Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
En política el silencio oportuno es más importante que un pronto o el ejercicio desmedido, por estar mal informado, de la autoridad. El silencio no requiere de aclaraciones, no necesita retractarse, mucho menos comerse las palabras. El silencio honra a quien lo observa, desprestigia a quien lo rompe. Callarse la boca a tiempo, contenerse, equivale a ejercer el poder desde la estatura del hombre de Estado. Nuestros políticos, por tradición, no saben hacerlo.
Junto al presidente Felipe Calderón, quedaron sujetos al escrutinio público por su proceder, Alejandra Sota y los dueños de Multivisión, los polifacéticos señores Vargas, que lo mismo administran restaurantes que medios de difusión y, ¿por qué no?, también aspiran a hacerlo con las consciencias.
Sería ingenuo asumir que procedieron sin preocuparse por el qué dirán, sin ver el alcance de sus decisiones. En esos niveles todo está calculado para dar cauce a la obsesión presidencial de responder toda crítica desde los medios y considerada por él injustificada; lo mismo ocurre con los empresarios, sujetos legalmente a un régimen de concesiones cuyo manejo es estrictamente político. Los venció el miedo a caer de la gracia del presidente de todos los mexicanos, sintieron pánico ante la posibilidad de perderlo todo, cuando su obligación, en materia de información, es respaldar a la sociedad y a sus empleados.
En el cuarto de guerra, desde donde Felipe Calderón y sus asesores observan absolutamente todo lo que ocurre en materia informativa, debieron invitar al presidente de la República a la reflexión, porque al reaccionar como lo hizo, se colocó en una situación de perder-perder, y las facturas que no se cobran mientras esté protegido por la banda presidencial, pasarán a revisión en cuanto él la transfiera.
Alejandra Sota y sus asesores debieron acercarle textos que le permitieran comprender cómo funciona la calumnia, la difamación, si la hubo, porque como escribe E. M. Cioran: “El amor más apasionado no aproxima tanto a las personas como la calumnia; el calumniado y el calumniador son absolutamente inseparables, constituyen una unidad 'trascendente', están soldados para siempre uno al otro. Nada podrá desunirlos jamás. Uno hace daño, el otro lo sufre. Pero, si lo sufre, es que se ha habituado a él, que ya no puede prescindir de él, que lo reclama incluso. Sabe que se cumplirán sus deseos, que se verá ahíto, que no será olvidado, que está presente a perpetuidad en la mente del difamador.
“El calumniador es más que un enemigo, el enemigo se mantiene delante de nosotros: él, detrás, nos sigue, nos persigue, golpea en la sombra; el calumniador es horrible, actúa como el traidor, no se mide con nosotros como el enemigo, nos perjudica sin riesgo, nos mata sin tener la dignidad de un asesino. Es una clase de maldición baja, de asqueroso predestinado, de vampiro vil que se pega a nuestro nombre y a nuestra sangre y los devora a los dos”.
Carmen Aristegui se refirió a un vergonzoso suceso escenificado por diputados del PRD, y la puso para batear, para que desde la Presidencia de la República se estableciera un deslinde, para exhibir al calumniador, pero la respuesta fue muy otra, uno más de los avisos que anuncian el muy próximo retorno del autoritarismo.
El presidente Calderón -sin importar el rechazo a la difamación hecho por su secretario particular, por ser tardío, pues se inoculó ya el veneno- y los señores Vargas, como dice Cioran, quedaron ligados para la eternidad a la figura de Gerardo Fernández Noroña, que empaña su trayectoria profesional y los convierte en reos de su deseo de continuar exhibiéndolos, con calumnia o sin ella.
La conductora del noticiero estelar de MVS -carece de importancia si la reintegran al noticiero- procedió para defender el único patrimonio de un periodista: congruencia, honestidad y ética profesional. Despojarla de esas prendas equivale a dispararle con calibre .22 y esperar, con gozo, su desangramiento.
