Alejandro Zapata Perogordo
En la década de los sesenta, bajo el argumento de solventar los juegos olímpicos en el país, se determinó poner un impuesto a los vehículos, conocido como tenencia. En aquellos años, ser propietario de un automóvil podía considerarse como un lujo al que podían aspirar solamente personas con desahogada posición económica, el resto utilizaba muy diversos medios de transporte, desde la bicicleta hasta el camión urbano.
Bajo esa premisa, la carga tributaria se dirigía a ese segmento de la población y el destino se debía a una coyuntura encaminada a cumplir un compromiso internacional (los Juegos Olímpicos del 68) razón suficiente para contar con la solidaridad del pueblo mexicano.
Lo curioso es que, pasada la eventualidad, ese impuesto había llegado para quedarse. Persiste a la fecha. Ese oneroso impuesto por tener un carro –un artículo de por sí gravado ya con muchos impuestos- es único en el mundo. Como el tequila, el chile o las tortillas, es muy mexicano.
Claro, es tan absurdo como pagar por tener derecho a usar zapatos o por tener una ventana en casa; como en los tiempos del presidente especialista en bienes raíces, que cobraba hasta por la risa (llegó también a imponer una tasa tributaria por tener perros) y terminó vendiendo la mitad del territorio nacional.
Este impuesto, claro, no ningún motivo de orgullo y ya cumplió cuarenta años. Es parte, tristemente, de nuestro bicentenario, pero a nadie se le ocurriría gritar la noche del 15 de septiembre: “¡Vivan los héroes que nos dieron patria! ¡Viva México! ¡Viva la tenencia!”.
Existe la conciencia en la sociedad para colaborar con los gastos públicos, circunstancia en la que no hay objeción; inclusive contamos con una amplia doctrina sobre los criterios en las cargas impositivas del contribuyente, derivada de sus ingresos, que guarde equilibrios y sea proporcional. Sin embargo, también deben ser redistributivas, transparentes y deben fomentar el desarrollo social y económico del país.
En realidad este gravamen desde hace muchos años dejó de cumplir con su cometido y el sustento que le dio origen está completamente rebasado. No existe una teoría argumentativa que le otorgue soporte, únicamente aquella recaudatoria para los estados, que por sí sola carece de fundamento.
En contrapartida, ahora los vehículos automotores resultan ser una necesidad para el transporte de las personas. Adicionalmente, esa industria representa un polo de desarrollo para el país y -por si fuera poco- a través de los años se les han incrementado cargas tributarias como es el Impuesto al Valor Agregado, que antes no existía.
Bajo esas consideraciones y muchas más, la conservación del Impuesto Sobre la Tenencia de Vehículos se convierte en retrograda y no tiene razón para subsistir. Fue por esa razón que el presidente Calderón pidió su derogación, que se le ha escatimado hasta el 2012.
Se insististe nuevamente en eliminar esa lacra impositiva en el 2011, agregándose al paquete fiscal que deberán resolver en la Cámara de Diputados.
No es justificable por parte de los gobernadores su efecto recaudatorio, pues se han visto fortalecidas las finanzas públicas de las entidades en alrededor de un 70% de incremento en la última década y para el próximo año se prevé nuevamente un beneficio sustancial en las arcas de las tesorerías estatales.
Es necesario que participemos con mayor ahínco en la cosa pública, pues no se trata solamente de que se administren los recursos; sino también de sustentar su origen justo equitativo, equilibrado, proporcional y su conveniencia en el tiempo, al mismo que su destino sea claro, transparente y de beneficio a la comunidad, no como el viejo impuesto al que los gobernadores lo mantienen con vida artificial cuando ya debe morir.
Hay en nuestro país cosas que no deben existir, el impuesto sobre la tenencia es una de ellas.
En la década de los sesenta, bajo el argumento de solventar los juegos olímpicos en el país, se determinó poner un impuesto a los vehículos, conocido como tenencia. En aquellos años, ser propietario de un automóvil podía considerarse como un lujo al que podían aspirar solamente personas con desahogada posición económica, el resto utilizaba muy diversos medios de transporte, desde la bicicleta hasta el camión urbano.
Bajo esa premisa, la carga tributaria se dirigía a ese segmento de la población y el destino se debía a una coyuntura encaminada a cumplir un compromiso internacional (los Juegos Olímpicos del 68) razón suficiente para contar con la solidaridad del pueblo mexicano.
Lo curioso es que, pasada la eventualidad, ese impuesto había llegado para quedarse. Persiste a la fecha. Ese oneroso impuesto por tener un carro –un artículo de por sí gravado ya con muchos impuestos- es único en el mundo. Como el tequila, el chile o las tortillas, es muy mexicano.
Claro, es tan absurdo como pagar por tener derecho a usar zapatos o por tener una ventana en casa; como en los tiempos del presidente especialista en bienes raíces, que cobraba hasta por la risa (llegó también a imponer una tasa tributaria por tener perros) y terminó vendiendo la mitad del territorio nacional.
Este impuesto, claro, no ningún motivo de orgullo y ya cumplió cuarenta años. Es parte, tristemente, de nuestro bicentenario, pero a nadie se le ocurriría gritar la noche del 15 de septiembre: “¡Vivan los héroes que nos dieron patria! ¡Viva México! ¡Viva la tenencia!”.
Existe la conciencia en la sociedad para colaborar con los gastos públicos, circunstancia en la que no hay objeción; inclusive contamos con una amplia doctrina sobre los criterios en las cargas impositivas del contribuyente, derivada de sus ingresos, que guarde equilibrios y sea proporcional. Sin embargo, también deben ser redistributivas, transparentes y deben fomentar el desarrollo social y económico del país.
En realidad este gravamen desde hace muchos años dejó de cumplir con su cometido y el sustento que le dio origen está completamente rebasado. No existe una teoría argumentativa que le otorgue soporte, únicamente aquella recaudatoria para los estados, que por sí sola carece de fundamento.
En contrapartida, ahora los vehículos automotores resultan ser una necesidad para el transporte de las personas. Adicionalmente, esa industria representa un polo de desarrollo para el país y -por si fuera poco- a través de los años se les han incrementado cargas tributarias como es el Impuesto al Valor Agregado, que antes no existía.
Bajo esas consideraciones y muchas más, la conservación del Impuesto Sobre la Tenencia de Vehículos se convierte en retrograda y no tiene razón para subsistir. Fue por esa razón que el presidente Calderón pidió su derogación, que se le ha escatimado hasta el 2012.
Se insististe nuevamente en eliminar esa lacra impositiva en el 2011, agregándose al paquete fiscal que deberán resolver en la Cámara de Diputados.
No es justificable por parte de los gobernadores su efecto recaudatorio, pues se han visto fortalecidas las finanzas públicas de las entidades en alrededor de un 70% de incremento en la última década y para el próximo año se prevé nuevamente un beneficio sustancial en las arcas de las tesorerías estatales.
Es necesario que participemos con mayor ahínco en la cosa pública, pues no se trata solamente de que se administren los recursos; sino también de sustentar su origen justo equitativo, equilibrado, proporcional y su conveniencia en el tiempo, al mismo que su destino sea claro, transparente y de beneficio a la comunidad, no como el viejo impuesto al que los gobernadores lo mantienen con vida artificial cuando ya debe morir.
Hay en nuestro país cosas que no deben existir, el impuesto sobre la tenencia es una de ellas.
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