos Covarrubias, un adversario de otra generación en Baja California Sur? ¿Por qué perdió la mediática e independiente Xóchitl Gálvez frente a Francisco Olvera en Hidalgo? ¿Por qué sucumbió Manuel Añorve ante Ángel Heladio Aguirre en Guerrero, pese a haber inyectado más del doble de recursos en su campaña?
La respuesta es porque los vectores de las victorias, con o sin alternancia, tienen ejes diferentes. Cierto. Uno importante, no por ser estratégicamente prioritario sino porque se encuentra en el imaginario colectivo, es el de las alianzas. Pero cuidado, porque ir en alianza contra el PRI -de eso se han tratado los pactos PAN-PRD-, no lleva mecánicamente a niveles de competencia en sus enclaves, como se asume de manera ligera y superficial.
Se quisiera replicar en el estado de México la experiencia en Oaxaca, Puebla y Sinaloa, pero en esos estados hubo componentes más allá de la unidad táctica. En cada uno de ellos el desgaste del gobernador era tan grande que en las encuestas de aprobación estaba por debajo del presidente Felipe Calderón. Es decir, sus negativos eran los suficientemente grandes para que con alianza o no, el candidato del partido en el poder estuviera en peligro natural.
En Baja California Sur el PRD perdió la gubernatura ante la pésima imagen del gobernador Narciso Agúndez, cuya aceptación llegó a caer hasta 60%, y con otros niveles de repudio lo mismo sucedió con Amalia García en Zacatecas, donde su candidato fue derrotado. Esto ayuda al argumento de que las alianzas triunfantes fueron coyunturales, y siempre fueron superadas por la calificación al gobernante en turno, que fue un factor determinante en cuanto a voto de castigo.
Otro eje ayuda a explicar cómo los delfines de los gobernadores en esos estados perdieron, mientras que otros como en Quintana Roo y Veracruz, ganaron con la misma receta. En la respuesta se encuentra la clave principal del porqué de las derrotas y las victorias: el proceso mediante el cual se selecciona al candidato. Es decir, la mecánica para elegir candidato no es tan importante como el paso siguiente a la selección del candidato: la sanación de quienes se quedaron en el camino, para que no rompan con el partido gobernante.
En los siete casos referidos de alternancia, la constante fue una ruptura dentro del partido gobernante porque no se procesó correctamente la sucesión. Cada uno de esos gobernadores rompieron el equilibrio interno del partido y no evitaron que sus cuadros saltaran al bando contrario (Baja California Sur, San Luis Potosí, Sinaloa y Zacatecas), o que se sumaran a la candidatura opositora ganadora (Aguascalientes, Oaxaca, Puebla). Esto demuestra que en cada estado donde hubo alternancia, las alianzas no fueron factor de cambio, como tampoco la tipología del candidato.
Es la limpieza del proceso mediante el cual se elige abanderado sin que su unción provoque la ruptura, lo que desarma las falsas utopías. Los estrategas electorales tendrían que empezar a revisar sus planes y ser más sofisticados para evitar seguir amarrados al sueño de las alianzas sin entender que el gran valor de estas no es la obtención de votos, sino la creación de percepciones sobre vulnerabilidad, tan subjetivo para ganar una elección –cuando no se añaden los otros componentes-, que sólo una minoría de las recientes victorias obedecen a esa lógica.
Las esperanzas de descarrillar en definitiva al PRI están puestas en el estado de México. Alianza es una palabra clave. Unidos, el PAN y el PRD lo lograron en los enclaves priístas de Puebla, Oaxaca y Sinaloa, y a punto estuvieron de vencerlo en Durango e Hidalgo. Las alianzas acabaron con un secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, y provocaron un cisma en la izquierda, con el rechazo de Andrés Manuel López Obrador a esa estrategia. Pero, ¿son la panacea electoral?
