La cumbia de la Catedral

Martha Anaya

A mí me encantó ver a la catedral metropolitana bailando cumbia la noche del 15 de septiembre. ¡Ojalá siempre tuviera tan buen humor!

Pero no, resulta que cuando se mueve de veras no es precisamente porque se pone a bailar en una fiesta, sino porque se está hundiendo –en términos reales, geofísicos–, o porque tiembla en el valle de México.

Y es precisamente este domingo 19 de septiembre, que recordamos el gran sismo del 85, cuando buena parte de las construcciones del centro de la ciudad se resquebrajaron o de plano se vinieron abajo.

¿Dónde estaban en esa fecha, qué hacían? Seguramente lo recuerdan. Yo me encontraba en la colonia Nápoles, a unas cuadras del World Trade Center y salí rápidamente para ver si le había ocurrido al hotelote de la Ciudad de México que aún no se terminaba de construir.

De ahí seguí caminando por Insurgentes, doblé en Álvaro Obregón, llegué al Centro Médico y enfilé por Bucareli hasta Reforma; de ahí giré a la derecha y seguí paso a paso hacia el centro de la ciudad libreta en mano.

Las escenas por doquier eran de caos, casas y edificios derrumbados, gritos de auxilio, gente llorando, rezando, buscando a sus hijos, hermanos, padres. No existían los celulares, solamente unos cuantos privilegiados contaban con teléfonos en sus automóviles. Gracias a uno de ellos, Jacobo Zabludovsky logró enlazarse y transmitir por radio la gran crónica que hizo durante horas y horas de ese terrible día.

Yo hacía mis pininos en Excélsior en aquel entonces. Ni siquiera pedí mi orden en el periódico ese día, simplemente me eché a andar por la ciudad a pie. Sirenas, policías, bomberos no se daban abasto. La misma gente se comenzó a organizar. A mano limpia y desesperación en los rostros se quitaban escombros en busca de seres queridos.

Todavía al anochecer –en esa zona no había luz—alcanzaban a escucharse quejidos bajo las estructuras derrumbadas. Incluso, hasta diez después lograron sacar con vida de la zona de maternidad del Hospital General a unos bebés recién nacidos. Recuerdo a uno de ellos con sus ojos abiertos –cosa que me sorprendió—una mirada muy triste y sus costillas rotas.

Han pasado 25 años desde entonces. La ciudad se recuperó, su sociedad se sacudió y cambió. Ahora, a la distancia, podría decir que algo bueno surgió de aquella tragedia. Somos distintos, más participativos, más demandantes.

Quizás aún nos falte más conciencia y compromiso, pero ahí vamos. Así sea sólo por eso, bien vale la pena ver bailar cumbia a la catedral.

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