Martha Anaya / Crónica de Política
Estamos próximos a cumplir dos meses de la desaparición de Diego Fernández de Cevallos. Sigue sin aparecer. No hay ninguna versión oficial que nos indique cómo van las negociaciones –si realmente las ha habido–, ni si éstas continúan. La Procuraduría General de la República, como sabemos, se hizo a un lado; la familia del panista nada dice; su abogado, Antonio Lozano Gracia, tampoco.
El silencio es grave. Pesa como lápida. Y no impide que a medida que transcurren las semanas se escuche con mayor insistencia en los altos círculos del poder y de las Fuerzas Armadas una versión que apunta hacia lo peor. Lo hemos escuchado ya en reiteradas ocasiones. Hemos preguntado por Diego en distintas ocasiones y la respuesta que recibimos –siempre extraoficialmente– es seca, lacónica, sin titubeos: “muerto”.
No dan mayores detalles, no hacen más comentarios, no dan prueba ni pista alguna. Sólo eso: la respuesta fría, directa, quasi monosilábica.
Nada extra que apuntale tal versión. Pero sí lo significativo de cercanía de nuestros interlocutores a Los Pinos y a la Sedena. Por eso nos animamos a mencionarlo, por ello inquieta.
El domingo pasado, en plena jornada electoral, Manuel Espino, twitteaba con un cierto dejo de reto: “A ver si ahora que pasaron las elecciones nos dicen qué pasó con Diego”
Recordemos que Manuel Espino levantó un gran escándalo la mañana del 15 de mayo –Diego desapareció la noche del 14–, cuando apenas comenzó a circular la versión de la desaparición del “Jefe” Diego, y twitteó que tenía la versión de que, efectivamente, Fernández de Cevallos estaba muerto y que su cuerpo se encontraba en la zona militar de Querétaro.
Se le vino el mundo encima. Se negó tal versión desde todos los ámbitos. Seis días después apareció una fotografía de Diego en internet –presumiblemente la hicieron circular sus captores– en la que se veía al ex candidato presidencial con el torso desnudo, los ojos vendados y señales de un golpe en la parte superior del labio.
Poco después se dijo que la familia y los abogados estaban negociando su rescate, pidieron a la PGR que los dejara actuar, que no se metiera, para preservar la integridad de Diego. Incluso se mencionó que en la negociación se hablaba de la cifra de 50 millones de dólares por el rescate.
Días después, el representante de Prisa en México, Antonio Navalón, publicó que un Secretario de Estado (sin especificar cuál, aunque la lógica apunta hacia Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública Federal) siguió con las pesquisas y que en un momento dado –vía intervención de los teléfonos– detectó una llamada de los presuntos secuestradores.
Esa primera comunicación, según escribió en El Universal, se dio desde una cabina telefónica. Que el secretario en cuestión ubicó el origen del número y mandó a la policía a sacar huellas y que dos días después, recibían las fotos de los policías tomando las huellas en el teléfono público. Y con ellas, un mensaje: una sola vulneración más del acuerdo y verán la ejecución de Diego en vivo y directo.
A partir de ese momento, según lo que dio a conocer Navalón, la relación entre la familia de Diego y los secuestradores se dio a través de mensajes que se recogen en iglesias de Guanajuato.
De esta información hace ya casi un mes. Nada relevante se ha sumado desde entonces al caso Diego. Nada, al menos, públicamente.
Pero más allá del silencio informativo sobre el tema, inquietan –reiteramos—las insistentes versiones que apuntan a últimas fechas hacia otro lado, hacia una historia muy distinta a la que nos han contado.
Estamos próximos a cumplir dos meses de la desaparición de Diego Fernández de Cevallos. Sigue sin aparecer. No hay ninguna versión oficial que nos indique cómo van las negociaciones –si realmente las ha habido–, ni si éstas continúan. La Procuraduría General de la República, como sabemos, se hizo a un lado; la familia del panista nada dice; su abogado, Antonio Lozano Gracia, tampoco.
El silencio es grave. Pesa como lápida. Y no impide que a medida que transcurren las semanas se escuche con mayor insistencia en los altos círculos del poder y de las Fuerzas Armadas una versión que apunta hacia lo peor. Lo hemos escuchado ya en reiteradas ocasiones. Hemos preguntado por Diego en distintas ocasiones y la respuesta que recibimos –siempre extraoficialmente– es seca, lacónica, sin titubeos: “muerto”.
No dan mayores detalles, no hacen más comentarios, no dan prueba ni pista alguna. Sólo eso: la respuesta fría, directa, quasi monosilábica.
Nada extra que apuntale tal versión. Pero sí lo significativo de cercanía de nuestros interlocutores a Los Pinos y a la Sedena. Por eso nos animamos a mencionarlo, por ello inquieta.
El domingo pasado, en plena jornada electoral, Manuel Espino, twitteaba con un cierto dejo de reto: “A ver si ahora que pasaron las elecciones nos dicen qué pasó con Diego”
Recordemos que Manuel Espino levantó un gran escándalo la mañana del 15 de mayo –Diego desapareció la noche del 14–, cuando apenas comenzó a circular la versión de la desaparición del “Jefe” Diego, y twitteó que tenía la versión de que, efectivamente, Fernández de Cevallos estaba muerto y que su cuerpo se encontraba en la zona militar de Querétaro.
Se le vino el mundo encima. Se negó tal versión desde todos los ámbitos. Seis días después apareció una fotografía de Diego en internet –presumiblemente la hicieron circular sus captores– en la que se veía al ex candidato presidencial con el torso desnudo, los ojos vendados y señales de un golpe en la parte superior del labio.
Poco después se dijo que la familia y los abogados estaban negociando su rescate, pidieron a la PGR que los dejara actuar, que no se metiera, para preservar la integridad de Diego. Incluso se mencionó que en la negociación se hablaba de la cifra de 50 millones de dólares por el rescate.
Días después, el representante de Prisa en México, Antonio Navalón, publicó que un Secretario de Estado (sin especificar cuál, aunque la lógica apunta hacia Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública Federal) siguió con las pesquisas y que en un momento dado –vía intervención de los teléfonos– detectó una llamada de los presuntos secuestradores.
Esa primera comunicación, según escribió en El Universal, se dio desde una cabina telefónica. Que el secretario en cuestión ubicó el origen del número y mandó a la policía a sacar huellas y que dos días después, recibían las fotos de los policías tomando las huellas en el teléfono público. Y con ellas, un mensaje: una sola vulneración más del acuerdo y verán la ejecución de Diego en vivo y directo.
A partir de ese momento, según lo que dio a conocer Navalón, la relación entre la familia de Diego y los secuestradores se dio a través de mensajes que se recogen en iglesias de Guanajuato.
De esta información hace ya casi un mes. Nada relevante se ha sumado desde entonces al caso Diego. Nada, al menos, públicamente.
Pero más allá del silencio informativo sobre el tema, inquietan –reiteramos—las insistentes versiones que apuntan a últimas fechas hacia otro lado, hacia una historia muy distinta a la que nos han contado.
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