Rubén Cortés
De los judíos sé lo que me ha enseñado el abuelo: esos ojos que te espían, tan falsos que te sobrecogen, esas sonrisas escurridizas, esos labios de hiena levantados sobre los dientes, esas miradas pesadas, infectas, embrutecidas, esos pliegues entre nariz y labios siempre inquietos.
Y el ojo, ah, el ojo… gira febril en la pupila color del pan tostado y revela enfermedades del hígado, putrefacto por secreciones producidas por un odio de 18 siglos, se pliega en mil pequeños surcos que se acentúan con la edad, y ya a los veinte años, al judío se lo ve arrugado como a un viejo.
Me recordaba que el judío era vanidoso como un español, ignorante como un croata, ávido como un levantino, ingrato como un maltés, insolente como un gitano, sucio como un inglés, untuoso como un calmuco, imperioso como un prusiano, y maldiciente como un astesano.
Es adúltero por celo irrefrenable: depende de la circuncisión que lo vuelve más eréctil, con esa desproporción monstruosa entre el enanismo de su complexión y la dimensión cavernosa de esa excrecencia semimutilada que tiene.
Un alemán produce el doble de heces que un francés. Hiperactividad de la función intestinal en menoscabo de la cerebral, que demuestra su inferioridad fisiológica. En las invasiones bárbaras, las hordas germanas sembraban su recorrido de irrazonables amasijos de materia fecal.
Un viajero francés entendía al punto si había cruzado la frontera alsaciana por el tamaño anormal de los excrementos abandonados en los bordes de las carreteras. El alemán vive en un estado de perpetuo embarazo intestinal debido al exceso de cerveza y a esas salchichas de cerdo.
Como si no bastara, es típica del alemán la bromhidrosis, es decir, el olor nauseabundo del sudor, y está probado que la orina de un alemán contiene el 20 por ciento de ázoe mientras la de las demás razas sólo el quince.
Así arranca Umberto Eco su reciente novela El cementerio de Praga, a través del capitán Simonini. Pero no enfrenta acusaciones de racismo. Al contrario, su novela es buenísima.
Eco explica al final: “Aunque bien pensado, también Simonini, al ser efecto de un collage al que se le han atribuido cosas hechas por personas distintas, de alguna manera ha existido”.
Esa es la diferencia entre literatura y periodismo: mientras que el novelista debe descolocar la realidad, el periodista debe apegarse a ésta, sin transgredir el código de ética que le prohíbe difundir rumores.
De eso trata la actual polémica entre los columnistas españoles Javier Cercas (El País) y Arcadi Espada (El Mundo): el primero ve el periodismo como un ensayo de comprensión imaginativa y el otro lo desmiente, pues ello permitiría fabricar una verdad a partir de una mentira.
Espada tiene la razón.
De los judíos sé lo que me ha enseñado el abuelo: esos ojos que te espían, tan falsos que te sobrecogen, esas sonrisas escurridizas, esos labios de hiena levantados sobre los dientes, esas miradas pesadas, infectas, embrutecidas, esos pliegues entre nariz y labios siempre inquietos.
Y el ojo, ah, el ojo… gira febril en la pupila color del pan tostado y revela enfermedades del hígado, putrefacto por secreciones producidas por un odio de 18 siglos, se pliega en mil pequeños surcos que se acentúan con la edad, y ya a los veinte años, al judío se lo ve arrugado como a un viejo.
Me recordaba que el judío era vanidoso como un español, ignorante como un croata, ávido como un levantino, ingrato como un maltés, insolente como un gitano, sucio como un inglés, untuoso como un calmuco, imperioso como un prusiano, y maldiciente como un astesano.
Es adúltero por celo irrefrenable: depende de la circuncisión que lo vuelve más eréctil, con esa desproporción monstruosa entre el enanismo de su complexión y la dimensión cavernosa de esa excrecencia semimutilada que tiene.
Un alemán produce el doble de heces que un francés. Hiperactividad de la función intestinal en menoscabo de la cerebral, que demuestra su inferioridad fisiológica. En las invasiones bárbaras, las hordas germanas sembraban su recorrido de irrazonables amasijos de materia fecal.
Un viajero francés entendía al punto si había cruzado la frontera alsaciana por el tamaño anormal de los excrementos abandonados en los bordes de las carreteras. El alemán vive en un estado de perpetuo embarazo intestinal debido al exceso de cerveza y a esas salchichas de cerdo.
Como si no bastara, es típica del alemán la bromhidrosis, es decir, el olor nauseabundo del sudor, y está probado que la orina de un alemán contiene el 20 por ciento de ázoe mientras la de las demás razas sólo el quince.
Así arranca Umberto Eco su reciente novela El cementerio de Praga, a través del capitán Simonini. Pero no enfrenta acusaciones de racismo. Al contrario, su novela es buenísima.
Eco explica al final: “Aunque bien pensado, también Simonini, al ser efecto de un collage al que se le han atribuido cosas hechas por personas distintas, de alguna manera ha existido”.
Esa es la diferencia entre literatura y periodismo: mientras que el novelista debe descolocar la realidad, el periodista debe apegarse a ésta, sin transgredir el código de ética que le prohíbe difundir rumores.
De eso trata la actual polémica entre los columnistas españoles Javier Cercas (El País) y Arcadi Espada (El Mundo): el primero ve el periodismo como un ensayo de comprensión imaginativa y el otro lo desmiente, pues ello permitiría fabricar una verdad a partir de una mentira.
Espada tiene la razón.
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