Raymundo Riva Palacio / Estrictamente Personal
Como ha sucedido desde hace una década, cuando habla todos escuchan. No importa que no tenga ningún cargo público, su palabra tiene una fuerza que ninguna voz en la política mexicana hoy en día posee. Por eso, cuando Andrés Manuel López Obrador declaró que él se apuntaba desde ahora para contender por la Presidencia de la República, la izquierda se cimbró. Como siempre, fue el primero en capturar el momento postelectoral, y él, que no había ganado nada y que la realidad apagó su crítica y oposición a las alianzas, salió a la cabeza de todos.
López Obrador, que es un factor polarizante en la política mexicana, modificó en cuestión de horas el metabolismo de una izquierda que corría detrás del PAN en las alianzas electorales, cuya dirigencia lastimosa por la sumisión al poder que habían repudiado en 2006 en aras de esa coalición, se había inyectado oxígeno con la victoria aliancista en Oaxaca, Puebla y Sinaloa, y evitado que la mañana del 5 de julio tuvieran un final precipitado para su cuestionado liderazgo.
Perdedor en el conjunto de las elecciones –pese al triunfo de Gabino Cué en Oaxaca, con quien hizo campaña durante cuatro meses en los más de 500 municipios del estado-, López Obrador se recuperó en 72 horas y puso a la izquierda a bailar. Poco después de anunciar en la radio que no esperaría más y que iniciaba su campaña presidencial, el líder nacional del PRD Jesús Ortega, no supo ni qué decir. “Pónganse en mis zapatos”, imploró a los periodistas para justificar su silencio. Más articulado y de reflejos más rápidos, el jefe del gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard, dijo que él también se apuntaba para el 2012.
López Obrador capitalizó el momento y convirtió una derrota en triunfo. Desde un principio fustigó las alianzas y se retiró de toda campaña. Platicó con Cué, con quien lo une una relación de respeto y cordialidad y aceptó, por la convicción del entonces senador que podía ganar la gubernatura en Oaxaca, hacerse a un lado y no minarlo de ninguna manera. Detrás de ese acuerdo había un dato perturbador para las aspiraciones de Cué que estaba apareciendo constantemente en las encuestas: López Obrador le restaba poco más de un punto porcentual en las preferencias electorales. Se había convertido más en un lastre que un activo, y entre ambos pactaron su alejamiento para darle mayor viabilidad a su candidatura.
El político tabasqueño que se quedó a unos cuantos miles de votos de llegar a la Presidencia en 2006, comenzó a cosechar negativos entre el electorado desde su campaña presidencial en aquél año. Errores estratégicos –no ir al primer debate presidencial-, mal manejo de la campaña –creó una estructura paralela a la del partido que nunca se pudo coordinar-, equivocaciones de discurso –insultos al Presidente-, puritanismo –rechazar una alianza electoral con la maestra Elba Esther Gordillo-, y soberbia –negarse a dialogar con varios de los principales empresarios del país-, lo hicieron perder un segmento de clases medias electoralmente volátiles. El plantón sobre Paseo de la Reforma aumentó el número de votantes en su contra y de arrancar 2006 con 20 puntos de ventaja sobre su más cercano adversario, terminó el año con una pérdida de casi 50% del apoyo que tenía meses antes.
En las condiciones políticas actuales, López Obrador no tiene ninguna posibilidad de ganar ninguna elección presidencial, sin importar qué adversario tenga enfrente. Aunque en las preferencias electorales siempre sale en segundo o tercer lugar, sus negativos son mayores que los tiene cualquier político en activo hoy en día. En una elección presidencial, esos negativos, repartidos actualmente entre diversos precandidatos, probablemente se unirían en su contra, como sucedió en 2006 al trasladarse votos del priista Roberto Madrazo al panista Felipe Calderón.
Sin embargo, López Obrador tiene un núcleo duro de seguidores y votantes de seis a ocho puntos del electorado, que si bien no le alcanza para ganar una elección, son indispensables para cualquier candidato que quiera tener posibilidades reales de competir contra un candidato del PAN o del PRI. Sin el apoyo de López Obrador, ningún candidato de izquierda podrá contender con expectativa de triunfo en una elección presidencial. Pero no anunció sus intenciones sólo para ser un jugador estratégico en la arena presidencia, sino para comenzar a construir una base electoral a partir de una estrategia de polarización social.
Sus tácticas no son nuevas. López Obrador ha utilizado el mismo método desde que compitió con Madrazo por la gubernatura de Tabasco, donde provocó una polarización que penetró irreversiblemente en aquella sociedad. En 2005, sobre los errores del ex presidente Vicente Fox que quiso meterlo en la cárcel por un delito menor, aprovechó el momento para construir una candidatura presidencial que lo hacía ver imbatible en 2006, montado sobre la estrategia de polarización. Siempre fue su idea. Si no polarizaba, no avanzaba. De ahí su discurso maniqueo y teológico de buenos y malos, de pobres contra ricos, que penetró la epidermis mexicana.
El discurso no ha cambiado, ni tampoco sus referentes históricos y políticos. En ese sentido López Obrador es quizás el político activo más congruente y auténtico. Eso es lo que lo hace un adversario muy serio y muy peligroso para cualquier contendiente a la Presidencia. Sobretodo para la izquierda, que corre entre el pragmatismo y la genuflexión, y que si no logra construir a un candidato con las suficiente fuerza política, carisma y respaldo de votantes volátiles que obligue a López Obrador a sumarse a ese proyecto, les arrancará la candidatura y tendrán que respaldarlo, si quiere la izquierda mantenerse como fuerza política nacional.
