Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
Medito en esas consecuencias ocultas producidas por la inseguridad, debidas al miedo de encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado. La pérdida de confianza en nosotros mismos, en nuestros gobernantes, en ese proyecto de vida que en algún momento concebimos y cultivamos, pero que de pronto se decapitó, como decapitan los sicarios a las víctimas de la lucha por las plazas; o mutilado, como las falanges de los dedos de la mano izquierda de Gabriela Ulloa Conde, secuestrada porque así lo determinaron algunos enfermos que exigieron un rescate pagado dos veces.
Medito también en lo vivido hace dos años, en los ojos desorbitados y desconsolados de los padres de Fernando Martí; en las propuestas de Alejandro Martí, quien pidió la renuncia de quienes no pudieran, quien a fin de cuentas quedó deslumbrado por los reflectores de la fama y la contrapropaganda, porque su destello de luz fue tan efímero como efímeras fueron las promesas gubernamentales para combatir el secuestro, que hoy repunta, que produce nuevas y más víctimas.
Evoco las lagrimas, los lamentos, las almas muertas de los padres de Silvia Vargas Escalera, abandonados en su dolor íntimo, personal, magnificado por los medios y la inutilidad de la procuración de justicia que sólo acertó a entregarle unos despojos, osamentas, restos de lo que fue una promesa de vida, de lo que quiso ser futuro, y por ello con razón Nelson Vargas explotó en ese grito: ¡Qué poca madre! ¿O fue? ¡No tienen madre! No importa, ellos como los Martí nunca podrán ser los mismos antes de que los visitara la muerte trágica y anticipada de sus hijos.
Pero lo que más me duele son esos ojos anónimos, esos miedos ocultos, esa esperanza estéril de todos aquellos familiares carentes de presencia y fama para acceder a los medios, para clamar ante una sociedad que se vuelca sobre ella misma y nada quiere saber del dolor ajeno, porque está ahíta de su propio sufrimiento y se siente incapaz de compartir el ajeno, de enterarse siquiera de lo que sintieron cuando los sicarios ejecutaron a sus hijos en Ciudad Juárez, en Torreón, en Monterrey, o en la puerta de una vivienda modesta, reducida de pronto por la inesperada muerte de un miembro de la familia.
Esos ojos vacíos, esos rostros incrédulos porque dejaron a sus hijos en la Guardería ABC, y al rato recibieron el anuncio, la noticia de que a cambio de una vida recibirían un cadáver; rostro idéntico al de esa madre que en Ciudad Juárez increpó y reclamó al presidente de la República, porque el gobierno incumplió con su mandato constitucional, con el deber elemental de preservar la vida de sus miembros. Esas dos madres que muy difícilmente podrán creer de nueva cuenta, porque les arrancaron lo que más quisieron en sus vidas: uno de sus hijos.
Hay diferencias, es necesario establecerlas. No pueden ser iguales las víctimas casuales de la lucha contra la delincuencia organizada, que aquellas fallecidas porque los gobernantes fueron incapaces de cumplir con el primero de sus compromisos: preservar la vida de sus gobernados.
Medito en esto y cae en mis manos ese texto de Denise Dresser que quiere reconocer en nuestros supuestos líderes sociales, en los que ella cree nos mueven, una autoridad moral, intelectual y política que aspira a que quienes integramos la sociedad recuperemos la confianza en nosotros mismos y en aquellos a quienes se les confió el destino y la riqueza única e irrecuperable de la nación: sus hijos. Y no, no puedo coincidir con ella, porque sus héroes nada aportan para que esta pesadilla termine, se acabe y recuperemos el sendero de la vida en paz.
Coincido sólo en su diagnóstico: “Hoy el pesimismo recorre al país e infecta a quienes entran en contacto a él. México vive obsesionado con el fracaso. Con la victimización. Con todo lo que pudo ser pero no fue. Con lo perdido, lo olvidado, lo maltratado. Con la crónica de catástrofes; de corruptelas; de personajes demasiado pequeños para el país que habitan. México padece lo que Jorge Domínguez, en un artículo en Foreign Affairs, bautizó como la “fracasomanía”: el pesimismo persistente ante una realidad que parece inamovible. La propensión colectiva a pensar que la corrupción no puede ser combatida; que los políticos no pueden ser propositivos; que la sociedad no puede ser movilizada; que la población no puede ser educada; que los buenos siempre sucumben; que los reformadores siempre pierden. Por ello es mejor callar. Es mejor ignorar. Es mejor emigrar”.
