Marta Lamas
Asesinatos brutales ocurren cotidianamente a lo largo y ancho del país. Para poder frenarlos es necesario precisar qué los provoca. Se ha dicho que los feminicidios son una especie de cacería de mujeres, producto del odio misógino. Tal vez en muchos casos sí, pero una antropóloga, Rita Laura Segato, vuelve compleja esa hipótesis cuando propone dejar de pensar los feminicidios como crímenes en los que el odio hacia la víctima es lo predominante y, en lugar de eso, los plantea como una forma de interlocución entre miembros de una fratría. Sin negar la misoginia presente en el ambiente donde esos crímenes tienen lugar, Segato ve a la víctima como el desecho de un proceso donde esos asesinatos son las exigencias –el precio a pagar– para pertenecer a una siniestra hermandad. Ejecutar a una mujer sirve para sellar un pacto de silencio, capaz de garantizar la lealtad inviolable a una cofradía mafiosa. Por eso Segato llama a estos asesinatos “crímenes de corporación” o de “segundo Estado”, definiendo por corporación al grupo o red que administra los recursos, derechos y deberes propios de un Estado paralelo, establecido firmemente en la región. O sea, la mafia de los poderes fácticos, como los cárteles del narco.
Una lectura equivocada respecto a estos crímenes impide reflexionar sobre la problemática social en que se ubican, y el machismo sesga las interpretaciones. Cuando en Ciudad Juárez los asesinatos de mujeres empezaron a cobrar notoriedad, hubo autoridades que declararon que esas víctimas eran prostitutas o mujeres fáciles, que llevaban una vida desordenada, que bebían y provocaban con el vestido. Al parecer pensaban que el hecho de que no fueran “mujeres decentes” disminuía la responsabilidad gubernamental de investigar, resolver y frenar esos crímenes. Los asesinatos fueron aumentando de año en año, ante la indiferencia e incompetencia de las autoridades judiciales, policiacas y políticas. Sólo cuando el escándalo internacional fue imparable se empezaron a preocupar, más por su reputación y la de Ciudad Juárez que por las propias mujeres y futuras víctimas.
Desde hace tiempo se sabe que en otras entidades federativas crece la comisión de estos crímenes espantosos y, sin aprender del caso de Ciudad Juárez, las autoridades muestran un impresionante desinterés. El escándalo ahora es en el Edomex, donde supuestamente ya hay más mujeres asesinadas que en Ciudad Juárez. Más que preocuparse por esclarecer qué expresa esa siniestra carnicería, las autoridades locales consideran que la petición a la Segob y al Inmujeres por parte de 90 investigadoras y 43 ONG de 18 estados de la República de que se ponga la “alerta de género” en el Edomex tiene fines electorales, y se resisten a aceptar que se investiguen los hechos. Además, siguiendo el prejuicio machista, el procurador Alfredo Castillo ha dicho que las víctimas han sido asesinadas porque “consumen droga, alcohol o usan inhalantes”, además de que “trabajan en bares en los que alternan con los clientes”.
Hace años comparé la forma en que las autoridades inglesas manejaron el caso de cinco asesinatos de mujeres en Ipswich (Proceso 1573, del 24 de diciembre de 2006). Cinco trabajadoras sexuales aparecieron muertas, probablemente a manos de un asesino serial. El Reino Unido entero se conmocionó, pero lo que interesó públicamente fue si la policía sería suficientemente eficaz para encontrar al asesino antes de que matara a más mujeres. Nadie declaró que “ellas se lo buscaron” ni se moralizó sobre los riesgos del trabajo sexual; al contrario, algunos editorialistas criticaron el hecho de que se hubiera hablado de la muerte de “cinco prostitutas”, en vez de “cinco mujeres”. Y mientras se capturaba al asesino, las autoridades pidieron a las trabajadoras sexuales que no circularan de noche e inauguraron una inédita política pública: darles el dinero y la droga que conseguirían en la calle, para que no salieran de sus casas. El asesino fue detenido una semana después. ¡Qué manera de responsabilizarse de sus ciudadanas!
Lejos estamos en México de actitudes así de civilizadas. Pero es indispensable que las autoridades, todas, de todos los partidos, en todas las entidades federativas, tomen en serio el aterrador crecimiento del número de feminicidios. Para prevenir y perseguir más eficazmente estos asesinatos hay que cambiar el enfoque interpretativo y aceptar mecanismos preventivos como la “alerta de género”. En lugar de ofenderse o de sospechar oscuros motivos electorales, las autoridades del Edomex deberían no sólo aprovechar la “alerta de género”, sino también rectificar públicamente la interpretación machista que hizo su personal judicial.
La batalla por la seguridad de todos, no sólo de las mujeres, será larga y compleja. Pero frente a este tipo específico de asesinatos se requiere no sólo de una mejor investigación policial, sino también utilizar los instrumentos de intervención preventiva que darán resultados a mediano y largo plazo. En eso consiste la “alerta de género”. Se necesita verdadera voluntad política para resolver los crímenes y detener su repetición. La cerrazón arrogante y machista –esa sí definitivamente electorera– del gobierno de Peña Nieto sólo complica más las cosas. ¿A qué será que le teme?
