Bicentenario

Fernando Belaunzarán

México duele a 200 años de la arenga del cura Hidalgo que cada año congrega a millones de mexicanos en infinidad de plazas públicas a lo largo y ancho del país. Esa no es razón para dejar de celebrar el acontecimiento. Es una fiesta popular, cívica, patriótica que da identidad y que recuerda que se tuvo que luchar para lograr la independencia. Al contrario, nos debiera provocar mucho más que las necesarias, pero efímeras, ceremonias simbólicas, remembranzas históricas o el “grito” apoteósico de una noche inolvidable. Pareciera ser un buen momento para rastrear nuestros pasos, profanar la historia de bronce, humanizar a nuestros héroes, aprender de aciertos y errores y repensar el rumbo de la Nación. Sin embargo, no parece haber capacidad para sobrepasar la coyuntura y las rencillas de facción, pera levantar la mirada por encima de la descarnada lucha por el poder y tener una vista panorámica que podamos compartir para divisar la cielo claro tras la tormenta que amenaza mucho de lo que tenemos por valioso y aún nos queda. Es en ese sentido que el bicentenario parece ser una oportunidad perdida.

En la Nueva España predominaba una oprobiosa desigualdad y el sistema otorgaba sinnúmero de privilegios a un sector pequeño, pero hegemónico; en el México de nuestros días sucede lo mismo. Hablo de un problema que trasciende por mucho a un partido o a un gobierno, aunque haya diferencias entre estos y existan opciones que pongan mayor énfasis en combatir esa situación u otras que dependan más de los grupos favorecidos por el status quo. Es un asunto estructural. Y si a eso le añadimos la descomposición generada por la violencia desbordada, la disfuncionalidad de un régimen político contradictorio y escindido entre un pasado que no alcanza a irse y una promesa democrática que no tiene visos de cumplirse.

Si algo debimos haber aprendido tras nuestras largas guerras de revolución e independencia es que tenemos que ser capaces de cambiar sin violencia, pero nadie quiere ceder tan siquiera un poco en afectar sus intereses particulares a favor de construir un México más equilibrado. Nadie renuncia a perder un centímetro en sus privilegios. Pero eso sí, todos exigen que se haga la voluntad de Dios “en los bueyes de mi compadre”.

Es evidente que nuestro país no podrá seguir así mucho tiempo. Pero lo apremiante, lo impostergable, lo absoluto, es ganar la próxima elección que, por desgracia, nunca es un punto de partida sino tan sólo la continuación de un procesos perverso en el que resulta más redituable obstruir que construir. Frente a ello han resurgido los nostálgicos del pasado autoritario que planean revivir al muerto y regresarle al presidente los hilos perdidos de sus facultades metaconstitucionales. Esa sería una derrota cultural e histórica de la generación de la transición. ¿No sería mucho mejor avanzar hacia una democracia funcional propiciando estructuralmente los gobiernos de coalición que generen mayorías estables en los Congresos legislativos?

Por supuesto, eso implica un esquema que obligue a compartir el poder y no a concentrarlo, y eso es lo que no se acepta porque en la discrecionalidad del gobernante se amparan negocios, favores, prebendas. De ese presidencialismo autoritario se han cobijado las cuatro lacras que han acompañado a nuestra historia a lo largo de estos 200 años: autoritarismo, injusticia, corrupción e impunidad.

El movimiento de independencia fue contradictorio, discontinuo y paradójico. Precursores importantes que se oponen frenéticamente a los insurrectos; caudillos que se lanzan a la independencia en defensa de la tradición; la religión que se blande de uno y otro lado; las ideas ilustradas, francesas o gaditanas, que se abren paso tardíamente y a trompicones y que son vistas con recelo por los mismos insurgentes; la lucha contra los privilegios, los estamentos, las canonjías, la discriminación jurídica, que respondían al anhelo de igualdad y que fueron la primera y más fuerte expresión de la insurrección, antes aún de plantear una alternativa social; los ejércitos populares derrotados; la intelectualidad criolla a veces paralela y a veces convergente o divergente del movimiento popular; consumadores de la independencia que se opusieron con saña a ella; y el triunfo efímero e ilusorio de los liberales ilustrados un par de años después, pues se instaló un largo periodo de inestabilidad en el país.

Ver la historia en su complejidad, humanizar a nuestros héroes, no perder la mirada crítica nos puede ayudar mucho a encontrarnos y responder de mejor manera a estos tiempos difíciles con una proyección a futuro viable e incluyente de nuestra diversidad, sabiendo de las contradicciones que siempre nos han acompañado. Quizás, aunque suene utópico, la respuesta esté en la inédita idea de cooperar en lugar de prevalecer sobre el resto.

A pesar de problemas y agobios, vale la pena celebrar nuestra independencia. Las fiestas son para gozarse; que ésta no sea la excepción. Ojalá que aún podamos rescatar la posibilidad de la reflexión profunda y la mirada panorámica de nuestro pasado y presente para construir un futuro mejor en una circunstancia complicada, pero no veo voluntad ni responsabilidad en los principales actores políticos y económicos para propiciarla. De cualquier manera, hoy recordemos a nuestros héroes. Mis respetos para todos, pero permítase hacer énfasis en mi favorito: Francisco Javier Mina, el gran liberal español que luchó hasta la muerte por sus ideales, los cuales identificó con la lucha de independencia de lo que era una colonia de su propio país.

En fin, ¡Viva México, cabrones!!

De paso…

Miedo. Enrique Peña Nieto, como nadie, nos recordó los viejos tiempos. De manera vergonzante, a través del PVEM, mando una iniciativa de ley que fue aprobada en “fast track” que elimina las candidaturas comunes y les quita recursos a los partidos coaligados en el Estado de México. La misma reforma que realizó Carlos Salinas. El gobernador legisla con dedicatoria clara y se muestra abanicado frente a la posibilidad de la alianza. “Cuando veas los bigotes de Ulises cortar, pon tu copete a remojar”… El golpismo en el PRD fracasó estrepitosamente. Se expresó una clara mayoría del Consejo Nacional perredista en respaldo a la línea política de la dirección encabezada por Jesús Ortega. Es una lástima que el bejaranismo haya usado métodos porriles para interrumpir el evento tras perder todas las votaciones, pero es evidente que tendrán que avenirse a un acuerdo, pues la legalidad y los votos están de lado del actual presidente del partido. El punto fino es que Andrés Manuel López Obrador se persuada de que no puede exterminar a sus adversarios internos y que es mejor para él y para todos que abone a la unidad de la izquierda… lamentable que AMLO haya utilizado el término “traidor” para referirse a los que buscan construir la gran alianza en el Estado de México. Ese no es lenguaje de un líder político que busca ser alternativa para el país sino de jefe de un grupo sectario y fanatizado. Espero que rectifique, que sea conciliador con los que pretende unificar y que su oposición a la alianza no sea aprovechada por el gobernador del Estado de México para financiar equipos que en nombre de “la pureza” ataquen a los aliancistas. Es decir, espero que López Obrador, en uso de sus legítimos derechos, pelee por la candidatura de la izquierda sin pavimentarle el camino hacia Los Pinos a Enrique Peña Nieto…

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