De humores e injurias

Martha Anaya / Crónica de Política

Durante muchos años vimos al Presidente de la República como un tlatoani; como un ser “especial”, dotado de gran poder y sabedor de todo cuanto ocurría en el país, y cuya imagen se respetaba como si tratara no sólo de un símbolo nacional, sino algo todavía más sagrado.

Pero también, por otras venas, corría aparejado el humor popular en calles, carpas, teatros; a través de chistes que corrían de boca en boca y hasta en caricaturas o frases que aparecían pintadas en bardas o publicadas en distintos diarios y revistas.

El mismísimo Hernán Cortés, recién finalizada la conquista, vio aparecer pintas de carbón en las blancas paredes de los palacios de Coyoacán, en las que le manifestaban –unas veces en prosa, otras en verso– descontento y burlas con motes “algo maliciosos”.

Pero un día Cortés se enojó y, según cuenta Bernal Díaz del Castillo, “dijo públicamente que no pusiesen malicias, que castigaría a los ruines desvergonzados”.

Evidentemente las pintas siguieron y para el inicio del siglo XIX –dadas las fuertes diferencias entre españoles y criollos– los anónimos y pasquines iban y venían con un sinfín de injurias.

La situación llegó a tal grado que el virrey José de Iturrigaray expidió un bando en 1808 prohibiendo la fijación de anónimos en las calles.

Pero tampoco funcionó.

Entonces, el mariscal de campo don Pedro de Garibay expidió un decreto advirtiendo ¡pena de muerte! a cualquiera que se atreviese “a producir anónimos, pasquines, memoriales o libelos sin su firma, ni a propalarlos.”

Llegó la independencia, pasó ésta, pero ni Antonio López de Santa Anna se salvó de las pullas de sus congéneres, como en ocasión del entierro de su pierna en septiembre de 1842.

Podríamos seguir largamente con el recuento, pero sólo quería dar cuenta de lo antigua que esta costumbre popular de burlarse y provocar a los poderosos. Y ello, en razón de lo ocurrido ayer en la Cámara de Diputados.

Apenas iniciaba la sesión y un grupo de diputados del Partido del Trabajo –entre los que se contaban Gerardo Fernández Noroña, Mario Di Constanzo y Jaime Cárdenas—enfilaron a la tribuna con una larga manta roja en la que aparecía el rostro de Felipe Calderón y aparecía esta leyenda: “¿Tú permitirías a un borracho manejar tu auto? ¿No, verdad? ¿Y por qué lo dejas manejar el país?”.

Obviamente los panistas se alzaron, protestaron; demandaron al Presidente de la Mesa Directiva, Jorge Carlos Ramírez Marín (PRI), que retirara la manta –y a los legisladores de paso–, que era una falta de respeto a la institución presidencial y a la propia Cámara de Diputados.

El priista alegó que la manifestación en sí misma no transgredía la norma porque se ubicaba en el contexto de la libertad de expresión, pero llamó a los petistas y a todos los agraviados al orden. Nadie acató y la sesión se suspendió.

Lo ocurrido ayer en San Lázaro tiene ciertamente sus toques diferentes al estilo de las pullas de nuestros ancestros: ni era un anónimo, ni apareció misteriosamente en alguna calle de la ciudad.

Al contrario, dieron la cara quienes avalaban los dichos que aparecen en la manta, y lo hicieron en plena Cámara de Diputados.

Es el cambio de los tiempos.

En lo personal, nada de eso me preocupa. Lo que me intriga es por qué a lo largo del sexenio de Calderón se ha rumorado y mencionado de distintas maneras que bebe mucho (alcohol). ¿Es cierto?

Que un Jefe de Estado se tome una copa no es de espantar, pero que se le pase la mano y sea algo constante, sí es de preocupar.

Ya es muy insistente la versión como para dejarla pasar. ¿No sería hora de que se aclarara que pasa con el habitante de Los Pinos al respecto?

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