Victoriano Huerta, el traidor sobreviviente

Miguel Ángel Granados Chapa

Si Victoriano Huerta y su red de secuaces pensaron que la historia los absolvería, se equivocaron. Sus nombres han sido y seguirán ligados a la más baja actitud en el espectro cristiano de la existencia: la traición.”

Tal dijo Enrique Krauze –Premio Nacional de Ciencias y Artes 2010 en el campo de la historia– hace 17 años, con motivo del octogésimo aniversario del asesinato de Madero, a manos de los esbirros de la fiera de Colotlán. Asombrado, he visto cómo el equivocado fue Krauze. Huerta es admirado, “mucho” o “algo”, por 41% de los entrevistados en una encuesta levantada en vísperas de celebrar el centenario del comienzo de la Revolución.

El Grupo Reforma –que publica el diario de ese nombre en la Ciudad de México, así como El Norte, en Monterrey, y Mural en Guadalajara– realizó ese sondeo por el 5 y 6 de noviembre. “Los resultados son representativos de los adultos que tienen una línea telefónica en su domicilio”, se explica en la nota metodológica. No sorprende que los protagonistas de la Revolución más admirados sean Zapata y Villa, por encima de Madero. Me dejó estupefacto, en cambio, que un porcentaje tan alto –cuatro de cada 10– admiren al traidor de febrero de 1913, si bien esa cifra es menor que la de los encuestados que lo execran, que llega al 46%.

Quizá aferrado en exceso a mi subjetividad, me parece que es necesario explicarnos lo que juzgo una anomalía, que lo es no condenar de modo unánime a ese chacal. Ese error moral puede deberse a ignorancia, es decir, a no saber quién fue Huerta, qué hizo y a quién. También podría ocurrir que ese resultado sea producto de la confusión, y que la gente que dijo admirar a Victoriano Huerta haya creído opinar en favor de Adolfo de la Huerta, el sonorense que rompió con Obregón, su amigo y jefe, 10 años después de la felonía del jalisciense.

Sería más sorprendente, sin embargo, que la admiración por Huerta proviniera de la información de que dispone el grueso de la sociedad, una información que trate con lenidad al asesino de Madero. En refuerzo de esa hipótesis recuerdo la normalidad con que el secretario de Gobernación Carlos Abascal ordenó incluir al traidor en la galería de sus antecesores, como si hubiera ocupado ese cargo en circunstancias normales, que no fueran producto de un forzamiento militar. En esa misma línea de la interpretación panista de la historia, encuentro natural el modo benevolente en que la página oficial del centenario de la Revolución, el sitio del gobierno de la República presenta la ficha biográfica de Huerta.

Afirma que participó “en la pacificación de Yucatán en 1901”. Ese es el modo porfirista de referirse a la gran matanza de indios mayas ordenada desde el centro y ejecutada con gran brutalidad por Huerta, que con la experiencia de ese lance también incurrió en genocidio contra el pueblo yaqui. Es peor, sin embargo, el perdón que la historia oficial del presente extiende a Huerta. Lo llama “presidente interino”, en vez de llamarlo sencillamente “espurio”, pues si bien el Congreso le extendió el nombramiento, lo hizo forzado por el peso del Ejército al que Huerta había vuelto contra su jefe legítimo.

Taimado, Huerta había transitado de su condición de alto comandante del Ejército federal a ganar la confianza de Madero. Cuando el 9 de febrero de 1913 se inició lo que pretendía ser la contrarrevolución, la restauración del antiguo régimen con Bernardo Reyes a la cabeza, en el ataque de un batallón de la escuela de aspirantes al Palacio Nacional el defensor del baluarte, el fiel general Lauro Villar, fue herido, por lo que se hizo necesario reemplazarlo. Para ello, según refiere Vasconcelos en su Ulises criollo, Madero aprovechó “el ofrecimiento que en ese instante hizo de su espada el general Victoriano Huerta. De momento se había convertido así en el jefe militar del país”.

Impedidos de tomar la sede del gobierno, a la que llegó Madero para simbolizar que estaba en pleno ejercicio del poder, los rebeldes encabezados por el sobrino de su tío, Félix Díaz, y por el también traidor general Manuel Mondragón, se hicieron fuertes en la Ciudadela. Desde allí atacaron el Palacio Nacional. Huerta no combatió con toda su fuerza a los alzados: “Aun para los que no estaban acostumbrados a observar el desarrollo de una acción militar –reflexionó el después general Francisco L. Urquizo–, la batalla por la recuperación de la Ciudadela ya estaba resultando un tanto rara, extraña, fuera de lo que era natural que de ella se esperara, sobre todo si se tomaban en cuenta las declaraciones que reiteradamente había hecho el comandante militar de la plaza y jefe de las operaciones en la ciudad, general Victoriano Huerta, quien había asegurado una y otra vez, ante quien quiso oírlo, que tomar posesión de la Ciudadela y acabar con sus defensores era una operación sumamente sencilla y que no entrañaba ningún peligro de fracaso”.

Semejante extrañeza manifestó Vasconcelos mientras los sucesos ocurrían: “¿Por qué, pregunté dirigiéndome al ministro de Guerra tras uno de esos disparos, por qué los sublevados tienen tan buena puntería y en cambio los nuestros nunca le pegan a la Ciudadela? ¿Por qué no asaltan y acaban en dos horas con ese manojo de ratas?, insistí. Es una vergüenza que 400 hombres tengan en jaque a toda la nación que está en paz y apoya al gobierno”.