Asesinatos brutales ocurren cotidianamente a lo largo y ancho del país. Para poder frenarlos es necesario precisar qué los provoca. Se ha dicho que los feminicidios son una especie de cacería de mujeres, producto del odio misógino. Tal vez en muchos casos sí, pero una antropóloga, Rita Laura Segato, vuelve compleja esa hipótesis cuando propone dejar de pensar los feminicidios como crímenes en los que el odio hacia la víctima es lo predominante y, en lugar de eso, los plantea como una forma de interlocución entre miembros de una fratría. Sin negar la misoginia presente en el ambiente donde esos crímenes tienen lugar, Segato ve a la víctima como el desecho de un proceso donde esos asesinatos son las exigencias –el precio a pagar– para pertenecer a una siniestra hermandad. Ejecutar a una mujer sirve para sellar un pacto de silencio, capaz de garantizar la lealtad inviolable a una cofradía mafiosa. Por eso Segato llama a estos asesinatos “crímenes de corporación” o de “segundo Estado”, definiendo por corporación al grupo o red que administra los recursos, derechos y deberes propios de un Estado paralelo, establecido firmemente en la región. O sea, la mafia de los poderes fácticos, como los cárteles del narco.
Una lectura equivocada respecto a estos crímenes impide reflexionar sobre la problemática social en que se ubican, y el machismo sesga las interpretaciones. Cuando en Ciudad Juárez los asesinatos de mujeres empezaron a cobrar notoriedad, hubo autoridades que declararon que esas víctimas eran prostitutas o mujeres fáciles, que llevaban una vida desordenada, que bebían y provocaban con el vestido. Al parecer pensaban que el hecho de que no fueran “mujeres decentes” disminuía la responsabilidad gubernamental de investigar, resolver y frenar esos crímenes. Los asesinatos fueron aumentando de año en año, ante la indiferencia e incompetencia de las autoridades judiciales, policiacas y políticas. Sólo cuando el escándalo internacional fue imparable se empezaron a preocupar, más por su reputación y la de Ciudad Juárez que por las propias mujeres y futuras víctimas.
Desde hace tiempo se sabe que en otras entidades federativas crece la comisión de estos crímenes espantosos y, sin aprender del caso de Ciudad Juárez, las autoridades muestran un impresionante desinterés. El escándalo ahora es en el Edomex, donde supuestamente ya hay más mujeres asesinadas que en Ciudad Juárez. Más que preocuparse por esclarecer qué expresa esa siniestra carnicería, las autoridades locales consideran que la petición a la Segob y al Inmujeres por parte de 90 investigadoras y 43 ONG de 18 estados de la República de que se ponga la “alerta de género” en el Edomex tiene fines electorales, y se resisten a aceptar que se investiguen los hechos. Además, siguiendo el prejuicio machista, el procurador Alfredo Castillo ha dicho que las víctimas han sido asesinadas porque “consumen droga, alcohol o usan inhalantes”, además de que “trabajan en bares en los que alternan con los clientes”.
Hace años comparé la forma en que las autoridades inglesas manejaron el caso de cinco asesinatos de mujeres en Ipswich (Proceso 1573, del 24 de diciembre de 2006). Cinco trabajadoras sexuales aparecieron muertas, probablemente a manos de un asesino serial. El Reino Unido entero se conmocionó, pero lo que interesó públicamente fue si la policía sería suficientemente eficaz para encontrar al asesino antes de que matara a más mujeres. Nadie declaró que “ellas se lo buscaron” ni se moralizó sobre los riesgos del trabajo sexual; al contrario, algunos editorialistas criticaron el hecho de que se hubiera hablado de la muerte de “cinco prostitutas”, en vez de “cinco mujeres”. Y mientras se capturaba al asesino, las autoridades pidieron a las trabajadoras sexuales que no circularan de noche e inauguraron una inédita política pública: darles el dinero y la droga que conseguirían en la calle, para que no salieran de sus casas. El asesino fue detenido una semana después. ¡Qué manera de responsabilizarse de sus ciudadanas!
Lejos estamos en México de actitudes así de civilizadas. Pero es indispensable que las autoridades, todas, de todos los partidos, en todas las entidades federativas, tomen en serio el aterrador crecimiento del número de feminicidios. Para prevenir y perseguir más eficazmente estos asesinatos hay que cambiar el enfoque interpretativo y aceptar mecanismos preventivos como la “alerta de género”. En lugar de ofenderse o de sospechar oscuros motivos electorales, las autoridades del Edomex deberían no sólo aprovechar la “alerta de género”, sino también rectificar públicamente la interpretación machista que hizo su personal judicial.
La batalla por la seguridad de todos, no sólo de las mujeres, será larga y compleja. Pero frente a este tipo específico de asesinatos se requiere no sólo de una mejor investigación policial, sino también utilizar los instrumentos de intervención preventiva que darán resultados a mediano y largo plazo. En eso consiste la “alerta de género”. Se necesita verdadera voluntad política para resolver los crímenes y detener su repetición. La cerrazón arrogante y machista –esa sí definitivamente electorera– del gobierno de Peña Nieto sólo complica más las cosas. ¿A qué será que le teme?
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