Martha Anaya / Crónica de Política
Escucho la misma frase por aquí por allá con distintas entonaciones y agregados: ¡Que ya se vaya! ¡Por favor, que se vaya! ¡Que se vaya al diablo y nos deje en paz!
Todas se refieren al Presidente Felipe Calderón. Unas surgen a manera de plegaria cuando escuchan otra noticia más de matanzas en algún lugar del país, otras defenestran por el mismo motivo.
Lo ocurrido con los dieciocho michoacanos levantados en Acapulco y cuyos cuerpos torturados fueron hallados en una fosa clandestina en un poblado la sur del puerto, removió aún más ese espanto que nos persigue ya de manera cotidiana. Y la misma demanda se convirtió en clamor: “¡Que se vaya, por favor!”
En su imaginario, la sola partida de Calderón de Los Pinos traería tiempos mejores; su sola ausencia acabaría con esta masacre que recorre el territorio; que con dejar la silla presidencial volverá la paz.
Tal vez no sea sí y ellos mismos lo sepan, pero su esperanza de un cambio frente a la barbarie desatada. Nada quieren saber de si abatieron o no a Tony Tormenta, uno de los líderes del cártel del Golfo. Les tiene muy sin cuidado.
A ellos, a la gente común les duelen las muertes de inocentes. Y para ellos, la culpa no la tienen los narcotraficantes, ni los criminales, ni los sicarios que los sacrifican, sino Felipe Calderón. En él centran su coraje y le catalogan de inepto en el mejor de los casos.
Si en otros tiempos los mandatarios mexicanos eran objeto de burlas por parte de los ciudadanos, con Calderón las cosas van más allá. Lo que provocan sus dichos y acciones no son bromas y sarcasmos –los tiempos macabros no están para eso–, son injurias y denuestos.
Si Calderón presume en su twitter que le llamó Barak Obama para felicitarlo por haber abatido al hermano de Ociel Cárdenas, la red no tarda en saturase de epítetos que probablemente ni siquiera vea pero, le guste o no, son un termómetro de la irritación que sus actitudes causan.
Es el mundo en blanco y negro.
Por un lado: Te vas, vuelve la tranquilidad. Te quedas, seguimos en este infierno.
Por el otro: Si no me apoyan, están con los criminales.
Si estás muerto, qué más da, seguramente eras narcotraficante.
Y pensar que este maniqueísmo comenzó cuando unos se creyeron los buenos, los salvadores de la patria, que México comenzaba con ellos; y se acendró cuando los que les siguieron calificaron a sus opositores como “un peligro para México”, se creyeron héroes –“la mamá de Tarzán”, diría Fox–, y vistieron una casaca militar que les quedó muy grande.
Bajo ese clima no es de extrañar que mucha gente pida: “¡Que ya se vaya, por favor!”
Escucho la misma frase por aquí por allá con distintas entonaciones y agregados: ¡Que ya se vaya! ¡Por favor, que se vaya! ¡Que se vaya al diablo y nos deje en paz!
Todas se refieren al Presidente Felipe Calderón. Unas surgen a manera de plegaria cuando escuchan otra noticia más de matanzas en algún lugar del país, otras defenestran por el mismo motivo.
Lo ocurrido con los dieciocho michoacanos levantados en Acapulco y cuyos cuerpos torturados fueron hallados en una fosa clandestina en un poblado la sur del puerto, removió aún más ese espanto que nos persigue ya de manera cotidiana. Y la misma demanda se convirtió en clamor: “¡Que se vaya, por favor!”
En su imaginario, la sola partida de Calderón de Los Pinos traería tiempos mejores; su sola ausencia acabaría con esta masacre que recorre el territorio; que con dejar la silla presidencial volverá la paz.
Tal vez no sea sí y ellos mismos lo sepan, pero su esperanza de un cambio frente a la barbarie desatada. Nada quieren saber de si abatieron o no a Tony Tormenta, uno de los líderes del cártel del Golfo. Les tiene muy sin cuidado.
A ellos, a la gente común les duelen las muertes de inocentes. Y para ellos, la culpa no la tienen los narcotraficantes, ni los criminales, ni los sicarios que los sacrifican, sino Felipe Calderón. En él centran su coraje y le catalogan de inepto en el mejor de los casos.
Si en otros tiempos los mandatarios mexicanos eran objeto de burlas por parte de los ciudadanos, con Calderón las cosas van más allá. Lo que provocan sus dichos y acciones no son bromas y sarcasmos –los tiempos macabros no están para eso–, son injurias y denuestos.
Si Calderón presume en su twitter que le llamó Barak Obama para felicitarlo por haber abatido al hermano de Ociel Cárdenas, la red no tarda en saturase de epítetos que probablemente ni siquiera vea pero, le guste o no, son un termómetro de la irritación que sus actitudes causan.
Es el mundo en blanco y negro.
Por un lado: Te vas, vuelve la tranquilidad. Te quedas, seguimos en este infierno.
Por el otro: Si no me apoyan, están con los criminales.
Si estás muerto, qué más da, seguramente eras narcotraficante.
Y pensar que este maniqueísmo comenzó cuando unos se creyeron los buenos, los salvadores de la patria, que México comenzaba con ellos; y se acendró cuando los que les siguieron calificaron a sus opositores como “un peligro para México”, se creyeron héroes –“la mamá de Tarzán”, diría Fox–, y vistieron una casaca militar que les quedó muy grande.
Bajo ese clima no es de extrañar que mucha gente pida: “¡Que ya se vaya, por favor!”
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