Javier Sicilia
La democracia en el México moderno ha sido tan incipiente como inestable. El primer momento en que pudo haberse logrado, se hundió con la usurpación de Victoriano Huerta, la Revolución Mexicana y el establecimiento de una dictadura de partido. El segundo está por hundirse con el sospechoso ascenso de Felipe Calderón a la Presidencia y la absurda guerra que desató contra el crimen.
Aunque uno y otro momentos tienen características diferentes –el primero fue burdo golpe de Estado que concluyó en la guerra y el establecimiento del poder del grupo de Sonora sobre los cadáveres de sus enemigos; el segundo, cuyas consecuencias aún no vemos, se fincó en un juego mediático y de manipulación de votos, que derivó en una guerra contra el crimen, en la ingobernabilidad y en un conjunto de facciones políticas, llamadas partidos, que se disputan no el gobierno, sino el poder para administrar esa misma ingobernabilidad–, ambos muestran que la crisis de nuestra democracia tiene que ver con la ilegitimidad.
Cuando no hay legitimidad –ya sea por usurpación violenta o por fraude electoral–, no hay manera de consensuar. Se gobierna con la fuerza o se vive la guerra. Calderón decidió gobernar con las dos: inventó una guerra para gobernar con la fuerza. Pero, al igual que Huerta, terminó rodeado por la guerra. El primero huyó –las razones políticas de las facciones que se le opusieron eran tan moralmente sólidas, y la poca fuerza armada que tenía a su lado tan débil, que no había forma de permanecer–.
Calderón no lo ha hecho. Las razones de su guerra son absurdas en el orden político, pero moralmente correctas. Sin embargo, las consecuencias son igualmente atroces. En medio de una guerra que día con día se le va de las manos y cuyos costos son cada vez más espantosos; en medio también de su incapacidad para generar consensos políticos, el país no sólo vive el horror de los enfrentamientos entre los cárteles y los que éstos libran contra el Ejército y la policía, sino también el horror de las guerras mediáticas de los faccionalismos partidistas. Lo que en la época de Huerta era, para decirlo con Emilio Rabasa, La Bola, que luchaba por conquistar una grandeza negada: la democracia, en la de Calderón es una Bola sin rostro que lucha por lo más pueril: el poder y el dinero.
En esas condiciones, 2012 se anuncia atroz. ¿Habrá condiciones para un ejercicio verdaderamente democrático que lleve al poder no sólo a un presidente legítimo, sino capaz de hacer los consensos político que requiere el país y pacificarlo? ¿Surgirá, en medio de la ingobernabilidad, la tentación en Calderón de crear un estado de excepción y, a la manera de Fujimori, intentar prolongar su estancia en el poder? ¿O esa tentación surgirá en el mismo Ejército que, imposibilitado para tener un marco legal en esta guerra, querrá tomar su propio camino? ¿El crimen organizado logrará penetrar de tal forma las filas del gobierno y de los partidos políticos que lo que tendremos será un presidente coludido con la barbarie? ¿Asistiremos –como sucedió bajo las consecuencias de la usurpación de Huerta– al ascenso de un grupo de poder que se perpetuará en él mediante la corrupción y la fuerza o, en otras palabras, veremos el retorno de un PRI que administrará la corrupción de las instituciones que creó y que la mediocridad de Fox no supo cómo desmantelar y refundar? ¿Qué sucederá con la izquierda que no logra reunirse; con los grupos disidentes que, como la izquierda de AMLO, el zapatismo chiapaneco o las guerrillas radicales, tienen aún un proyecto político? ¿Cómo jugarán sus cartas en medio de esta Bola más oscura que la de los tiempos de la Revolución?
Es imposible decirlo. Las consecuencias de la ilegitimidad abren un panorama sombrío que no anuncia un futuro promisorio para la democracia y la reconstrucción de un país que entró en el caos.
El lector, sin embargo, tendrá sus esperanzas. La mía es tan incierta y absurda como la de cualquier otro que en medio de la oscuridad del país camina a tientas en busca de una puerta, mientras imagina cómo puede llegar a ella: creo, después de escuchar las conclusiones de los “Diálogos por la Seguridad” a los que convocó Calderón, que su estancia en el poder es más dañina que su ausencia. Calderón debería irse, o bien, las Cámaras debieran destituirlo y colocar en su lugar a un presidente interino cuya legitimidad permitiera crear los consensos que salvaran la vida democrática y las elecciones del 2012. Esos hombres aún existen en nuestra vida política. Sin embargo, ¿las facciones tendrían el valor y la estatura moral de hacerlo? y, en ese caso, ¿tendrían –lo que no tuvieron los hombres de la Convención de Aguascalientes– la altura política para respetarlo y respaldarlo?
