Javier Sicilia
Las circunstancias que se viven en dos extremos del país –Ciudad Juárez, Chihuahua, y San Juan Copala, Oaxaca– dejan claro lo que la propaganda mediática del centro quiere borrar: la evidencia de un Estado fallido. Aunque las circunstancias son distintas en los factos –Ciudad Juárez es rehén del narcotráfico; San Juan Copala, de paramilitares–, en sustancia son idénticas: ambos lugares son la muestra más clara de que vivimos en un país donde el Estado, que ha entrado en crisis, claudicó en su vocación fundamental –garantizar la seguridad y la libertad de los ciudadanos– para convertirse en garante de la impunidad del poder.
Pero si la situación de Ciudad Juárez es terrible, la de San Juan Copala es peor. Aquí no es el vacío del gobierno el que impera, sino el uso ilegal del Estado para destruir uno de los fundamentos del Estado moderno: la subsidiaridad, es decir, el respeto máximo al derecho a la autodeterminación o, mejor, a la libre determinación de todos y cada uno de los miembros de una estructura social a autogobernarse.
San Juan Copala es una comunidad triqui de alrededor de 750 habitantes. Su lengua es una variante del mixteco. En diciembre de 2007, apoyándose en una declaración de la ONU, como consecuencia del movimiento zapatista, se convirtió en municipio autónomo, es decir, dejó de formar parte del de Santiago Juxtlahuaca.
La respuesta por parte del gobierno a esta proclamación no fue, como debía esperarse, aceptarla y trabajar con ella bajo el principio de la subsidiaridad, sino formar grupos paramilitares a través de una organización llamada Unidad para el Bienestar Social de la Región Triqui (Ubisort), y poner a San Juan Copala en estado de sitio.
El 27 de abril de 2010 una caravana humanitaria, compuesta por 27 personas y seis vehículos se puso en marcha. Su intención era romper el cerco ilegal y llevar víveres y medicamentos a sus pobladores. Cerca de la población la caravana fue brutalmente atacada por los paramilitares. La mexicana Bety Cariño y el finlandés Jyri Jaakkola murieron; otros fueron heridos durante la huida, y varios más, retenidos y liberados días después. Desde entonces no sólo nadie ha podido entrar en San Juan Copala, sino que el estado de sitio se ha recrudecido. La Ubisort, de manera semejante a lo que sucedió en Sarajevo, ha apostado francotiradores en la parte alta del pueblo con la consigna de disparar a quien esté en la calle, y desde que los paramilitares se adueñaron del territorio hasta el momento en que escribo hay 500 desplazados, 30 asesinados y un número indeterminado de heridos.
Lejos de intervenir, el gobierno de Oaxaca, tanto bajo el mandato de Ulises Ruiz como del actual gobernador de la coalición, Gabino Cué, se escuda en el argumento de que “la región mixteca se ha vuelto peligrosa por las luchas intestinas del pueblo triqui”. El senador Carlos Jiménez Macías lo dijo a raíz del atentado que sufrió la caravana humanitaria donde Cariño y Jaakkola perdieron la vida: “Quienes organizan caravanas con extranjeros son los verdaderos asesinos (…) Si conduces gente hacia una emboscada, ¿eres o no responsable de lo que va a suceder? Los culpables son los que los llevaron allí” (La Jornada, 31 de mayo de 2010).
Calificar de “región peligrosa” a la mixteca y responsabilizar del atentado a testigos civiles que, frente a la inoperancia del Estado, llevan ayuda humanitaria a una población secuestrada, no es sólo el colmo del cinismo, sino el alarde de que el Estado hoy sólo sirve para administrar la impunidad, porque sabemos muy bien que bajo el poder del Estado se creó en San Juan Copala la Ubisort, se formó a los paramilitares y se les dotó de armas de uso exclusivo del Ejército y de sistemas de comunicación; asimismo, bajo el poder del Estado se declaró “zona de peligro” a la región mixteca y se ha evitado que las fuerzas de la legalidad entren en ese territorio y garanticen la vida y la libertad de los ciudadanos de Copala y de las caravanas humanitarias. Bajo ese mismo poder se ha dejado a Ciudad Juárez a merced de otras formas del paramilitarismo: las del crimen organizado.
El ciudadano del Estado moderno mexicano comienza a parecerse a ese “cliente generalizado” del que habla Giorgio Agamben en ¿Qué es un dispositivo?, ese cliente “que (bajo el espectro del miedo terminará ejecutando) celosamente todo lo que se le ordena hacer y no (se opondrá) a que sus gestos más cotidianos –su salud, sus diversiones, sus actividades, su alimentación y sus deseos– sean comandados y controlados hasta en sus detalles más íntimos por dispositivos”.
En una obra anterior, Homo sacer, a la que me referí en mi artículo El hombre desnudo y la guerra de Calderón (Proceso 1756), Agamben comparó a ese ciudadano con el “hombre sagrado” al que, según el derecho romano, la república no podía matar, pero cuyo asesino gozaría de la impunidad. De esa impunidad gozan hoy no sólo los soldados que, en su persecución de criminales, matan ciudadanos, sino también los que no son soldados, esos mercenarios a sueldo que sirven a innumerables poderes tanto en la región triqui como en Ciudad Juárez.
Hoy más que nunca urge repensar y refundar el Estado desde las vidas comunitarias de las regiones.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz.
