Un débil compromiso democrático

Arnaldo Córdova

Escribía Kelsen que para que la democracia adquiera carta de naturaleza en un país se requiere ante todo que la mayoría la quiera y, en primer término, los partidos políticos, que son los verdaderos actores del entramado democrático. Basta un solo partido que en realidad no quiera la democracia y prefiera otras vías para que la democracia esté en riesgo y se diluya en la politiquería y naufrague en el más abyecto fracaso. La democracia es un conjunto de relaciones sumamente frágil y en continuo peligro. Depende de todos los actores políticos, de todos los ciudadanos, que la democracia se asiente y perdure. La democracia implica el compromiso de todos con sus reglas y sus objetivos.

Muy raramente se da el acuerdo democrático de una sola vez, como ocurrió en España en 1978, con el acuerdo de la Moncloa. Ese acuerdo, por lo general, se va fraguando poco a poco y, en ocasiones, como entre nosotros, con larguísimos plazos que, desde luego, hacen perder la paciencia a muchos. El compromiso democrático entraña el querer algo que beneficia a todos y no a intereses parciales, lograr, por ejemplo, un acuerdo que va a favor de todos y no sólo de algunos. Lo contrario del compromiso democrático es lo que llamamos aquí la politiquería, que consiste en hacer política logrera, buscando sólo el propio beneficio a costa de todo lo demás, incluso de un acuerdo democrático.

Hemos tenido ejemplos de compromiso democrático. Lo fue, pese a la abusiva actitud de los gobernantes priístas que querían ceder algo, pero no todo, en 1977, cuando se concertó la reforma política. Lo fue, igualmente, cuando se acordó entre todos la reforma constitucional de 1996 y pudo elegirse un consejo del Instituto Federal Electoral que comprendía capacidad, neutralidad y voluntad de arbitraje. Pero, casi en todo lo demás, somos víctimas de la politiquería. Primero, los partidos buscan ubicarse en posiciones de fuerza que les permitan hacer su agosto e imponer sus intereses parciales; luego, según su fuerza, precisamente, tratan de imponer sus intereses a todos los demás, haciendo cisco el compromiso democrático al cual se supone que se deben.

Por desgracia, el que de vez en cuando se adquiera conciencia del compromiso democrático no asegura nada si eso no se convierte en un estado permanente. Para que la democracia triunfe definitivamente y acabe por asentarse entre nosotros se requiere que, por sobre los intereses facciosos, se imponga, justo, esa conciencia de que buscando el interés de todos, el interés general, todos salen beneficiados y, a corto o a largo plazo, incluso los que dominan hoy. Parece una utopía o, peor aún, una idiotez; pero no es así. Basta ser un poco más pragmáticos de lo que se suele ser. Basta con saber que promover una buena medida política de interés general redunda, necesariamente, en un propio prestigio mucho más amplio y reconocido por todos.

Durante mucho tiempo los priístas la dragonearon diciendo que ellos eran los verdaderos autores de la reforma política y los que habían decidido la democratización del régimen. Los demás habían obtenido lo que ellos habían concedido. Fue una buena carta que, sin duda alguna, les benefició. Pero hoy los priístas no son capaces, ni siquiera un poco, de tal hazaña. El típico agandalle de los tiempos pasados es y seguirá siendo su signo. Si son minoría, como tal son capaces de las más sucias maniobras para revertir una situación que no les favorece, en lugar de buscar acuerdos generales que hagan avanzar de verdad la democracia. Si son mayoría, son igualmente capaces de los peores excesos demandando posiciones que sólo a ellos les favorecen. No saben ser leales en la lucha política y carecen de toda seriedad para alcanzar acuerdos con los demás.

Sus éxitos siempre se han fincado en su clientelismo barato y desvergonzado, que consiste en comprar votos o apoyos a cambio de dádivas materiales o de posiciones políticas. Han tenido suceso en un pueblo jodido y deprimido que se la pasa esperando que alguien le dé algo. En eso, los priístas le llevan la mano a todos los demás, aunque éstos bien que han aprendido el oficio. Los priístas nunca han tenido ideas ni han sabido nunca luchar con las ideas, mucho menos por ellas. Los que les han dado las ideas, incluidas las que se resumían en la ideología del viejo nacionalismo revolucionario, son los intelectuales que les han servido o que han logrado sumarse a su poder. Con los priístas nunca se sabe a qué jugarle, porque nunca se sabe lo que buscan (ni ellos mismos lo saben) y les encantan los juegos sucios.

Con los panistas hubo alguna vez en que se podía tratar con ellos, porque creían en lo que pensaban y en lo que proponían. Pero su asociación al poder, obra de Salinas de Gortari en 1989, los corrompió rápidamente y se volvieron como los priístas, si bien y muy de lejos, mucho menos hábiles que éstos para jugar sucio. Lo que ellos hacen en su trato con los demás o desde que tienen el poder, es siempre extremadamente grosero y elemental y carente de todo sentido de la dignidad. Eso se nota, sobre todo, cuando gobiernan. Son unas bestias robando desde el erario público o enriqueciéndose a manos llenas. Y eso sucede también con sus nuevos socios, los dirigentes del PRD. Los panistas perdieron desde hace mucho tiempo el respeto y el sentido de sus viejos principios. Ahora hasta son capaces de asociarse con sedicentes izquierdistas, cosa que en el pasado jamás habría podido verse.

El sainete que los partidos han escenificado en torno a la elección de los nuevos tres consejeros del IFE los desnuda de cuerpo entero. Su actuación, sobresaliendo la del PRI, es de verdad vergonzosa y miserable. Y no es nueva, ya lo demostraron en 2003, cuando eligieron a los integrantes del anterior consejo del instituto, destacando la designación de Ugalde como consejero presidente. No tiene nombre, sencillamente, el que los priístas, como si fuera sólo un interés de ellos, hayan estado diciendo que, por ser mayoría, tenían el derecho a elegir a dos de los tres futuros consejeros. Pedirles que pensaran en quiénes podrían ser una garantía para un desempeño neutral en el consejo era una quimera. Era como pedirle a un ladrón que devolviera lo robado.

Como en 2003, ahora la mira era agandallarse de nuevo y dejar fuera de la jugada a la diputación del PRD. Nunca se pusieron a pensar en que elegir a consejeros neutrales o de consenso pudiera beneficiarles a ellos mismos, ahora que andan tan envalentonados y nos dicen que son los seguros triunfadores en las elecciones del 2012. No puede acusárseles de tener miedo. Lo que sucede es que son unos gandallas y no les interesa asegurarse el futuro, que para ellos es un destino (dicen que van a ganar, de todas, todas), sino dejar en claro que pueden hacer lo que quieran. ¿Cómo pedirles a esos especímenes de mala nota que sean fieles al compromiso democrático que demandaba Kelsen? Ellos no saben de lealtades democráticas y ni siquiera saben de sus verdaderos intereses en el futuro. Todo lo que ven hasta donde les alcanzan las narices es su juego sucio en el presente.

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