Era que la traición estaba en curso. El historiador Stanley R. Ross fija su consumación a pocas horas después de iniciada la Decena Trágica, como se llamó al tenso e intenso periodo del 9 al 22 de febrero: “El martes 11, a las 10.30 de la mañana, escasamente 15 minutos después de que empezó la ofensiva federal, el general Huerta y Félix Díaz conferenciaban (…) El primer fruto del pacto se produjo en las horas avanzadas de la tarde, cuando a un destacamento de las fuerzas rurales se le ordenó avanzar al descubierto sobre la calle de Balderas. Las ametralladoras de los rebeldes de la Ciudadela (…) hicieron pedazos la cerrada formación de los rurales”.

Alfonso Taracena retrata, como si hubiera estado presente, la dimensión del fingimiento del traidor ya en obra: “Un armisticio concertado al amanecer es roto a las 2.00 de la tarde, debido a que no se llega a un acuerdo para la introducción de víveres en la Ciudadela, si bien Huerta dice a Madero que debían enviar a los sublevados hasta mujeres y licores para que cuando la fortaleza caiga no quede uno de ellos en toda la ciudad. Y levanta al presidente diciéndole: ‘Está usted en brazos del general Victoriano Huerta’”.

El 18 de febrero se precipitan los acontecimientos. Huerta se descara y arresta personalmente a Gustavo A. Madero, hermano del presidente, conocido por su influencia sobre don Francisco, y a éste mismo, en el Palacio Nacional. Para garantizar la paz según su modo de entenderla, el embajador estadunidense Henry Lane Wilson reúne en su oficina al rebelde Díaz y al infidente Huerta. El acuerdo entre ambos estaba siendo puntualmente cumplido, pero el diplomático metiche quiso ser parte y beneficiario del convenio. Allí se firmó el Pacto de la Embajada, según el cual Huerta asumiría la Presidencia y convocaría a elecciones que ganaría el sobrino del dictador huido a Francia; los intereses estadunidenses quedarían bien preservados en uno y otro caso.

El 19 de febrero Madero y el vicepresidente Pino Suárez, prisioneros en Palacio, son obligados a renunciar. Una Cámara entre timorata y temerosa acepta las dimisiones. El secretario de Gobernación, Pedro Lascuráin, suple a los renunciantes durante 45 minutos, suficientes para nombrar secretario de Gobernación a Huerta, que ha urdido toda la trama. Lascuráin se retira y Huerta es presidente. Que los reaccionarios en 1913 y en 2010 lo llamen “interino” no lo libra de su verdadero carácter de espurio.

Su felonía irá aún más lejos. Huerta mismo y el embajador de Washington engañan al cuerpo diplomático y a la familia de Madero, a quienes aseguran que el expresidente podrá salir al exilio. En vez de eso, Huerta ordena el traslado de sus eminentes prisioneros a Lecumberri. Y en el camino, los matones Cárdenas y Pimienta, a las órdenes de Aureliano Blanquet, un feroz traidor casi a la altura de Huerta y acatando instrucciones del espurio, asesinan al presidente y al vicepresidente. Como ocurre en 2010, se simula un tiroteo, y se informa que Madero y Pino Suárez fueron víctimas del fuego cruzado entre sus custodios y una banda que pretendió rescatarlos. Un daño lateral, pues.

Huerta se rodea de gente “decente” que no vacila en servir a un asesino, a quien en vez de vituperar se ensalza por haber salvado a México del peligro que era Madero para el país. En los siguientes meses, el espurio se portó como quien era: “En la persecución a los opositores a su gobierno destacó el asesinato del senador Belisario Domínguez y de los diputados Serapio Rendón y Adolfo Gorrión, así como el encarcelamiento de los integrantes de la legislatura, con el fin de elegir otra que aprobara todas sus medidas”, escribe el doctor Álvaro Matute en la muy sintética visión de esta época aparecida en la Historia de México, un volumen coordinado por la doctora Gisela von Wobeser, directora de la Academia Mexicana de la Historia con que el gobierno de Calderón festejó los centenarios.

“Huerta –continúa– se enfrentó al problema de que a pocos días de tomar el poder hubo cambio en el gobierno de Estados Unidos. El nuevo presidente Wodrow Wilson no aprobó la manera mediante la cual Huerta había llegado al poder y no le otorgó reconocimiento diplomático. Más adelante, ya en 1914, un incidente naval en Tampico, donde fue atacado un barco de Estados Unidos, propició el desembarco de tropas de ese país en Veracruz. Así, el gobierno de Huerta tenía que atacar varios frentes: la intervención, el Ejército Constitucionalista que avanzaba del norte al centro del país, y los zapatistas en el sur.”

Tras sucesivas derrotas militares, Huerta tuvo que renunciar el 15 de julio de 1914 y huyó del país. Pretendió volver año y medio después, y se radicó en El Paso, en una finca de su propiedad. Pero por burlar la ley migratoria (y hacer un guiño de buena voluntad al triunfante carrancismo) fue llevado preso a Fort Bliss. Allí murió víctima de cirrosis hepática. El salvaje bebedor que fue sucumbió al alcohol el 13 de enero de 1916.

En noviembre de 2010, vísperas del centenario de la Revolución que combatió, su recuerdo sobrevive, no sólo para su mal, pues sorprendentemente hay mexicanos que lo admiran.

Qué le vamos a hacer.

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