José Antonio Crespo / Horizonte Político
Muchos podemos pensar que Enrique Peña Nieto no es un buen gobernante, ni sería buen presidente, que no tiene sustancia ni proyecto propio, pero nadie podrá negar que tiene un gran equipo publicitario que se ha encargado de posicionar a su cliente y jefe de manera sensacional. Peña Nieto tiene el dinero suficiente para sufragar una campaña y un equipo semejantes (bueno, aunque los recursos no sean precisamente de él, sino de los mexiquenses). Una buena campaña propagandística es vital para proyectarse como opción ganadora y, desde luego, culminar con una victoria. Así ocurrió con Vicente Fox, cuyo éxito fundamental fue su campaña propagandística y electoral. De su triunfo en adelante resultó un fiasco. Y es que más que sustancia y fondo, había en él forma, imagen, ilusión óptica, como todo parece indicar ocurre también con Peña Nieto. Ha contado con la fundamental ayuda de Televisa, siempre pendiente a todo lo que hace y no hace, para presentar sus actos cotidianos y sus triviales declaraciones como la gran noticia.
En su V informe de Gobierno, Peña Nieto intenta contrarrestar la difundida idea (entre muchos ciudadanos), de que el regreso del PRI al poder, significaría una regresión autoritaria, un fracaso del más acabado ensayo democrático que México haya emprendido en toda su historia, el desperdicio de la gran oportunidad que se creó a lo largo de varios años, previos al 2000. Esa imagen es justo la que parece compartir Felipe Calderón, y por ello ha hecho lo que está en sus manos para impedir que se materialice, pues pasaría a la historia como el artífice del naufragio democrático. Los electores que coincidan con tales ideas seguramente votarán por cualquier candidato (si es que lo hay) capaz de ofrecer resistencia al triunfo priísta, que pueda ser competitivo frente al candidato tricolor.
Por eso mismo, Peña Nieto intenta diluir tales imágenes a propósito del posible retorno de su partido al poder (con él como candidato, desde luego): "Es falaz hacer creer que la llegada de un partido distinto al que actualmente ostenta la presidencia de la República sea una regresión". Aunque en realidad no se habla de cualquier partido, sino específicamente del PRI, en sentido estricto tiene razón el gobernador mexiquense; el pacto de transición política en México implicó la posibilidad de que el PRI pudiera seguir existiendo y compitiendo, pero ya no como partido de Estado, sino como uno más en la arena política. En cuyo caso, si los electores deciden mayoritariamente que lo quieren de regreso, serían una decisión formalmente democrática. Eso en sí mismo, no permitiría denunciar una "regresión autoritaria" ni el fracaso del paréntesis democrático; eso dependería de lo que el PRI hiciera desde el poder; preservar y fortalecer la apertura y la pluralidad, o reducirla y cerrar espacios a la crítica y la disidencia; revivir los viejos usos y costumbres del autoritarismo mexicano (que el PAN ni siquiera intentó modificar), o empujar a nuevas formas de hacer política.
No sabemos lo que el PRI haría a su retorno al poder, pero sí lo que ha hecho en estos años de alternancia; por un lado, en varias entidades de la República gobernadas por el PRI, no dejó de ser partido de Estado (y para derrotarlo se ha requerido de condiciones muy excepcionales y esfuerzos casi titánicos de la oposición, mientras que en otros estados, el PRI ha hecho valer su condición de partido de Estado para continuar en el poder contra viento y marea). Las prácticas electorales que hemos visto en el PRI no apuntan precisamente a su renovación democrática, y sus jóvenes figuras no se diferencian de sus viejos y dinosáuricos mentores, sólo en la edad. El propio Peña Nieto, más que augurar una apertura democrática, presagia un gobierno auspiciado – y controlado - por los poderes fácticos (grandes empresarios, consorcios mediáticos, sindicatos corporativos y la Iglesia Católica). Por lo cual no sería en sentido estricto un retorno al antiguo régimen, pues en él esos poderes fácticos estaban subordinados a la institución presidencial; en esta ocasión, sería un régimen donde el presidente quedara (por sus deudas político-electorales) subordinado a esos poderes, mismos que lo llevan de la mano a Los Pinos.
