Martha Anaya / Crónica de Política
La historia procede de Michoacán. Fue allá, en uno de sus pueblos, que un nutrido grupo de narcotraficantes se presentó –con todo y pasamontañas y sus AK 47—a ver la puesta en escena de Bodas de Sangre.
Ocuparon espacios principales –si así puede llamárseles, ya que era en una zona pobre y alejada de las grandes ciudades—previamente apartados por uno de sus integrantes. A la tercera llamada para el inicio de la obra, ingresaron los encapuchados al lugar y tomaron sus lugares.
Ninguno de los presentes chistó. Era gente del pueblo. Acostumbrados, por lo visto, a la presencia de aquellos hombres.
En cambio, los jóvenes actores del teatro ambulante Rocinante –grupo que hace trabajo con las comunidades y realizaba su décimo quinta gira por 15 municipios del Estado—se quedaron sorprendidos, sin aliento. Cruzaron miradas. No hallaron espacio a ninguna otra decisión. Harían su trabajo y punto.
La obra de Federico García Lorca saltó pues al improvisado escenario. Los encapuchados, entre los que se distinguía perfectamente el “Jefe” por la manera en que lo custodiaban, siguieron en silencio Bodas de Sangre –, mientras gente del pueblo derramaba lágrimas ante la tragedia que escenificaban los actores.
Cuando terminó la obra, los narcos retomaron en brazos sus armas que habían acomodado sobre sus piernas y un grupo de ellos salió inmediatamente del lugar, sin tomar tiempo para aplaudir siquiera. Sólo el “Jefe” y sus más cercanos aguardaron unos momentos más. Se acercaron a los actores y les dijeron: “Muy bien, gracias…” Y se fueron.
Esta historia nos llega de uno de los actores de la obra, testigo directo de lo acontecido. Su nombre lo omitimos por razones obvias; pero aún hoy –a meses de distancia de aquel suceso— la sorpresa, el miedo y la angustia que les causó el suceso no se diluye del todo.
Ésta es una de las tantas historias que se viven en poblados del país relacionados con el mundo de los narcotraficantes y la subcultura que se ha creado en torno a ellos. Se sabe de ellas no por los medios de comunicación, ni siquiera han llegado a los corridos, pasan de voz en voz o se quedan en el pequeño ámbito donde acontecieron.
Otra historia relacionada con ese andar de los narcos entre los ciudadanos nos fue narrada por un norteño. Él trabajaba para el programa Oportunidades pero decidió dejarlo dada la situación que están viviendo al ser interceptados por los delincuentes cuando llevan el dinero a las comunidades.
Regresó a su tierra y al negocio familiar: un circo ambulante. Un día, cuando uno de sus chamacos recibía el dinero de las entradas a la función, se le acercó un hombre y le arrebató el dinero. Al momento, otro hombre que estaba ahí cerca se le plantó al tipo y le dijo: Soy Zeta X, regrésale el dinero.
El ladrón se disculpó de inmediato y devolvió al chiquillo el dinero que le había quitado.
Cuando inició la función, el chamaco en cuestión le dijo a su padre que el hombre que lo había ayudado estaba ahí, sentado en la primera fila.
Al término del espectáculo circense, el padre se acercó a aquel hombre para agradecerle el apoyo a su hijo. El Zeta en cuestión le manifestó: “No se preocupe, sabemos quiénes son ustedes, los hemos seguido, son gente de bien…”
Estas desconcertantes historias se viven y se escuchan en medio de la infame y terrible violencia que asola al país. Historias populares que se entremezclan con decapitados, torturados, secuestrados, pozoleados, ejecutados, narcofosas, narcominas, narcomensajes y demás.
Y no, no se trata de hacer una apología del crimen o de hablar bien de ellos. Es sólo parte de la realidad que también se está viviendo en algunos de los pueblos del país y en sus caminos rurales. Es parte de lo que explica el desconcierto y el no saber qué hacer entre la gente de los pueblos, en esos lugares tan alejados de nosotros y de nuestra realidad.