Enumera en cuidada selección a aquellos que pueden, deben, merecen ser ejemplo y guía para desterrar el pesimismo. No importan los nombres, porque en su texto tienen un significado afectivo, primero, y otro político después, aunque quizá sea a la inversa. Apunta la señora Dresser: “Quienes pueblan esta lista saben que hay tanto por hacer; tanto por cambiar; tantos sitios donde amontonar el optimismo. El optimismo de la voluntad frente al pesimismo de la inteligencia. El optimismo perpetuo que se convierte en multiplicador. El optimismo que debe llevar espero – a cada uno de los presentes – a hacer una declaración de fe, como la frase que acuñó Rosario Castellanos. Una filosofía personal para ver y andar, vivir y cambiar, participar y no sólo presenciar”.
¿Puede ser optimista la sociedad mexicana, con 28 mil muertes, creciente inseguridad, repunte en el secuestro y, en apariencia, una inamovible impunidad?
Quiero, necesito de ese optimismo, porque aquí nací como lo hicieron mis padres y mis hermanos y todos mis entrañables seres queridos, e incluso aquellos que me han tratado con dureza, pero de los que en su momento recibí una lección.
Para lograrlo, considero necesario, necesarísimo que este gobierno y el próximo den respuestas concretas, porque los políticos conocen el diagnóstico de lo que necesita este país para sacudirse un presidencialismo disfuncional y lograr la transición. Es el camino para terminar con éxito la guerra a la delincuencia organizada, para acotar la impunidad y desterrar la corrupción. Lo demás es multiplicar, un día sí y otro también, esos ojos que muestran miedo.
A estas alturas, sólo encuentro la posibilidad de recuperar el optimismo en la única propuesta capaz de ofrecer una respuesta a lo planteado por Alejandro Martí hace dos años, consistente en una reforma política que permita modificar a fondo un sistema presidencial “que ya no funciona”, como lo advierte hace meses Manlio Fabio Beltrones.
A mi me queda claro. Recuperar la confianza en nosotros mismos, como nación, pasa por la transformación completa del modelo político, trabado a ciencia y conciencia por la corrupción y la impunidad que favorecieron el desbordamiento de la delincuencia organizada. Para terminar con tanta muerte, es necesario dar cristiana sepultura al otrora poderosísimo presidencialismo mexicano, que hoy ni sombra es de lo que fue.
Medito en esas consecuencias ocultas producidas por la inseguridad, debidas al miedo de encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado. La pérdida de confianza en nosotros mismos, en nuestros gobernantes, en ese proyecto de vida que en algún momento concebimos y cultivamos, pero que de pronto se decapitó, como decapitan los sicarios a las víctimas de la lucha por las plazas; o mutilado, como las falanges de los dedos de la mano izquierda de Gabriela Ulloa Conde, secuestrada porque así lo determinaron algunos enfermos que exigieron un rescate pagado dos veces.
Medito también en lo vivido hace dos años, en los ojos desorbitados y desconsolados de los padres de Fernando Martí; en las propuestas de Alejandro Martí, quien pidió la renuncia de quienes no pudieran, quien a fin de cuentas quedó deslumbrado por los reflectores de la fama y la contrapropaganda, porque su destello de luz fue tan efímero como efímeras fueron las promesas gubernamentales para combatir el secuestro, que hoy repunta, que produce nuevas y más víctimas.
Evoco las lagrimas, los lamentos, las almas muertas de los padres de Silvia Vargas Escalera, abandonados en su dolor íntimo, personal, magnificado por los medios y la inutilidad de la procuración de justicia que sólo acertó a entregarle unos despojos, osamentas, restos de lo que fue una promesa de vida, de lo que quiso ser futuro, y por ello con razón Nelson Vargas explotó en ese grito: ¡Qué poca madre! ¿O fue? ¡No tienen madre! No importa, ellos como los Martí nunca podrán ser los mismos antes de que los visitara la muerte trágica y anticipada de sus hijos.
Pero lo que más me duele son esos ojos anónimos, esos miedos ocultos, esa esperanza estéril de todos aquellos familiares carentes de presencia y fama para acceder a los medios, para clamar ante una sociedad que se vuelca sobre ella misma y nada quiere saber del dolor ajeno, porque está ahíta de su propio sufrimiento y se siente incapaz de compartir el ajeno, de enterarse siquiera de lo que sintieron cuando los sicarios ejecutaron a sus hijos en Ciudad Juárez, en Torreón, en Monterrey, o en la puerta de una vivienda modesta, reducida de pronto por la inesperada muerte de un miembro de la familia.
