La guerra de los insultos

Javier Sicilia

Para Tomás Calvillo


Para las lenguas antiguas –pienso en el sánscrito, en el hebreo o en el griego–, las palabras son sagradas. No sólo nombran las cosas, sino que hacen que las cosas sean, es decir, poseen un dinamismo y una fuerza vital que permite que su contenido se realice. Sólo existe lo que se nombra. La rosa, por ejemplo, sólo aparece en el mundo porque pronunciamos su nombre, porque le damos con él una existencia activa y un contenido. De lo contrario sólo sería algo sin significado, una realidad incognoscible, sumida en la oscura pasividad de su ser.

A pesar de que esa percepción ha desaparecido de nuestros conceptos lingüísticos, las palabras siguen teniendo ese peso. Ellas –lo sabemos aún los poetas y algunos filósofos y psicoanalistas– pueden liberar de la oscuridad y del laberinto interior el sentido, pueden poner fin a la soledad, establecer una unión de amor y cambiar el rumbo de una vida. Pueden también hacer lo contrario: humillar, destruir la vida de alguien y desatar una guerra. Las palabras, cosidas al pensamiento y al ser, se desprenden de la persona que las pronuncia para asumir una existencia independiente.

El libro de los Proverbios lo dice con el delicado sabor de la sentencia: “La vida y la muerte está en poder de la lengua, del uso que de ella haga tal será el fruto”. Con no menos delicadeza, Platón lo repite en otro contexto y otra cultura: “Entiéndelo bien, mi querido Critón, la incorrección en la lengua no es sólo una falta contra la lengua misma, hace también mal a las almas”.

Por desgracia, esta realidad de la lengua que ya no se enseña, ha llegado en México a grados de perversión tales que se ha convertido en una especie de babel a través de la cual no sólo puede decirse cualquier cosa sin responsabilidad alguna, sino que en el espacio público se ha degradado, como si no sucediera nada, al insulto, a la difamación, a la amenaza y a la banalidad.

El uso irresponsable de la lengua en nuestros políticos y en los medios de comunicación, está destruyendo la pequeña franja política que, en medio de la guerra y del Estado fallido en el que nos encontramos, aún nos queda.

Desde que Calderón, y quienes estaban decididos a destruir el ascenso político de López Obrador, tomaron la determinación de difundir por todos los medios a su alcance que era “un peligro para México”, la consecuencia fue, primero, la fracturación de la ciudadanía entre los que aceptaron creerlo y los que, con justicia, negándose a creerlo lo defendieron; después, la guerra contra el crimen organizado, el hundimiento del Estado y la violencia en la que estamos inmersos. Unas simples palabras de desprecio y de odio hicieron posible que el desprecio y el odio se instalaran en el país.

Hoy, cuando Felipe Calderón vuelve a decirlo, está empujando lo que queda de la vida política del país al terreno de una violencia sin retorno. Lo mismo puede decirse que hace López Obrador cuando continúa llamando a Calderón “espurio” y “pelele” o cuando el lenguaje del insulto entre diputados, senadores, comunicadores y prelados recorre el espacio público. Decir hoy que López Obrador es “un peligro” para el país y que sus seguidores son una “feligresía del odio”; gritar que Calderón es un “pelele”, vociferar “que el Estado laico es una jalada” es darle carta de ciudadanía a la violencia y al caos, es permitir que el lenguaje de la criminalidad y de la negación de lo humano se instale para siempre en la mesa de la política y de la vida pública, es aceptar que sólo podemos dirimir nuestra existencia como ciudadanos a través de esa palabra con la que el español de México define su barbarie: los chingadazos, es destruir en la conciencia de la ciudadanía lo poco que queda de dignidad en las figuras que la representan y cuya presencia debe ser la propuesta, el debate y la controversia, es decir, el diálogo y la presencia de la palabra como contenedora de sentido y de bien, de crítica y de verdad. Insultar, lejos de humanizarnos y de rehacer la realidad, la oscurecen, destruye el sentido, “daña –como señalaba Platón– las almas” y, trae, como lo muestra el libro de los Proverbios y la realidad en la que vivimos, frutos de muerte.

Quienes aún amamos este país, quienes aún tenemos un sentido del peso de las palabras, no podemos permitirlo. No se trata de hablar con un lenguaje light ni de utilizar la hipocresía del eufemismo –tan en boga en lo que se ha dado en llamar “lo políticamente correcto” de las democracias–, sino de negarse al insulto para, dados los problemas que nos rodean, entrar en el debate de contenidos, un debate duro, pero inteligente, crítico y a la vez propositivo. Si aceptamos que nuestros políticos continúen utilizando el lenguaje de la violencia y la descalificación, y nos contaminamos de él no contribuiremos en nada a los contenidos de verdad y de sentido que perdimos y que nos tienen en la irritación. En tiempos de violencia no necesitamos palabras nuevas, sino una relación grave y respetuosa con la lengua, es decir, recordar que las palabras pesan y se concretan en lo real, que del uso que de ellas hacemos tal es el fruto, y que únicamente el corazón dicta los verdaderos sentidos con el respeto y la firmeza que el amor produce, esos sentidos que pueden devolverle al país su voz profunda.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz.

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