En política el silencio oportuno es más importante que un pronto o el ejercicio desmedido, por estar mal informado, de la autoridad. El silencio no requiere de aclaraciones, no necesita retractarse, mucho menos comerse las palabras. El silencio honra a quien lo observa, desprestigia a quien lo rompe. Callarse la boca a tiempo, contenerse, equivale a ejercer el poder desde la estatura del hombre de Estado. Nuestros políticos, por tradición, no saben hacerlo.
Junto al presidente Felipe Calderón, quedaron sujetos al escrutinio público por su proceder, Alejandra Sota y los dueños de Multivisión, los polifacéticos señores Vargas, que lo mismo administran restaurantes que medios de difusión y, ¿por qué no?, también aspiran a hacerlo con las consciencias.
Sería ingenuo asumir que procedieron sin preocuparse por el qué dirán, sin ver el alcance de sus decisiones. En esos niveles todo está calculado para dar cauce a la obsesión presidencial de responder toda crítica desde los medios y considerada por él injustificada; lo mismo ocurre con los empresarios, sujetos legalmente a un régimen de concesiones cuyo manejo es estrictamente político. Los venció el miedo a caer de la gracia del presidente de todos los mexicanos, sintieron pánico ante la posibilidad de perderlo todo, cuando su obligación, en materia de información, es respaldar a la sociedad y a sus empleados.
En el cuarto de guerra, desde donde Felipe Calderón y sus asesores observan absolutamente todo lo que ocurre en materia informativa, debieron invitar al presidente de la República a la reflexión, porque al reaccionar como lo hizo, se colocó en una situación de perder-perder, y las facturas que no se cobran mientras esté protegido por la banda presidencial, pasarán a revisión en cuanto él la transfiera.
Alejandra Sota y sus asesores debieron acercarle textos que le permitieran comprender cómo funciona la calumnia, la difamación, si la hubo, porque como escribe E. M. Cioran: “El amor más apasionado no aproxima tanto a las personas como la calumnia; el calumniado y el calumniador son absolutamente inseparables, constituyen una unidad 'trascendente', están soldados para siempre uno al otro. Nada podrá desunirlos jamás. Uno hace daño, el otro lo sufre. Pero, si lo sufre, es que se ha habituado a él, que ya no puede prescindir de él, que lo reclama incluso. Sabe que se cumplirán sus deseos, que se verá ahíto, que no será olvidado, que está presente a perpetuidad en la mente del difamador.
“El calumniador es más que un enemigo, el enemigo se mantiene delante de nosotros: él, detrás, nos sigue, nos persigue, golpea en la sombra; el calumniador es horrible, actúa como el traidor, no se mide con nosotros como el enemigo, nos perjudica sin riesgo, nos mata sin tener la dignidad de un asesino. Es una clase de maldición baja, de asqueroso predestinado, de vampiro vil que se pega a nuestro nombre y a nuestra sangre y los devora a los dos”.
Carmen Aristegui se refirió a un vergonzoso suceso escenificado por diputados del PRD, y la puso para batear, para que desde la Presidencia de la República se estableciera un deslinde, para exhibir al calumniador, pero la respuesta fue muy otra, uno más de los avisos que anuncian el muy próximo retorno del autoritarismo.
El presidente Calderón -sin importar el rechazo a la difamación hecho por su secretario particular, por ser tardío, pues se inoculó ya el veneno- y los señores Vargas, como dice Cioran, quedaron ligados para la eternidad a la figura de Gerardo Fernández Noroña, que empaña su trayectoria profesional y los convierte en reos de su deseo de continuar exhibiéndolos, con calumnia o sin ella.
La conductora del noticiero estelar de MVS -carece de importancia si la reintegran al noticiero- procedió para defender el único patrimonio de un periodista: congruencia, honestidad y ética profesional. Despojarla de esas prendas equivale a dispararle con calibre .22 y esperar, con gozo, su desangramiento.
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