Esos ojos vacíos, esos rostros incrédulos porque dejaron a sus hijos en la Guardería ABC, y al rato recibieron el anuncio, la noticia de que a cambio de una vida recibirían un cadáver; rostro idéntico al de esa madre que en Ciudad Juárez increpó y reclamó al presidente de la República, porque el gobierno incumplió con su mandato constitucional, con el deber elemental de preservar la vida de sus miembros. Esas dos madres que muy difícilmente podrán creer de nueva cuenta, porque les arrancaron lo que más quisieron en sus vidas: uno de sus hijos.
Hay diferencias, es necesario establecerlas. No pueden ser iguales las víctimas casuales de la lucha contra la delincuencia organizada, que aquellas fallecidas porque los gobernantes fueron incapaces de cumplir con el primero de sus compromisos: preservar la vida de sus gobernados.
Medito en esto y cae en mis manos ese texto de Denise Dresser que quiere reconocer en nuestros supuestos líderes sociales, en los que ella cree nos mueven, una autoridad moral, intelectual y política que aspira a que quienes integramos la sociedad recuperemos la confianza en nosotros mismos y en aquellos a quienes se les confió el destino y la riqueza única e irrecuperable de la nación: sus hijos. Y no, no puedo coincidir con ella, porque sus héroes nada aportan para que esta pesadilla termine, se acabe y recuperemos el sendero de la vida en paz.
Coincido sólo en su diagnóstico: “Hoy el pesimismo recorre al país e infecta a quienes entran en contacto a él. México vive obsesionado con el fracaso. Con la victimización. Con todo lo que pudo ser pero no fue. Con lo perdido, lo olvidado, lo maltratado. Con la crónica de catástrofes; de corruptelas; de personajes demasiado pequeños para el país que habitan. México padece lo que Jorge Domínguez, en un artículo en Foreign Affairs, bautizó como la “fracasomanía”: el pesimismo persistente ante una realidad que parece inamovible. La propensión colectiva a pensar que la corrupción no puede ser combatida; que los políticos no pueden ser propositivos; que la sociedad no puede ser movilizada; que la población no puede ser educada; que los buenos siempre sucumben; que los reformadores siempre pierden. Por ello es mejor callar. Es mejor ignorar. Es mejor emigrar”.
Enumera en cuidada selección a aquellos que pueden, deben, merecen ser ejemplo y guía para desterrar el pesimismo. No importan los nombres, porque en su texto tienen un significado afectivo, primero, y otro político después, aunque quizá sea a la inversa. Apunta la señora Dresser: “Quienes pueblan esta lista saben que hay tanto por hacer; tanto por cambiar; tantos sitios donde amontonar el optimismo. El optimismo de la voluntad frente al pesimismo de la inteligencia. El optimismo perpetuo que se convierte en multiplicador. El optimismo que debe llevar espero – a cada uno de los presentes – a hacer una declaración de fe, como la frase que acuñó Rosario Castellanos. Una filosofía personal para ver y andar, vivir y cambiar, participar y no sólo presenciar”.
¿Puede ser optimista la sociedad mexicana, con 28 mil muertes, creciente inseguridad, repunte en el secuestro y, en apariencia, una inamovible impunidad?
Quiero, necesito de ese optimismo, porque aquí nací como lo hicieron mis padres y mis hermanos y todos mis entrañables seres queridos, e incluso aquellos que me han tratado con dureza, pero de los que en su momento recibí una lección.
Para lograrlo, considero necesario, necesarísimo que este gobierno y el próximo den respuestas concretas, porque los políticos conocen el diagnóstico de lo que necesita este país para sacudirse un presidencialismo disfuncional y lograr la transición. Es el camino para terminar con éxito la guerra a la delincuencia organizada, para acotar la impunidad y desterrar la corrupción. Lo demás es multiplicar, un día sí y otro también, esos ojos que muestran miedo.
A estas alturas, sólo encuentro la posibilidad de recuperar el optimismo en la única propuesta capaz de ofrecer una respuesta a lo planteado por Alejandro Martí hace dos años, consistente en una reforma política que permita modificar a fondo un sistema presidencial “que ya no funciona”, como lo advierte hace meses Manlio Fabio Beltrones.
A mi me queda claro. Recuperar la confianza en nosotros mismos, como nación, pasa por la transformación completa del modelo político, trabado a ciencia y conciencia por la corrupción y la impunidad que favorecieron el desbordamiento de la delincuencia organizada. Para terminar con tanta muerte, es necesario dar cristiana sepultura al otrora poderosísimo presidencialismo mexicano, que hoy ni sombra es de lo que fue.
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