Miguel Ángel Granados Chapa
Faltan casi dos meses para que la reemplace formalmente pero ya Humberto Moreira ha eclipsado a Beatriz Paredes. A diferencia de la tenacidad de la exgobernadora tlaxcalteca, que se afanó en dos ocasiones por llegar a la presidencia del PRI, Moreira recorrió un camino tan allanado que se le hace tarde para figurar a la cabeza de su partido, y por lo menos para fines escenográficos es ya el líder priista, mientras que la titular del cargo ha tenido que hacer mutis.
Se percibe ya, por esa anticipación, una mudanza en el estilo de dirección del partido. Beatriz Paredes no era precisamente silenciosa y cuando había que expresarse con rotundidad y aun dureza sobre el gobierno o el propio presidente Calderón, no vacilaba en hacerlo. Pero educada en la vieja política sabía contenerse, moderarse, quizá más de la cuenta en algunos momentos. En contraste, Moreira está imponiendo una locuacidad impregnada de bravuconería, ese estilo de habla populachera que confunde la sencillez y el lenguaje claro con la chabacanería y la insolencia. Se parece tanto en eso a Vicente Fox, que ha reproducido su anuncio sobre el exterminio de las tepocatas y las víboras prietas: filosofía política del más alambicado estilo, la más elevada alcurnia, la más profunda raíz.
Cada quien su habla, y cada partido su dirigente. Pero es de preguntarse si el estilo provocador de Moreira, al que los secretarios de estado carentes de obra que realizar contestan como si entablaran un debate y no protagonizaran simplemente una reyerta tabernaria, es el que conviene al partido que gobernó a México desde la Presidencia de la República durante siete décadas cuando está en aparente posibilidad de retornar a Los Pinos. Los ciudadanos que ven ese regreso como algo inexorable esperan, supongo, que vuelva al Poder Ejecutivo federal no el PRI de antaño, sino un nuevo partido, capaz de organizar el esfuerzo colectivo en un ambiente de competitividad electoral y legislativa, al que no estuvo acostumbrado durante esos setenta años.
Me inclino a pensar que no. Moreira representa el PRI autoritario del pasado, el habituado a imponer decisiones, el que no rendía cuentas porque no era permitido que nadie las demandara. No ha hecho más que política de campanario y ahora estará situado en un mirador más alto, desde el que contemplará horizontes más dilatados y en cuyo entorno deberá sostener diálogo con dirigentes de partidos no tan poderosos como el PRI de antaño o el de hoy (20 gubernaturas y la mayoría en la Cámara de Diputados, así como miles de ayuntamientos) pero no tan débiles como ayer.
El PRI requería un dirigente capaz de ejercer la fuerza que ha mantenido o recobrado pero con apego a reglas democráticas modernas. Un político que combinara capacidades para el pensamiento y para la acción. De lo contrario, se convertirá en un lastre de los empeños necesarios para el cambio o en un aval del conservadurismo partidario que niega la necesidad del cambio porque así como está el partido le va muy bien.
Pero quizá Moreira es ya el presidente del PRI, con sus bártulos localistas precisamente porque el grupo de poder que notoriamente maneja al partido lo necesita así, en apariencia autónomo pero en el fondo manejable, susceptible de ir de un lado a otro según convenga a los poderosos que, a falta de un presidente priista (por lo menos de aquí a diciembre de 2012), está tomando las decisiones en ese partido.
Según las apariencias, un día Moreira amaneció con la idea de ser presidente del PRI. Era un objetivo peregrino tomando en cuenta que la designación de la dirección nacional estaba ya resuelta, y que correspondería a Emilio Gamboa suceder a Paredes. Para ello se le había hecho volver de su breve ausencia, que no exilio, y detenerse en una estación de paso, la Confederación Nacional de Organizaciones Populares, esa CNOP que fue pilar del PRI junto con los sectores campesino y obrero. Como si ignorara ese designio, o le hubieran brotado aptitudes para desafiarlo, Moreira se presentó en el centro del escenario y se proclamó precandidato a la presidencia priista. Como por ensalmo, como antaño, cuando existía un poder que imponía la disciplina sin resquicios, todo el mundo se inclinó ante el propósito de Moreira. Nadie tomó a chunga su ocurrencia, nadie osó compararlo con Everardo Moreno, que pretendió contender con Roberto Madrazo por la candidatura presidencial una vez que el tabasqueño destrozó las aspiraciones de Arturo Montiel.
Sin oposición, sin siquiera extrañeza o curiosidad por la fuente de sus pretensiones, Moreira cubrió los trámites legales. Se inscribió junto con Cristina Díaz, diputada de Nuevo León; recibieron ambos su constancia de candidatos únicos y en unas horas se convirtieron en presidente y secretaria general electos. Él no ha esperado a quitarse el adjetivo y ejerce ya funciones, y está arreglando su entorno personal conforme a sus propósitos.