Como ha sucedido desde hace una década, cuando habla todos escuchan. No importa que no tenga ningún cargo público, su palabra tiene una fuerza que ninguna voz en la política mexicana hoy en día posee. Por eso, cuando Andrés Manuel López Obrador declaró que él se apuntaba desde ahora para contender por la Presidencia de la República, la izquierda se cimbró. Como siempre, fue el primero en capturar el momento postelectoral, y él, que no había ganado nada y que la realidad apagó su crítica y oposición a las alianzas, salió a la cabeza de todos.
López Obrador, que es un factor polarizante en la política mexicana, modificó en cuestión de horas el metabolismo de una izquierda que corría detrás del PAN en las alianzas electorales, cuya dirigencia lastimosa por la sumisión al poder que habían repudiado en 2006 en aras de esa coalición, se había inyectado oxígeno con la victoria aliancista en Oaxaca, Puebla y Sinaloa, y evitado que la mañana del 5 de julio tuvieran un final precipitado para su cuestionado liderazgo.
Perdedor en el conjunto de las elecciones –pese al triunfo de Gabino Cué en Oaxaca, con quien hizo campaña durante cuatro meses en los más de 500 municipios del estado-, López Obrador se recuperó en 72 horas y puso a la izquierda a bailar. Poco después de anunciar en la radio que no esperaría más y que iniciaba su campaña presidencial, el líder nacional del PRD Jesús Ortega, no supo ni qué decir. “Pónganse en mis zapatos”, imploró a los periodistas para justificar su silencio. Más articulado y de reflejos más rápidos, el jefe del gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard, dijo que él también se apuntaba para el 2012.
López Obrador capitalizó el momento y convirtió una derrota en triunfo. Desde un principio fustigó las alianzas y se retiró de toda campaña. Platicó con Cué, con quien lo une una relación de respeto y cordialidad y aceptó, por la convicción del entonces senador que podía ganar la gubernatura en Oaxaca, hacerse a un lado y no minarlo de ninguna manera. Detrás de ese acuerdo había un dato perturbador para las aspiraciones de Cué que estaba apareciendo constantemente en las encuestas: López Obrador le restaba poco más de un punto porcentual en las preferencias electorales. Se había convertido más en un lastre que un activo, y entre ambos pactaron su alejamiento para darle mayor viabilidad a su candidatura.
El político tabasqueño que se quedó a unos cuantos miles de votos de llegar a la Presidencia en 2006, comenzó a cosechar negativos entre el electorado desde su campaña presidencial en aquél año. Errores estratégicos –no ir al primer debate presidencial-, mal manejo de la campaña –creó una estructura paralela a la del partido que nunca se pudo coordinar-, equivocaciones de discurso –insultos al Presidente-, puritanismo –rechazar una alianza electoral con la maestra Elba Esther Gordillo-, y soberbia –negarse a dialogar con varios de los principales empresarios del país-, lo hicieron perder un segmento de clases medias electoralmente volátiles. El plantón sobre Paseo de la Reforma aumentó el número de votantes en su contra y de arrancar 2006 con 20 puntos de ventaja sobre su más cercano adversario, terminó el año con una pérdida de casi 50% del apoyo que tenía meses antes.
En las condiciones políticas actuales, López Obrador no tiene ninguna posibilidad de ganar ninguna elección presidencial, sin importar qué adversario tenga enfrente. Aunque en las preferencias electorales siempre sale en segundo o tercer lugar, sus negativos son mayores que los tiene cualquier político en activo hoy en día. En una elección presidencial, esos negativos, repartidos actualmente entre diversos precandidatos, probablemente se unirían en su contra, como sucedió en 2006 al trasladarse votos del priista Roberto Madrazo al panista Felipe Calderón.
Sin embargo, López Obrador tiene un núcleo duro de seguidores y votantes de seis a ocho puntos del electorado, que si bien no le alcanza para ganar una elección, son indispensables para cualquier candidato que quiera tener posibilidades reales de competir contra un candidato del PAN o del PRI. Sin el apoyo de López Obrador, ningún candidato de izquierda podrá contender con expectativa de triunfo en una elección presidencial. Pero no anunció sus intenciones sólo para ser un jugador estratégico en la arena presidencia, sino para comenzar a construir una base electoral a partir de una estrategia de polarización social.
Sus tácticas no son nuevas. López Obrador ha utilizado el mismo método desde que compitió con Madrazo por la gubernatura de Tabasco, donde provocó una polarización que penetró irreversiblemente en aquella sociedad. En 2005, sobre los errores del ex presidente Vicente Fox que quiso meterlo en la cárcel por un delito menor, aprovechó el momento para construir una candidatura presidencial que lo hacía ver imbatible en 2006, montado sobre la estrategia de polarización. Siempre fue su idea. Si no polarizaba, no avanzaba. De ahí su discurso maniqueo y teológico de buenos y malos, de pobres contra ricos, que penetró la epidermis mexicana.
El discurso no ha cambiado, ni tampoco sus referentes históricos y políticos. En ese sentido López Obrador es quizás el político activo más congruente y auténtico. Eso es lo que lo hace un adversario muy serio y muy peligroso para cualquier contendiente a la Presidencia. Sobretodo para la izquierda, que corre entre el pragmatismo y la genuflexión, y que si no logra construir a un candidato con las suficiente fuerza política, carisma y respaldo de votantes volátiles que obligue a López Obrador a sumarse a ese proyecto, les arrancará la candidatura y tendrán que respaldarlo, si quiere la izquierda mantenerse como fuerza política nacional.
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