Raymundo Riva Palacio
Cualquiera que no lo conoce puede odiarlo en su primera impresión cuando lo ve fijamente con sus ojos medio saltones y la ceja izquierda alzada. Parece como si Marcelo Ebrard estuviera diseccionándolo a través de su mirada profunda y pensara que uno es tonto. Al hablar con él, puede toparse con sus silencios antes de que responda. Pero eso sí, recibirá siempre como respuesta una idea desafiante que exige pensar. Es muy diferente en privado. Alegre, bromista, agudo. Siempre, en cualquier entorno, va en la ofensiva, es argumentativamente agresivo. Con Ebrard no hay charlas mundanas ni pérdida de tiempo.
Su forma de ser, a veces distante, intenso, siempre cumpliendo sobre horas de trabajo, le ha generado problemas de relación personal. Cuando su profesor en el Colegio de México Manuel Camacho empezó a trabajar al gobierno federal e invitó a sus mejores alumnos a colaborar con él, varios le dijeron que con la condición de que Ebrard no estuviera con ellos. No lo aguantaban. El chico matado en la escuela, les parecía muy soberbio. Desde entonces, Ebrard ha estado junto a Camacho, en las buenas, las malas y las peores, y sus compañeros más connotados, como Patricia Espinosa, secretaria de Relaciones Exteriores, siguieron por otro camino.
Ebrard desarrolló al lado de Camacho una carrera política que sacó lo mejor de él. Desde muy joven ingresó en la administración pública y lo ayudó a resolver el desastre urbano que dejó el terremoto en la ciudad de México en 1985, a través de la negociación con las organizaciones que movían las entrañas de la capital. Algunas de esas estructuras que conoció entre las ruinas y en la planeación de la reconstrucción fueron años después las bases de apoyo que lo ayudaron a ascender hasta lo que es hoy, jefe de Gobierno del Distrito Federal y un serio aspirante a la Presidencia de la República.
Aquél joven chocantemente estudioso y brillante, el pequeño burgués que combatió a las células comunistas en el Colegio de México, fue demostrando estar hecho de diferente piel. Cuando Camacho fue regente del entonces Departamento del Distrito Federal, Ebrard fue el secretario general que negoció explosivos conflictos, como la liquidación de la Ruta 100, con ambulantes y pepenadores. Con Camacho negoció con Andrés Manuel López Obrador, cada vez que realizaba sus marchas a pie desde La Chontalpa, en protesta contra Pemex cuyas obras dañaban las comunidades indígenas tabasqueñas.
Camacho, que desde la Facultad de Economía de la UNAM había sellado un pacto con Carlos Salinas para que uno de ellos llegara a la Presidencia, pensó que sería él quien alcanzaría la nominación presidencial del PRI para continuar el proyecto que juntos habían construido. Camacho olvidó que los reyes –el sistema político mexicano parecía entonces una monarquía sexenal- no heredan a sus hermanos sino a sus hijos, por lo que la decisión recayó en Luis Donaldo Colosio.
En un arrebato de despecho rompió con Salinas, quien evitó que renunciara y lo nombró secretario de Relaciones Exteriores. Ebrard también se mudó del Palacio del Ayuntamiento a Tlatelolco. Ebrard, como subsecretario de Relaciones Exteriores, donde estuvieron semanas, pues al alzamiento del EZLN en Chiapas, los dos se fueron a negociar la paz que en realidad pretendía crear condiciones de estabilidad para las elecciones presidenciales de 1994. Cuando asesinaron a Colosio, Camacho fue hecho moralmente responsable de su muerte y Ebrard lo acompaño en su exilio.
él, como los muy suyos, quedaron apestados.
En la Siberia política fundaron el Partido de Centro Democrático desde una casa en la colonia Del Valle, propiedad de la abuela de Ebrard, que estaba tan sola que los pasos se escuchaban en todo el inmueble. Desde ahí se lanzó Camacho como candidato a la Presidencia en 2000, en una epopeya fallida. Al ganar Vicente Fox, acercó a Camacho, mientras Ebrard, que había sido diputado del Partido Verde en la última legislatura de la Administración Zedillo, aunque no perteneció nunca a él, buscó la jefatura de gobierno.