Tras pedir licencia para separarse del gobierno de Coahuila, hizo que la dócil legislatura que lo obedece sin chistar nombrara al valido que él designó como gobernador sustituto. Jorge Torres ocupa ese lugar, después de haber sido secretario de Finanzas y de Desarrollo Social del ahora líder nacional del PRI. No sólo cubrirá las espaldas de su antecesor, sino que contribuirá a que otro designio de Moreira se convierta en realidad como por arte de magia: que su hermano Rubén sea elegido en julio próximo gobernador constitucional. En una suerte de reelección, la historia coahuilense registrará 12 años de gobernantes del mismo apellido, de la misma índole, de la misma familia.
¿Cómo explicar esta facilidad de Moreira para sacar avante proyectos en apariencia extravagantes, por lo menos insólitos? Quizá la clave está en su amistad, o sometimiento, a dos personajes clave en la política priista de este momento. Una es Elba Esther Gordillo. No me equivoco al situarla dentro de la política priista. A pesar de su expulsión de ese partido, la lideresa magisterial es pieza infaltable en multitud de combinaciones del tricolor, a pesar de que con su partido, el Panal, juega a veces en contra de algunos intereses particulares priístas. Moreira es un delegado predilecto de la maestra, que le ha permitido ejercer otro rasgo de favoritismo apto para la construcción de un clan familiar dominante: Carlos Moreira, hermano menor de los gobernadores pretérito y futuro, ha sido, insólita y sucesivamente, líder de las dos secciones del sindicato magisterial en Coahuila.
La otra piedra miliar sobre la que descansa la súbita proyección nacional de Moreira es el grupo que ha elegido a Peña Nieto como próximo presidente de la República. Un vigoroso núcleo de poder que busca combinar las atildadas formas de su candidato presidencial con la bravuconería rústica del líder partidario. A éste habría que llamarlo Beto el regañón, en recuerdo de otro norteño, ese presente en la radio de los años cincuenta. El actor Vidal Alcocer, en su papel de Pepe el regañón, empleaba como rúbrica de su programa de consejos, precursor de las fórmulas de autoayuda, una excusa falsa: Yo no critico, yo digo y nada más.
Faltan casi dos meses para que la reemplace formalmente pero ya Humberto Moreira ha eclipsado a Beatriz Paredes. A diferencia de la tenacidad de la exgobernadora tlaxcalteca, que se afanó en dos ocasiones por llegar a la presidencia del PRI, Moreira recorrió un camino tan allanado que se le hace tarde para figurar a la cabeza de su partido, y por lo menos para fines escenográficos es ya el líder priista, mientras que la titular del cargo ha tenido que hacer mutis.
Se percibe ya, por esa anticipación, una mudanza en el estilo de dirección del partido. Beatriz Paredes no era precisamente silenciosa y cuando había que expresarse con rotundidad y aun dureza sobre el gobierno o el propio presidente Calderón, no vacilaba en hacerlo. Pero educada en la vieja política sabía contenerse, moderarse, quizá más de la cuenta en algunos momentos. En contraste, Moreira está imponiendo una locuacidad impregnada de bravuconería, ese estilo de habla populachera que confunde la sencillez y el lenguaje claro con la chabacanería y la insolencia. Se parece tanto en eso a Vicente Fox, que ha reproducido su anuncio sobre el exterminio de las tepocatas y las víboras prietas: filosofía política del más alambicado estilo, la más elevada alcurnia, la más profunda raíz.
Cada quien su habla, y cada partido su dirigente. Pero es de preguntarse si el estilo provocador de Moreira, al que los secretarios de estado carentes de obra que realizar contestan como si entablaran un debate y no protagonizaran simplemente una reyerta tabernaria, es el que conviene al partido que gobernó a México desde la Presidencia de la República durante siete décadas cuando está en aparente posibilidad de retornar a Los Pinos. Los ciudadanos que ven ese regreso como algo inexorable esperan, supongo, que vuelva al Poder Ejecutivo federal no el PRI de antaño, sino un nuevo partido, capaz de organizar el esfuerzo colectivo en un ambiente de competitividad electoral y legislativa, al que no estuvo acostumbrado durante esos setenta años.
Me inclino a pensar que no. Moreira representa el PRI autoritario del pasado, el habituado a imponer decisiones, el que no rendía cuentas porque no era permitido que nadie las demandara. No ha hecho más que política de campanario y ahora estará situado en un mirador más alto, desde el que contemplará horizontes más dilatados y en cuyo entorno deberá sostener diálogo con dirigentes de partidos no tan poderosos como el PRI de antaño o el de hoy (20 gubernaturas y la mayoría en la Cámara de Diputados, así como miles de ayuntamientos) pero no tan débiles como ayer.
