Martha Anaya / Crónica de Política
En un principio, refiere Porfirio Muñoz Ledo, el Estado utilizó a los medios como factor de legitimación política, otorgando concesiones muy ventajosas para los dueños de las empresas mediáticas y estos se convirtieron en cómplices de los beneficios mutuos que este maridaje les generaba.
Con el transcurso del tiempo, agrega, el poder económico de los medios creció desmesuradamente: su capacidad de dominio y penetración rebasó en muchos sentidos al aparato estatal y a la política misma, constituyéndose en un poder que en la vía de los hechos manifestó abiertamente sus pretensiones de imperar sobre la vida pública del país.
Los difusores de medios electrónicos se adjudicaron un papel preponderante para la formación de una opinión pública dirigida a sus propios intereses, desnaturalizaron el sentido cívico de este concepto y se convirtieron en intermediarios entre el Estado y la sociedad, atribuyéndose muchas veces, de manera ilegítima, una representación que no necesariamente tienen.
Mas sin embargo –subraya Muñoz Ledo–, juegan un rol decisivo en la determinación de la agenda política, económica y social, predisponen la opinión pública a favor o en contra de iniciativas gubernamentales, o intentan erosionar la imagen de figuras públicas mediante la manipulación. Incluso, y sin pudor alguno, han tratado de influir indebidamente en los resultados de los procesos electorales, políticos, legislativos y hasta judiciales.
Una parte considerable de la clase política –acusa–, ha decidido privilegiar sólo sus intereses coyunturales y no ha defendido republicanamente a la sociedad en su conjunto de los abusos que este poder fáctico comete.
Ante esta claudicación de la política, las empresas mediáticas han adquirido un poder más amplio que la mayoría de los funcionarios públicos y que los empresarios en general, pues los poderes políticos formales están más acotados jurídicamente, mientras que los medios se mantienen al margen de una regulación clara y precisa. Esta opacidad e imprecisión legal –advierte–, les ha permitido preservar y ampliar sus privilegios.
Cierto –reconoce—la crítica a la clase política y a toda manifestación de fuerza es necesaria y razonable, pues toda expresión de poder debe estar sujeta a los límites que las leyes establezcan, con el claro objetivo de impedir abusos. En ese tenor, es cuestionable que los medios electrónicos, gozando de una gran fortaleza, permanezcan intocados en todos los sentidos cuando cometen excesos.
Los medios, por supuesto, pueden criticarlo todo y a todos, pero cuál es la vía pública para criticarlos a ellos. Sin participación ciudadana en el control de los medios se construyen auténticas dictaduras mediáticas.
Esto es lo que estamos viviendo hoy en México. Y si no se regula a las televisoras, dijo recordando a Karl Popper, “éstas aniquilarán nuestras democracias”.
Porfirio Muñoz Ledo volvió a esta advertencia –expuesta originalmente en una iniciativa que duerme el sueño de los justos en San Lázaro– ahora que su “Bitácora Mexicana” llegó a sus 250 programas de transmisión.
La insistencia en el tema no estaba de más.
En un principio, refiere Porfirio Muñoz Ledo, el Estado utilizó a los medios como factor de legitimación política, otorgando concesiones muy ventajosas para los dueños de las empresas mediáticas y estos se convirtieron en cómplices de los beneficios mutuos que este maridaje les generaba.
Con el transcurso del tiempo, agrega, el poder económico de los medios creció desmesuradamente: su capacidad de dominio y penetración rebasó en muchos sentidos al aparato estatal y a la política misma, constituyéndose en un poder que en la vía de los hechos manifestó abiertamente sus pretensiones de imperar sobre la vida pública del país.
Los difusores de medios electrónicos se adjudicaron un papel preponderante para la formación de una opinión pública dirigida a sus propios intereses, desnaturalizaron el sentido cívico de este concepto y se convirtieron en intermediarios entre el Estado y la sociedad, atribuyéndose muchas veces, de manera ilegítima, una representación que no necesariamente tienen.
Mas sin embargo –subraya Muñoz Ledo–, juegan un rol decisivo en la determinación de la agenda política, económica y social, predisponen la opinión pública a favor o en contra de iniciativas gubernamentales, o intentan erosionar la imagen de figuras públicas mediante la manipulación. Incluso, y sin pudor alguno, han tratado de influir indebidamente en los resultados de los procesos electorales, políticos, legislativos y hasta judiciales.
Una parte considerable de la clase política –acusa–, ha decidido privilegiar sólo sus intereses coyunturales y no ha defendido republicanamente a la sociedad en su conjunto de los abusos que este poder fáctico comete.
Ante esta claudicación de la política, las empresas mediáticas han adquirido un poder más amplio que la mayoría de los funcionarios públicos y que los empresarios en general, pues los poderes políticos formales están más acotados jurídicamente, mientras que los medios se mantienen al margen de una regulación clara y precisa. Esta opacidad e imprecisión legal –advierte–, les ha permitido preservar y ampliar sus privilegios.
Cierto –reconoce—la crítica a la clase política y a toda manifestación de fuerza es necesaria y razonable, pues toda expresión de poder debe estar sujeta a los límites que las leyes establezcan, con el claro objetivo de impedir abusos. En ese tenor, es cuestionable que los medios electrónicos, gozando de una gran fortaleza, permanezcan intocados en todos los sentidos cuando cometen excesos.
Los medios, por supuesto, pueden criticarlo todo y a todos, pero cuál es la vía pública para criticarlos a ellos. Sin participación ciudadana en el control de los medios se construyen auténticas dictaduras mediáticas.
Esto es lo que estamos viviendo hoy en México. Y si no se regula a las televisoras, dijo recordando a Karl Popper, “éstas aniquilarán nuestras democracias”.
Porfirio Muñoz Ledo volvió a esta advertencia –expuesta originalmente en una iniciativa que duerme el sueño de los justos en San Lázaro– ahora que su “Bitácora Mexicana” llegó a sus 250 programas de transmisión.
La insistencia en el tema no estaba de más.
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