Después de todo, para lograr la alternancia en el poder en Aguascalientes, San Luis Potosí y Zacatecas, no se necesitaron alianzas. O ¿es acaso la suma de alianza y candidato, de lo que cojean el PAN y el PRD para lanzar una candidatura común en el estado de México? Quizás por eso son muchos los que juegan con el estereotipo del político moderno: joven, carismático, sin ataduras al pasado de los partidos y apoyado intensamente por la televisión. ¿Será ésta la ecuación de la victoria?
Si ese fuera el caso, ¿por qué perdió el joven Ricardo Barroso ante Marcos Covarrubias, un adversario de otra generación en Baja California Sur? ¿Por qué perdió la mediática e independiente Xóchitl Gálvez frente a Francisco Olvera en Hidalgo? ¿Por qué sucumbió Manuel Añorve ante Ángel Heladio Aguirre en Guerrero, pese a haber inyectado más del doble de recursos en su campaña?
La respuesta es porque los vectores de las victorias, con o sin alternancia, tienen ejes diferentes. Cierto. Uno importante, no por ser estratégicamente prioritario sino porque se encuentra en el imaginario colectivo, es el de las alianzas. Pero cuidado, porque ir en alianza contra el PRI -de eso se han tratado los pactos PAN-PRD-, no lleva mecánicamente a niveles de competencia en sus enclaves, como se asume de manera ligera y superficial.
Se quisiera replicar en el estado de México la experiencia en Oaxaca, Puebla y Sinaloa, pero en esos estados hubo componentes más allá de la unidad táctica. En cada uno de ellos el desgaste del gobernador era tan grande que en las encuestas de aprobación estaba por debajo del presidente Felipe Calderón. Es decir, sus negativos eran los suficientemente grandes para que con alianza o no, el candidato del partido en el poder estuviera en peligro natural.
En Baja California Sur el PRD perdió la gubernatura ante la pésima imagen del gobernador Narciso Agúndez, cuya aceptación llegó a caer hasta 60%, y con otros niveles de repudio lo mismo sucedió con Amalia García en Zacatecas, donde su candidato fue derrotado. Esto ayuda al argumento de que las alianzas triunfantes fueron coyunturales, y siempre fueron superadas por la calificación al gobernante en turno, que fue un factor determinante en cuanto a voto de castigo.
Otro eje ayuda a explicar cómo los delfines de los gobernadores en esos estados perdieron, mientras que otros como en Quintana Roo y Veracruz, ganaron con la misma receta. En la respuesta se encuentra la clave principal del porqué de las derrotas y las victorias: el proceso mediante el cual se selecciona al candidato. Es decir, la mecánica para elegir candidato no es tan importante como el paso siguiente a la selección del candidato: la sanación de quienes se quedaron en el camino, para que no rompan con el partido gobernante.
En los siete casos referidos de alternancia, la constante fue una ruptura dentro del partido gobernante porque no se procesó correctamente la sucesión. Cada uno de esos gobernadores rompieron el equilibrio interno del partido y no evitaron que sus cuadros saltaran al bando contrario (Baja California Sur, San Luis Potosí, Sinaloa y Zacatecas), o que se sumaran a la candidatura opositora ganadora (Aguascalientes, Oaxaca, Puebla). Esto demuestra que en cada estado donde hubo alternancia, las alianzas no fueron factor de cambio, como tampoco la tipología del candidato.
Es la limpieza del proceso mediante el cual se elige abanderado sin que su unción provoque la ruptura, lo que desarma las falsas utopías. Los estrategas electorales tendrían que empezar a revisar sus planes y ser más sofisticados para evitar seguir amarrados al sueño de las alianzas sin entender que el gran valor de estas no es la obtención de votos, sino la creación de percepciones sobre vulnerabilidad, tan subjetivo para ganar una elección –cuando no se añaden los otros componentes-, que sólo una minoría de las recientes victorias obedecen a esa lógica.
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