Sin posibilidades reales, se retiró y entregó su apoyo a López Obrador , quien lo hizo primero asesor y luego. No fueron tiempos fáciles. Ebrard vivió el linchamiento de policías federales en Tláhuac, cuyo impacto se potenció porque su muerte fue transmitida en vivo por la televisión. Desde el gobierno federal lo acusaron de que su policía no intervino, y el presidente Fox presionó tanto por su destitución que obligó a López Obrador a removerlo, y lo envió a la secretaría de Desarrollo Social.
Desde ahí lo acompañó en el crítico 2005, cuando Fox quiso meterlo a la cárcel, y en 2006 en la campaña presidencial. Perdió López Obrador y Ebrard, como muchos de ese grupo, aún sostienen que les robaron la elección. Contendió por el gobierno del Distrito Federal y ganó, iniciando una gestión de equilibrios políticos, internos y externos. Tuvo que incorporar en su gabinete a representantes de las diversas facciones perredistas que le ayudaron a ganar, y caminar junto a un gobierno a cuyo Presidente considera la izquierda social como “ilegitimo”, pero con el cual no se podía pelear ni entrar en rebelión.
En este tiempo ha mostrado su talento político al evitar rupturas al interior del PRD y caminar entre ellas como un trapecista, y al mantener una relación con el gobierno federal de respeto, al tiempo que jamás, hasta ahora, ha dado margen a que exista el registro histórico de un saludo con el presidente Felipe Calderón. Mantener este balance en un ambiente enrarecido como el actual, ha subrayado la sofisticación de un político hecho al estilo de la escuela política florentina, sofisticada y perversa. Esta formación le será fundamental en la definición de su futuro.
Ebrard no puede antagonizar con nadie en la izquierda, si quiere construir una buena candidatura a la Presidencia en 2012, ni provocar el repudio de las clases medias y altas como sucedió en 2006 con López Obrador. Ahora es su turno, pero López Obrador piensa que tampoco ha perdido una nueva oportunidad. Han pactado la fórmula para ver quién puede tener la mejor posibilidad para llegar a la Presidencia, y está convencido de que si es él, López Obrador respetará el pacto. No muchos lo creen así, pero ahora Camacho, por quien tanto dio Ebrard en el pasado, está ahí, cerca de los dos, para evitar que haya una fractura entre ambos y que el mejor colocado entre el electorado sea el candidato. No lo dice nadie, pero aún el monarca sin corona, preferiría también al hijo, no al hermano.
Cualquiera que no lo conoce puede odiarlo en su primera impresión cuando lo ve fijamente con sus ojos medio saltones y la ceja izquierda alzada. Parece como si Marcelo Ebrard estuviera diseccionándolo a través de su mirada profunda y pensara que uno es tonto. Al hablar con él, puede toparse con sus silencios antes de que responda. Pero eso sí, recibirá siempre como respuesta una idea desafiante que exige pensar. Es muy diferente en privado. Alegre, bromista, agudo. Siempre, en cualquier entorno, va en la ofensiva, es argumentativamente agresivo. Con Ebrard no hay charlas mundanas ni pérdida de tiempo.
Su forma de ser, a veces distante, intenso, siempre cumpliendo sobre horas de trabajo, le ha generado problemas de relación personal. Cuando su profesor en el Colegio de México Manuel Camacho empezó a trabajar al gobierno federal e invitó a sus mejores alumnos a colaborar con él, varios le dijeron que con la condición de que Ebrard no estuviera con ellos. No lo aguantaban. El chico matado en la escuela, les parecía muy soberbio. Desde entonces, Ebrard ha estado junto a Camacho, en las buenas, las malas y las peores, y sus compañeros más connotados, como Patricia Espinosa, secretaria de Relaciones Exteriores, siguieron por otro camino.
Ebrard desarrolló al lado de Camacho una carrera política que sacó lo mejor de él. Desde muy joven ingresó en la administración pública y lo ayudó a resolver el desastre urbano que dejó el terremoto en la ciudad de México en 1985, a través de la negociación con las organizaciones que movían las entrañas de la capital. Algunas de esas estructuras que conoció entre las ruinas y en la planeación de la reconstrucción fueron años después las bases de apoyo que lo ayudaron a ascender hasta lo que es hoy, jefe de Gobierno del Distrito Federal y un serio aspirante a la Presidencia de la República.
Aquél joven chocantemente estudioso y brillante, el pequeño burgués que combatió a las células comunistas en el Colegio de México, fue demostrando estar hecho de diferente piel. Cuando Camacho fue regente del entonces Departamento del Distrito Federal, Ebrard fue el secretario general que negoció explosivos conflictos, como la liquidación de la Ruta 100, con ambulantes y pepenadores. Con Camacho negoció con Andrés Manuel López Obrador, cada vez que realizaba sus marchas a pie desde La Chontalpa, en protesta contra Pemex cuyas obras dañaban las comunidades indígenas tabasqueñas.
