Sucesión presidencial e inacabada transición

Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder

Durante los próximos 18 meses el imaginario colectivo permanecerá bajo el influjo de la sucesión presidencial y la renovación del contrato social, hoy transformado en un contrato de esperanza.

Será en torno al nombre y la personalidad de quien sucederá a Felipe Calderón Hinojosa, como se abordará el análisis de los problemas nacionales de pendiente solución. Son tan profundos, amplios y cruentos, que se perderán de vista los tres desafíos angulares: transición incompleta, tiempo político y globalización. Si no se resuelven, los otros tampoco.

El tiempo político determina el proceder y las acciones de los representantes populares ansiosos de ser reelegidos. Quieren, necesitan la seguridad de una permanencia, porque “el tiempo produce violencia; es la única violencia. Otro habrá que te sujetará y te llevará a donde no quieres ir; el tiempo lleva a donde no se quiere ir…”; por lo pronto, la no reelección conduce al desempleo, el miedo a no tener ingresos puede llevar a la corrupción, ésta a la impunidad, y el ciclo se reinicia. El quehacer político está determinado por el tiempo.

La transición permanece atorada, no puede concretarse, porque los políticos nacionales carecen de una definición actual, moderna del poder. Éste dejó de ser una pulsión como la padecida por los griegos y los romanos, o la sufrida por las víctimas de las dictaduras. Dejó de ser un legado de Dios para convertirse en una transacción humana.

Apunta mi consejero en ciencia política: “Si se quiere considerar el poder como un fenómeno concebible, hay que pensar que puede ampliar las bases sobre las que descansa sólo hasta un cierto punto, detrás del cual choca como con un muro infranqueable. Sin embargo, no le está permitido detenerse; el aguijón de la rivalidad le obliga a ir cada vez más lejos, es decir, a sobrepasar los límites dentro de los que puede, efectivamente, ejercerse. Se extiende más allá de lo que puede controlar; domina más allá de lo que puede imponer; gasta más de lo que son sus propios recursos. Ésta es la contradicción interna que todo régimen lleva en sí como un germen de muerte; está constituida por la oposición entre el carácter, necesariamente limitado, de las bases materiales del poder y el carácter, necesariamente ilimitado en cuanto relación entre los hombres, de la carrera por el poder”.

De haberlo comprendido, la deuda externa sólo hubiese sido una seductora tentación; la venta del sistema nacional de pagos para sustituir los bancos mexicanos, para que nada más permaneciera Banorte, habría quedado en una amarga pesadilla; El TLCAN, el Plan Mérida y otros convenios internacionales hubieran sido negociados en condiciones distintas, y México cumpliría esos acuerdos en pie de igualdad con sus contrapartes, no como un hijo menor al que es necesario tomarle la lección.

Por eso, “la transición del modelo político surgido de la Revolución a una sociedad abierta y además globalizada es muy difícil, teniendo en cuenta las condiciones objetivas -imposible, porque se necesitaría una colaboración consciente entre poderes y sociedad-. Los poderes nada harán por transformarse e incluso reducirse: aunque lo desearan, no podrían hacerlo por la rivalidad…”

Resolver esta contradicción allanará el camino a las reformas, de las cuales el Estado y la sociedad no pueden sustraerse. El caso es concebirlas y aplicarlas para que sean útiles al desarrollo de la nación; de ninguna manera para que sólo sirvan a la satisfacción de las necesidades económicas y sociales de Estados Unidos, que es a donde nos conduce el camino que hoy seguimos.

El que ocupe la silla presidencial a partir de 2012, deberá estar consciente de que México no puede sustraerse a la globalización y sus consecuencias; consciente también de que la velocidad y el modo en que acortemos el rezago y las asimetrías con los socios internacionales de este modelo de desarrollo con aspiraciones de universalidad, permitirá a los mexicanos tener opciones menos difíciles.

Las exigencias económicas de la globalización y la concentración de la riqueza en manos ajenas al Estado, que de todas formas ha de cumplir con el contrato social, han potenciado actividades humanas que se pensó estaban erradicadas o, al menos perfectamente acotadas. El tráfico de seres humanos, la reaparición de los tratantes de esclavos es una consecuencia de la profundidad del desempleo y la necesidad de satisfacer las necesidades primarias de los integrantes de la sociedad y de quienes ejercen el poder, en unos casos, en otros solamente del Estado.

La inseguridad pública, el narcotráfico y todos sus derivados, el desempleo, los problemas de salud e higiene, las deficiencias educativas, ninguno de los agobiantes problemas nacionales podrá resolverse si no le entran con todo a la transición. Continuar como se ha procedido desde 1988, es cancelar el futuro de México, lo que pueda ser que no intereses a quienes ya se disputan los despojos de una patria que se soñó convertida en una gran nación.

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