Muchos podemos pensar que Enrique Peña Nieto no es un buen gobernante, ni sería buen presidente, que no tiene sustancia ni proyecto propio, pero nadie podrá negar que tiene un gran equipo publicitario que se ha encargado de posicionar a su cliente y jefe de manera sensacional. Peña Nieto tiene el dinero suficiente para sufragar una campaña y un equipo semejantes (bueno, aunque los recursos no sean precisamente de él, sino de los mexiquenses). Una buena campaña propagandística es vital para proyectarse como opción ganadora y, desde luego, culminar con una victoria. Así ocurrió con Vicente Fox, cuyo éxito fundamental fue su campaña propagandística y electoral. De su triunfo en adelante resultó un fiasco. Y es que más que sustancia y fondo, había en él forma, imagen, ilusión óptica, como todo parece indicar ocurre también con Peña Nieto. Ha contado con la fundamental ayuda de Televisa, siempre pendiente a todo lo que hace y no hace, para presentar sus actos cotidianos y sus triviales declaraciones como la gran noticia.
En su V informe de Gobierno, Peña Nieto intenta contrarrestar la difundida idea (entre muchos ciudadanos), de que el regreso del PRI al poder, significaría una regresión autoritaria, un fracaso del más acabado ensayo democrático que México haya emprendido en toda su historia, el desperdicio de la gran oportunidad que se creó a lo largo de varios años, previos al 2000. Esa imagen es justo la que parece compartir Felipe Calderón, y por ello ha hecho lo que está en sus manos para impedir que se materialice, pues pasaría a la historia como el artífice del naufragio democrático. Los electores que coincidan con tales ideas seguramente votarán por cualquier candidato (si es que lo hay) capaz de ofrecer resistencia al triunfo priísta, que pueda ser competitivo frente al candidato tricolor.
Por eso mismo, Peña Nieto intenta diluir tales imágenes a propósito del posible retorno de su partido al poder (con él como candidato, desde luego): "Es falaz hacer creer que la llegada de un partido distinto al que actualmente ostenta la presidencia de la República sea una regresión". Aunque en realidad no se habla de cualquier partido, sino específicamente del PRI, en sentido estricto tiene razón el gobernador mexiquense; el pacto de transición política en México implicó la posibilidad de que el PRI pudiera seguir existiendo y compitiendo, pero ya no como partido de Estado, sino como uno más en la arena política. En cuyo caso, si los electores deciden mayoritariamente que lo quieren de regreso, serían una decisión formalmente democrática. Eso en sí mismo, no permitiría denunciar una "regresión autoritaria" ni el fracaso del paréntesis democrático; eso dependería de lo que el PRI hiciera desde el poder; preservar y fortalecer la apertura y la pluralidad, o reducirla y cerrar espacios a la crítica y la disidencia; revivir los viejos usos y costumbres del autoritarismo mexicano (que el PAN ni siquiera intentó modificar), o empujar a nuevas formas de hacer política.
No sabemos lo que el PRI haría a su retorno al poder, pero sí lo que ha hecho en estos años de alternancia; por un lado, en varias entidades de la República gobernadas por el PRI, no dejó de ser partido de Estado (y para derrotarlo se ha requerido de condiciones muy excepcionales y esfuerzos casi titánicos de la oposición, mientras que en otros estados, el PRI ha hecho valer su condición de partido de Estado para continuar en el poder contra viento y marea). Las prácticas electorales que hemos visto en el PRI no apuntan precisamente a su renovación democrática, y sus jóvenes figuras no se diferencian de sus viejos y dinosáuricos mentores, sólo en la edad. El propio Peña Nieto, más que augurar una apertura democrática, presagia un gobierno auspiciado – y controlado - por los poderes fácticos (grandes empresarios, consorcios mediáticos, sindicatos corporativos y la Iglesia Católica). Por lo cual no sería en sentido estricto un retorno al antiguo régimen, pues en él esos poderes fácticos estaban subordinados a la institución presidencial; en esta ocasión, sería un régimen donde el presidente quedara (por sus deudas político-electorales) subordinado a esos poderes, mismos que lo llevan de la mano a Los Pinos.
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