Camacho, que desde la Facultad de Economía de la UNAM había sellado un pacto con Carlos Salinas para que uno de ellos llegara a la Presidencia, pensó que sería él quien alcanzaría la nominación presidencial del PRI para continuar el proyecto que juntos habían construido. Camacho olvidó que los reyes –el sistema político mexicano parecía entonces una monarquía sexenal- no heredan a sus hermanos sino a sus hijos, por lo que la decisión recayó en Luis Donaldo Colosio.
En un arrebato de despecho rompió con Salinas, quien evitó que renunciara y lo nombró secretario de Relaciones Exteriores. Ebrard también se mudó del Palacio del Ayuntamiento a Tlatelolco. Ebrard, como subsecretario de Relaciones Exteriores, donde estuvieron semanas, pues al alzamiento del EZLN en Chiapas, los dos se fueron a negociar la paz que en realidad pretendía crear condiciones de estabilidad para las elecciones presidenciales de 1994. Cuando asesinaron a Colosio, Camacho fue hecho moralmente responsable de su muerte y Ebrard lo acompaño en su exilio.
él, como los muy suyos, quedaron apestados.
En la Siberia política fundaron el Partido de Centro Democrático desde una casa en la colonia Del Valle, propiedad de la abuela de Ebrard, que estaba tan sola que los pasos se escuchaban en todo el inmueble. Desde ahí se lanzó Camacho como candidato a la Presidencia en 2000, en una epopeya fallida. Al ganar Vicente Fox, acercó a Camacho, mientras Ebrard, que había sido diputado del Partido Verde en la última legislatura de la Administración Zedillo, aunque no perteneció nunca a él, buscó la jefatura de gobierno.
Sin posibilidades reales, se retiró y entregó su apoyo a López Obrador , quien lo hizo primero asesor y luego. No fueron tiempos fáciles. Ebrard vivió el linchamiento de policías federales en Tláhuac, cuyo impacto se potenció porque su muerte fue transmitida en vivo por la televisión. Desde el gobierno federal lo acusaron de que su policía no intervino, y el presidente Fox presionó tanto por su destitución que obligó a López Obrador a removerlo, y lo envió a la secretaría de Desarrollo Social.
Desde ahí lo acompañó en el crítico 2005, cuando Fox quiso meterlo a la cárcel, y en 2006 en la campaña presidencial. Perdió López Obrador y Ebrard, como muchos de ese grupo, aún sostienen que les robaron la elección. Contendió por el gobierno del Distrito Federal y ganó, iniciando una gestión de equilibrios políticos, internos y externos. Tuvo que incorporar en su gabinete a representantes de las diversas facciones perredistas que le ayudaron a ganar, y caminar junto a un gobierno a cuyo Presidente considera la izquierda social como “ilegitimo”, pero con el cual no se podía pelear ni entrar en rebelión.
En este tiempo ha mostrado su talento político al evitar rupturas al interior del PRD y caminar entre ellas como un trapecista, y al mantener una relación con el gobierno federal de respeto, al tiempo que jamás, hasta ahora, ha dado margen a que exista el registro histórico de un saludo con el presidente Felipe Calderón. Mantener este balance en un ambiente enrarecido como el actual, ha subrayado la sofisticación de un político hecho al estilo de la escuela política florentina, sofisticada y perversa. Esta formación le será fundamental en la definición de su futuro.
Ebrard no puede antagonizar con nadie en la izquierda, si quiere construir una buena candidatura a la Presidencia en 2012, ni provocar el repudio de las clases medias y altas como sucedió en 2006 con López Obrador. Ahora es su turno, pero López Obrador piensa que tampoco ha perdido una nueva oportunidad. Han pactado la fórmula para ver quién puede tener la mejor posibilidad para llegar a la Presidencia, y está convencido de que si es él, López Obrador respetará el pacto. No muchos lo creen así, pero ahora Camacho, por quien tanto dio Ebrard en el pasado, está ahí, cerca de los dos, para evitar que haya una fractura entre ambos y que el mejor colocado entre el electorado sea el candidato. No lo dice nadie, pero aún el monarca sin corona, preferiría también al hijo, no al hermano.
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