Las circunstancias que se viven en dos extremos del país –Ciudad Juárez, Chihuahua, y San Juan Copala, Oaxaca– dejan claro lo que la propaganda mediática del centro quiere borrar: la evidencia de un Estado fallido. Aunque las circunstancias son distintas en los factos –Ciudad Juárez es rehén del narcotráfico; San Juan Copala, de paramilitares–, en sustancia son idénticas: ambos lugares son la muestra más clara de que vivimos en un país donde el Estado, que ha entrado en crisis, claudicó en su vocación fundamental –garantizar la seguridad y la libertad de los ciudadanos– para convertirse en garante de la impunidad del poder.
Pero si la situación de Ciudad Juárez es terrible, la de San Juan Copala es peor. Aquí no es el vacío del gobierno el que impera, sino el uso ilegal del Estado para destruir uno de los fundamentos del Estado moderno: la subsidiaridad, es decir, el respeto máximo al derecho a la autodeterminación o, mejor, a la libre determinación de todos y cada uno de los miembros de una estructura social a autogobernarse.
San Juan Copala es una comunidad triqui de alrededor de 750 habitantes. Su lengua es una variante del mixteco. En diciembre de 2007, apoyándose en una declaración de la ONU, como consecuencia del movimiento zapatista, se convirtió en municipio autónomo, es decir, dejó de formar parte del de Santiago Juxtlahuaca.
La respuesta por parte del gobierno a esta proclamación no fue, como debía esperarse, aceptarla y trabajar con ella bajo el principio de la subsidiaridad, sino formar grupos paramilitares a través de una organización llamada Unidad para el Bienestar Social de la Región Triqui (Ubisort), y poner a San Juan Copala en estado de sitio.
El 27 de abril de 2010 una caravana humanitaria, compuesta por 27 personas y seis vehículos se puso en marcha. Su intención era romper el cerco ilegal y llevar víveres y medicamentos a sus pobladores. Cerca de la población la caravana fue brutalmente atacada por los paramilitares. La mexicana Bety Cariño y el finlandés Jyri Jaakkola murieron; otros fueron heridos durante la huida, y varios más, retenidos y liberados días después. Desde entonces no sólo nadie ha podido entrar en San Juan Copala, sino que el estado de sitio se ha recrudecido. La Ubisort, de manera semejante a lo que sucedió en Sarajevo, ha apostado francotiradores en la parte alta del pueblo con la consigna de disparar a quien esté en la calle, y desde que los paramilitares se adueñaron del territorio hasta el momento en que escribo hay 500 desplazados, 30 asesinados y un número indeterminado de heridos.
Lejos de intervenir, el gobierno de Oaxaca, tanto bajo el mandato de Ulises Ruiz como del actual gobernador de la coalición, Gabino Cué, se escuda en el argumento de que “la región mixteca se ha vuelto peligrosa por las luchas intestinas del pueblo triqui”. El senador Carlos Jiménez Macías lo dijo a raíz del atentado que sufrió la caravana humanitaria donde Cariño y Jaakkola perdieron la vida: “Quienes organizan caravanas con extranjeros son los verdaderos asesinos (…) Si conduces gente hacia una emboscada, ¿eres o no responsable de lo que va a suceder? Los culpables son los que los llevaron allí” (La Jornada, 31 de mayo de 2010).
Calificar de “región peligrosa” a la mixteca y responsabilizar del atentado a testigos civiles que, frente a la inoperancia del Estado, llevan ayuda humanitaria a una población secuestrada, no es sólo el colmo del cinismo, sino el alarde de que el Estado hoy sólo sirve para administrar la impunidad, porque sabemos muy bien que bajo el poder del Estado se creó en San Juan Copala la Ubisort, se formó a los paramilitares y se les dotó de armas de uso exclusivo del Ejército y de sistemas de comunicación; asimismo, bajo el poder del Estado se declaró “zona de peligro” a la región mixteca y se ha evitado que las fuerzas de la legalidad entren en ese territorio y garanticen la vida y la libertad de los ciudadanos de Copala y de las caravanas humanitarias. Bajo ese mismo poder se ha dejado a Ciudad Juárez a merced de otras formas del paramilitarismo: las del crimen organizado.
El ciudadano del Estado moderno mexicano comienza a parecerse a ese “cliente generalizado” del que habla Giorgio Agamben en ¿Qué es un dispositivo?, ese cliente “que (bajo el espectro del miedo terminará ejecutando) celosamente todo lo que se le ordena hacer y no (se opondrá) a que sus gestos más cotidianos –su salud, sus diversiones, sus actividades, su alimentación y sus deseos– sean comandados y controlados hasta en sus detalles más íntimos por dispositivos”.
En una obra anterior, Homo sacer, a la que me referí en mi artículo El hombre desnudo y la guerra de Calderón (Proceso 1756), Agamben comparó a ese ciudadano con el “hombre sagrado” al que, según el derecho romano, la república no podía matar, pero cuyo asesino gozaría de la impunidad. De esa impunidad gozan hoy no sólo los soldados que, en su persecución de criminales, matan ciudadanos, sino también los que no son soldados, esos mercenarios a sueldo que sirven a innumerables poderes tanto en la región triqui como en Ciudad Juárez.
Hoy más que nunca urge repensar y refundar el Estado desde las vidas comunitarias de las regiones.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz.
Comentarios