La historia procede de Michoacán. Fue allá, en uno de sus pueblos, que un nutrido grupo de narcotraficantes se presentó –con todo y pasamontañas y sus AK 47—a ver la puesta en escena de Bodas de Sangre.
Ocuparon espacios principales –si así puede llamárseles, ya que era en una zona pobre y alejada de las grandes ciudades—previamente apartados por uno de sus integrantes. A la tercera llamada para el inicio de la obra, ingresaron los encapuchados al lugar y tomaron sus lugares.
Ninguno de los presentes chistó. Era gente del pueblo. Acostumbrados, por lo visto, a la presencia de aquellos hombres.
En cambio, los jóvenes actores del teatro ambulante Rocinante –grupo que hace trabajo con las comunidades y realizaba su décimo quinta gira por 15 municipios del Estado—se quedaron sorprendidos, sin aliento. Cruzaron miradas. No hallaron espacio a ninguna otra decisión. Harían su trabajo y punto.
La obra de Federico García Lorca saltó pues al improvisado escenario. Los encapuchados, entre los que se distinguía perfectamente el “Jefe” por la manera en que lo custodiaban, siguieron en silencio Bodas de Sangre –, mientras gente del pueblo derramaba lágrimas ante la tragedia que escenificaban los actores.
Cuando terminó la obra, los narcos retomaron en brazos sus armas que habían acomodado sobre sus piernas y un grupo de ellos salió inmediatamente del lugar, sin tomar tiempo para aplaudir siquiera. Sólo el “Jefe” y sus más cercanos aguardaron unos momentos más. Se acercaron a los actores y les dijeron: “Muy bien, gracias…” Y se fueron.
Esta historia nos llega de uno de los actores de la obra, testigo directo de lo acontecido. Su nombre lo omitimos por razones obvias; pero aún hoy –a meses de distancia de aquel suceso— la sorpresa, el miedo y la angustia que les causó el suceso no se diluye del todo.
Ésta es una de las tantas historias que se viven en poblados del país relacionados con el mundo de los narcotraficantes y la subcultura que se ha creado en torno a ellos. Se sabe de ellas no por los medios de comunicación, ni siquiera han llegado a los corridos, pasan de voz en voz o se quedan en el pequeño ámbito donde acontecieron.
Otra historia relacionada con ese andar de los narcos entre los ciudadanos nos fue narrada por un norteño. Él trabajaba para el programa Oportunidades pero decidió dejarlo dada la situación que están viviendo al ser interceptados por los delincuentes cuando llevan el dinero a las comunidades.
Regresó a su tierra y al negocio familiar: un circo ambulante. Un día, cuando uno de sus chamacos recibía el dinero de las entradas a la función, se le acercó un hombre y le arrebató el dinero. Al momento, otro hombre que estaba ahí cerca se le plantó al tipo y le dijo: Soy Zeta X, regrésale el dinero.
El ladrón se disculpó de inmediato y devolvió al chiquillo el dinero que le había quitado.
Cuando inició la función, el chamaco en cuestión le dijo a su padre que el hombre que lo había ayudado estaba ahí, sentado en la primera fila.
Al término del espectáculo circense, el padre se acercó a aquel hombre para agradecerle el apoyo a su hijo. El Zeta en cuestión le manifestó: “No se preocupe, sabemos quiénes son ustedes, los hemos seguido, son gente de bien…”
Estas desconcertantes historias se viven y se escuchan en medio de la infame y terrible violencia que asola al país. Historias populares que se entremezclan con decapitados, torturados, secuestrados, pozoleados, ejecutados, narcofosas, narcominas, narcomensajes y demás.
Y no, no se trata de hacer una apología del crimen o de hablar bien de ellos. Es sólo parte de la realidad que también se está viviendo en algunos de los pueblos del país y en sus caminos rurales. Es parte de lo que explica el desconcierto y el no saber qué hacer entre la gente de los pueblos, en esos lugares tan alejados de nosotros y de nuestra realidad.
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