¿Quién podría saberlo? Sin embrago, prefiero hacer un esfuerzo de razón que aceptar una política de poder cuya ilegitimidad nos tiene sin sueño. Una buena regla de conducta es pensar que aún hay espíritus libres que pueden encontrar una salida razonable a lo irracional.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
La democracia en el México moderno ha sido tan incipiente como inestable. El primer momento en que pudo haberse logrado, se hundió con la usurpación de Victoriano Huerta, la Revolución Mexicana y el establecimiento de una dictadura de partido. El segundo está por hundirse con el sospechoso ascenso de Felipe Calderón a la Presidencia y la absurda guerra que desató contra el crimen.
Aunque uno y otro momentos tienen características diferentes –el primero fue burdo golpe de Estado que concluyó en la guerra y el establecimiento del poder del grupo de Sonora sobre los cadáveres de sus enemigos; el segundo, cuyas consecuencias aún no vemos, se fincó en un juego mediático y de manipulación de votos, que derivó en una guerra contra el crimen, en la ingobernabilidad y en un conjunto de facciones políticas, llamadas partidos, que se disputan no el gobierno, sino el poder para administrar esa misma ingobernabilidad–, ambos muestran que la crisis de nuestra democracia tiene que ver con la ilegitimidad.
Cuando no hay legitimidad –ya sea por usurpación violenta o por fraude electoral–, no hay manera de consensuar. Se gobierna con la fuerza o se vive la guerra. Calderón decidió gobernar con las dos: inventó una guerra para gobernar con la fuerza. Pero, al igual que Huerta, terminó rodeado por la guerra. El primero huyó –las razones políticas de las facciones que se le opusieron eran tan moralmente sólidas, y la poca fuerza armada que tenía a su lado tan débil, que no había forma de permanecer–.
Calderón no lo ha hecho. Las razones de su guerra son absurdas en el orden político, pero moralmente correctas. Sin embargo, las consecuencias son igualmente atroces. En medio de una guerra que día con día se le va de las manos y cuyos costos son cada vez más espantosos; en medio también de su incapacidad para generar consensos políticos, el país no sólo vive el horror de los enfrentamientos entre los cárteles y los que éstos libran contra el Ejército y la policía, sino también el horror de las guerras mediáticas de los faccionalismos partidistas. Lo que en la época de Huerta era, para decirlo con Emilio Rabasa, La Bola, que luchaba por conquistar una grandeza negada: la democracia, en la de Calderón es una Bola sin rostro que lucha por lo más pueril: el poder y el dinero.
En esas condiciones, 2012 se anuncia atroz. ¿Habrá condiciones para un ejercicio verdaderamente democrático que lleve al poder no sólo a un presidente legítimo, sino capaz de hacer los consensos político que requiere el país y pacificarlo? ¿Surgirá, en medio de la ingobernabilidad, la tentación en Calderón de crear un estado de excepción y, a la manera de Fujimori, intentar prolongar su estancia en el poder? ¿O esa tentación surgirá en el mismo Ejército que, imposibilitado para tener un marco legal en esta guerra, querrá tomar su propio camino? ¿El crimen organizado logrará penetrar de tal forma las filas del gobierno y de los partidos políticos que lo que tendremos será un presidente coludido con la barbarie? ¿Asistiremos –como sucedió bajo las consecuencias de la usurpación de Huerta– al ascenso de un grupo de poder que se perpetuará en él mediante la corrupción y la fuerza o, en otras palabras, veremos el retorno de un PRI que administrará la corrupción de las instituciones que creó y que la mediocridad de Fox no supo cómo desmantelar y refundar? ¿Qué sucederá con la izquierda que no logra reunirse; con los grupos disidentes que, como la izquierda de AMLO, el zapatismo chiapaneco o las guerrillas radicales, tienen aún un proyecto político? ¿Cómo jugarán sus cartas en medio de esta Bola más oscura que la de los tiempos de la Revolución?
Es imposible decirlo. Las consecuencias de la ilegitimidad abren un panorama sombrío que no anuncia un futuro promisorio para la democracia y la reconstrucción de un país que entró en el caos.
El lector, sin embargo, tendrá sus esperanzas. La mía es tan incierta y absurda como la de cualquier otro que en medio de la oscuridad del país camina a tientas en busca de una puerta, mientras imagina cómo puede llegar a ella: creo, después de escuchar las conclusiones de los “Diálogos por la Seguridad” a los que convocó Calderón, que su estancia en el poder es más dañina que su ausencia. Calderón debería irse, o bien, las Cámaras debieran destituirlo y colocar en su lugar a un presidente interino cuya legitimidad permitiera crear los consensos que salvaran la vida democrática y las elecciones del 2012. Esos hombres aún existen en nuestra vida política. Sin embargo, ¿las facciones tendrían el valor y la estatura moral de hacerlo? y, en ese caso, ¿tendrían –lo que no tuvieron los hombres de la Convención de Aguascalientes– la altura política para respetarlo y respaldarlo?
¿Quién podría saberlo? Sin embrago, prefiero hacer un esfuerzo de razón que aceptar una política de poder cuya ilegitimidad nos tiene sin sueño. Una buena regla de conducta es pensar que aún hay espíritus libres que pueden encontrar una salida razonable a lo irracional.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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