Política para la paz


Ricardo Raphael

Nombre: Susana Chávez. Residencia: Ciudad Juárez. Edad: 36 años. Oficio: poeta y activista de derechos humanos. Se le conoce como la autora de la frase: ¡Ni una muerta más!

Murió asfixiada. Antes fue violada por sus captores, quienes también cercenaron su mano izquierda. Susana es una de las más de 500 víctimas de la violencia que, sin vida, inauguraron nuestra entrada al año 2011.

Muchos mexicanos queremos que esta locura se detenga y, sin embargo, los meses por venir no se miran menos dramáticos. Todo indica que nuestra sociedad no ha enfrentado aún su momento más violento. La cifra del homicidio en México sigue creciendo.

Cuando esta siniestra circunstancia dio inicio, la autoridad ofreció dos explicaciones para que fuésemos comprensivos (¿tolerantes?) con lo que estaba por ocurrir.

El primer argumento —repetido hasta la náusea por la pauta gubernamental en los medios de comunicación— aseguraba que detener a los grandes capos del narcotráfico era la única manera de lograr que la droga no llegara a “nuestros hijos”.

Una segunda razón, también puesta en el debate público, fue que —en la administración de Vicente Fox Quesada— las organizaciones criminales habían tomado control de regiones precisas del país (las costas de Michoacán y Guerrero, los valles de Culiacán y Juárez, las ciudades de Tijuana, Reynosa, Matamoros), y que por tanto se había hecho urgente asegurar la recuperación, para el estado de derecho, de tales territorios extraviados.

Sobre todo por esta razón —se dijo—, el Ejército debía desplegarse teatralmente bajo el reflector de las cámaras, mientras el jefe del Ejecutivo volvió a portar el uniforme militar, como no lo hubiera hecho desde 1946.

Transcurridos cuatro años y más de 34 mil muertes, tales explicaciones han comenzado a desgastarse.

En lo que va de la actual administración, han sido consignados alrededor de 120 mil sujetos por haber estado supuestamente vinculados al narcotráfico, y no obstante, las drogas que se venden en las calles mexicanas no han disminuido en precio ni en cantidad. Tampoco parece ser que las plazas y regiones en disputa hayan sido liberadas del yugo arbitrario e inmisericorde de los criminales.

Al revés, hoy se potencia y multiplica la violencia en el país, en dimensión parecida a como se esparce la epidemia del escepticismo hacia la política gubernamental.

Acaso sucede así porque las variables que hoy provocan la violencia en el país también se han diversificado. Ya no es únicamente la batalla entre el Estado y las mafias lo que está provocando tanta mortandad.

A este detonador inicial se le han sumado varios otros que, vinculados entre sí, han provocado una impresionante reacción en cadena: el enfrentamiento entre bandas criminales, la cooptación de cuerpos enteros del Estado (policía, ministerio público, jueces, funcionarios de los tres ámbitos de gobierno), la impunidad en las cárceles, el abuso de poder, la debilidad de las autoridades locales, el tráfico de personas y de armas, la narcocultura, la desigualdad social, la falta de oportunidades, la fractura de la clase política, el dinero sucio en el sistema bancario, el dinero ilegal en las campañas políticas, el asesinato de defensores de derechos humanos y periodistas, la apología del crimen que hacen los medios de comunicación, el silencio de los medios de comunicación, la indolencia de algunos, el cinismo de otros, la complicidad, el enojo de una mayoría creciente.

En efecto, la droga y los cárteles que la comercian —colocados como causa inicial de la violencia— son hoy razones irresolutas y, al mismo tiempo, rebasadas.

Cada día se oye más fuerte la voz que exige revisar la estrategia seguida por el presidente Felipe Calderón Hinojosa. En este hilo de reflexión cabe preguntarse: ¿y si el problema no fuera de estrategia, sino de los objetivos actuales de tal estrategia?

¿No habrá llegado el momento de sustituir la premisa original y proponer en su lugar una política explícita, inteligente, compleja y multidimensional para devolverle la paz a este país?

Tal cosa no significaría renunciar a los argumentos primeramente expuestos por el jefe del Estado mexicano, pero sí implicaría supeditarlos ordenadamente a otro gran objetivo de mayor ambición y amplitud: asegurar un periodo estable, digno y durable de paz social para todos los mexicanos.

No se trata sólo de detener la sangre que se está derramando en estos días —como algún movimiento virtual propusiera en las redes sociales— sino de ponernos de acuerdo, todos los mexicanos, alrededor de una propuesta de reconstrucción institucional que pueda ir más allá del exterminio de los enemigos de nuestra sociedad.

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