Alejandro Zapata Perogordo
No es cosa mínima, devolver su nombre a las cosas es uno de los consejos de Confucio para restablecer el orden de nuestro mundo. Nuestro país –y justo ahora en que festeja el bicentenario de su indepencia- es México. Todos estamos de acuerdo en ello y así lo gritamos y así lo queremos: ¡Viva México!, México lindo y querido.
Pero resulta que no, que el nombre oficial de nuestra nación es “Estados Unidos Mexicanos”, nombre que a nadie –más allá de papelería oficial- se le ocurriría a nadie para referirse a su país.
La primera denominación resalta el pacto federal, mientras que la segunda pone énfasis en la nación, origen de la soberanía, según la Constitución. Parece evidente la tensión entre estas proposiciones, en particular porque ambas se encuentran en el mismo documento. Sin embargo, el nombre de México tiene una trayectoria previa al surgimiento de la nación en el siglo XIX.
Su origen es prehispánico, limitado al de las ciudades lacustres de México Tenochtitlán y México Tlatelolco. La etimología parece hacer referencia al asentamiento en medio de un lago: “Mexi” es la luna o el centro del maguey, “co” significa “en donde está”.
A finales del siglo XVIII, Francisco Xavier Clavijero publicó su Storia antica del Messico, lo que contribuyó a llamar con este nombre a los dominios españoles en América del Norte, en especial en Europa y en Estados Unidos. Sin embargo, el término “mexicano” se usó durante el periodo colonial únicamente para designar a las personas que vivían en la ciudad de México o a quienes hablaban náhuatl, la “lengua mexicana”, y no para la generalidad de los habitantes de Nueva España. El vocablo “novohispano” fue inventado en el siglo XX, de modo que nunca nadie lo empleó para identificarse.
El término “Estados Unidos Mexicanos” y fue empleado por vez primera por los separatistas de Texas, quienes se hallaban muy influidos por los estadounidenses. En 1821, el Tratado de Córdoba firmado entre el jefe político Juan O’Donojú y Agustín de Iturbide señaló que “esta América se reconocerá como nación soberana e independiente y se llamará en lo sucesivo imperio mexicano”.
Servando Teresa de Mier advirtió que “llegará el tiempo en que todos los nombres europeos desaparecerán de los países trasatlánticos y se restituirán los antiguos”.
No bien conseguida la independencia, el de “Nueva España” fue olvidado. Entre 1821 y 1824 “Anáhuac” (náhuatl: “tierra rodeada de agua”) convivió con “México” en impresos y proyectos constitucionales. Mier se dio cuenta de que el segundo se impondría, por ser la capital del nuevo país, lo que en efecto sucedió cuando el Congreso decretó la Constitución Federal de los Estados Unidos mexicanos.
Ahora bien, no conozco a ningún compatriota que llame a su tierra así, “Estados Unidos Mexicanos”; para todos, este es México. Es una palabra que nos evoca todo, que nos identifica y une.
Por eso, los legisladores nos hemos aplicado para que el nombre oficial de nuestra patria sea ese y no otro: “México”, el nombre por el que nuestros héroes han dado vida; nombre que hasta en su sonido cifra nuestra razón de ser: “Mexicanos”.
Un servidor, como todos, prefiere gritar ¡Viva México!, pero para que viva debemos plasmarlo en la Constitución…y en eso estamos trabajando.
No es cosa mínima, devolver su nombre a las cosas es uno de los consejos de Confucio para restablecer el orden de nuestro mundo. Nuestro país –y justo ahora en que festeja el bicentenario de su indepencia- es México. Todos estamos de acuerdo en ello y así lo gritamos y así lo queremos: ¡Viva México!, México lindo y querido.
Pero resulta que no, que el nombre oficial de nuestra nación es “Estados Unidos Mexicanos”, nombre que a nadie –más allá de papelería oficial- se le ocurriría a nadie para referirse a su país.
La primera denominación resalta el pacto federal, mientras que la segunda pone énfasis en la nación, origen de la soberanía, según la Constitución. Parece evidente la tensión entre estas proposiciones, en particular porque ambas se encuentran en el mismo documento. Sin embargo, el nombre de México tiene una trayectoria previa al surgimiento de la nación en el siglo XIX.
Su origen es prehispánico, limitado al de las ciudades lacustres de México Tenochtitlán y México Tlatelolco. La etimología parece hacer referencia al asentamiento en medio de un lago: “Mexi” es la luna o el centro del maguey, “co” significa “en donde está”.
A finales del siglo XVIII, Francisco Xavier Clavijero publicó su Storia antica del Messico, lo que contribuyó a llamar con este nombre a los dominios españoles en América del Norte, en especial en Europa y en Estados Unidos. Sin embargo, el término “mexicano” se usó durante el periodo colonial únicamente para designar a las personas que vivían en la ciudad de México o a quienes hablaban náhuatl, la “lengua mexicana”, y no para la generalidad de los habitantes de Nueva España. El vocablo “novohispano” fue inventado en el siglo XX, de modo que nunca nadie lo empleó para identificarse.
El término “Estados Unidos Mexicanos” y fue empleado por vez primera por los separatistas de Texas, quienes se hallaban muy influidos por los estadounidenses. En 1821, el Tratado de Córdoba firmado entre el jefe político Juan O’Donojú y Agustín de Iturbide señaló que “esta América se reconocerá como nación soberana e independiente y se llamará en lo sucesivo imperio mexicano”.
Servando Teresa de Mier advirtió que “llegará el tiempo en que todos los nombres europeos desaparecerán de los países trasatlánticos y se restituirán los antiguos”.
No bien conseguida la independencia, el de “Nueva España” fue olvidado. Entre 1821 y 1824 “Anáhuac” (náhuatl: “tierra rodeada de agua”) convivió con “México” en impresos y proyectos constitucionales. Mier se dio cuenta de que el segundo se impondría, por ser la capital del nuevo país, lo que en efecto sucedió cuando el Congreso decretó la Constitución Federal de los Estados Unidos mexicanos.
Ahora bien, no conozco a ningún compatriota que llame a su tierra así, “Estados Unidos Mexicanos”; para todos, este es México. Es una palabra que nos evoca todo, que nos identifica y une.
Por eso, los legisladores nos hemos aplicado para que el nombre oficial de nuestra patria sea ese y no otro: “México”, el nombre por el que nuestros héroes han dado vida; nombre que hasta en su sonido cifra nuestra razón de ser: “Mexicanos”.
Un servidor, como todos, prefiere gritar ¡Viva México!, pero para que viva debemos plasmarlo en la Constitución…y en eso estamos trabajando.
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