El PRI requería un dirigente capaz de ejercer la fuerza que ha mantenido o recobrado pero con apego a reglas democráticas modernas. Un político que combinara capacidades para el pensamiento y para la acción. De lo contrario, se convertirá en un lastre de los empeños necesarios para el cambio o en un aval del conservadurismo partidario que niega la necesidad del cambio porque así como está el partido le va muy bien.
Pero quizá Moreira es ya el presidente del PRI, con sus bártulos localistas precisamente porque el grupo de poder que notoriamente maneja al partido lo necesita así, en apariencia autónomo pero en el fondo manejable, susceptible de ir de un lado a otro según convenga a los poderosos que, a falta de un presidente priista (por lo menos de aquí a diciembre de 2012), está tomando las decisiones en ese partido.
Según las apariencias, un día Moreira amaneció con la idea de ser presidente del PRI. Era un objetivo peregrino tomando en cuenta que la designación de la dirección nacional estaba ya resuelta, y que correspondería a Emilio Gamboa suceder a Paredes. Para ello se le había hecho volver de su breve ausencia, que no exilio, y detenerse en una estación de paso, la Confederación Nacional de Organizaciones Populares, esa CNOP que fue pilar del PRI junto con los sectores campesino y obrero. Como si ignorara ese designio, o le hubieran brotado aptitudes para desafiarlo, Moreira se presentó en el centro del escenario y se proclamó precandidato a la presidencia priista. Como por ensalmo, como antaño, cuando existía un poder que imponía la disciplina sin resquicios, todo el mundo se inclinó ante el propósito de Moreira. Nadie tomó a chunga su ocurrencia, nadie osó compararlo con Everardo Moreno, que pretendió contender con Roberto Madrazo por la candidatura presidencial una vez que el tabasqueño destrozó las aspiraciones de Arturo Montiel.
Sin oposición, sin siquiera extrañeza o curiosidad por la fuente de sus pretensiones, Moreira cubrió los trámites legales. Se inscribió junto con Cristina Díaz, diputada de Nuevo León; recibieron ambos su constancia de candidatos únicos y en unas horas se convirtieron en presidente y secretaria general electos. Él no ha esperado a quitarse el adjetivo y ejerce ya funciones, y está arreglando su entorno personal conforme a sus propósitos.
Tras pedir licencia para separarse del gobierno de Coahuila, hizo que la dócil legislatura que lo obedece sin chistar nombrara al valido que él designó como gobernador sustituto. Jorge Torres ocupa ese lugar, después de haber sido secretario de Finanzas y de Desarrollo Social del ahora líder nacional del PRI. No sólo cubrirá las espaldas de su antecesor, sino que contribuirá a que otro designio de Moreira se convierta en realidad como por arte de magia: que su hermano Rubén sea elegido en julio próximo gobernador constitucional. En una suerte de reelección, la historia coahuilense registrará 12 años de gobernantes del mismo apellido, de la misma índole, de la misma familia.
¿Cómo explicar esta facilidad de Moreira para sacar avante proyectos en apariencia extravagantes, por lo menos insólitos? Quizá la clave está en su amistad, o sometimiento, a dos personajes clave en la política priista de este momento. Una es Elba Esther Gordillo. No me equivoco al situarla dentro de la política priista. A pesar de su expulsión de ese partido, la lideresa magisterial es pieza infaltable en multitud de combinaciones del tricolor, a pesar de que con su partido, el Panal, juega a veces en contra de algunos intereses particulares priístas. Moreira es un delegado predilecto de la maestra, que le ha permitido ejercer otro rasgo de favoritismo apto para la construcción de un clan familiar dominante: Carlos Moreira, hermano menor de los gobernadores pretérito y futuro, ha sido, insólita y sucesivamente, líder de las dos secciones del sindicato magisterial en Coahuila.
La otra piedra miliar sobre la que descansa la súbita proyección nacional de Moreira es el grupo que ha elegido a Peña Nieto como próximo presidente de la República. Un vigoroso núcleo de poder que busca combinar las atildadas formas de su candidato presidencial con la bravuconería rústica del líder partidario. A éste habría que llamarlo Beto el regañón, en recuerdo de otro norteño, ese presente en la radio de los años cincuenta. El actor Vidal Alcocer, en su papel de Pepe el regañón, empleaba como rúbrica de su programa de consejos, precursor de las fórmulas de autoayuda, una excusa falsa: Yo no critico, yo digo y nada más.
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