Martha Anaya / Crónica de Política
Desde hace buen rato –aún antes de que Felipe Calderón le declarara la guerra al narcotráfico—había ya algunas zonas del país donde los corresponsales vivían amenazados por los narcos.
Tamaulipas era uno de esos espacios. De hecho, fue uno de los primeros estados –casi a la par con Michoacán—en los que los focos rojos se encendieron en las redacciones de los diarios nacionales. La ciudad de Tijuana se cocinaba aparte, como foco infrarrojo por sí sola.
Recuerdo conversaciones con algunos de nuestros corresponsales –buenos y probados periodistas que trabajaban para Excélsior—que comenzaron por pedirnos que no firmáramos sus notas relacionadas con el narcotráfico. Habían sido amenazados por los capos si difundían algo, ya fuesen balaceras, ejecuciones, y no se diga algo relacionado con su identidad o vida personal.
Pidieron luego, ante sucesos de fuerte impacto, que enviásemos algún reportero con base en el Distrito Federal –a los que ellos los apoyarían en todo–, para evitar que los señalados por las investigaciones periodísticas tomaran represalias contra ellos, que ahí vivían.
Así lo hicimos. Estábamos ya en la década de los noventa del siglo pasado. Los enviados investigaban con apoyo de los corresponsales en los estados y guardaban el material hasta volver a la ciudad de México. Ya aquí, se procesaba el material y se publicaba con la firma del enviado, aunque en ocasiones también éste llegó a omitirse a petición del propio enviado.
Desde la redacción del diario, el tema del narcotráfico comenzó a recibir un tratamiento semejante al que dábamos a los conflictos armados, en el sentido de enviar a la cobertura o la investigación de algún hecho relacionado con el tema, únicamente a reporteros que se ofrecieran a ello. Es decir, no recibían una orden. Se les planteaba el tipo de reportaje que buscábamos y ellos decidían si se animaban o no. (Valga señalar que nunca contaron con un seguro de vida, ni había sobresueldo ni nada que se le pareciera).
Más adelante, hará unos siete u ocho años, corresponsales de muy distintas zonas del país –ya no fueron sólo de prensa escrita, sino también de radio y televisión–dejaron de plano de enviar información sobre cuanto acontecía con el crimen organizado. Fueron acallados en su mayoría en las zonas “calientes”.
Ese era en términos generales la forma en que se vivía el vis a vis de los periodistas con el narcotráfico antes de que Felipe Calderón le declarara la guerra y sacara al ejército a las calles para enfrentarlo.
Ahí comenzó otra historia para la prensa. El tema pasó a ocupar primeras planas de manera casi cotidiana con versiones del propio gobierno sobre los enfrentamientos. Recordemos incluso homenajes con el título –y homenaje– de “héroes”, presididos incluso por los máximos jerarcas del Ejército Mexicano, que recibieron los primeros caídos en batalla.
Entramos luego a la etapa del narcoterrorismo: las granadas que estallaron la noche del 15 de septiembre en Morelia, Michoacán. Enfrentamientos cada vez más cruentos aquí y allá: decapitados, “pozoleados”, ahorcados bajo puentes, ajusticiamientos en bares y fiestas, y todo el rosario de horror que hoy nos llena.
En medio de todo ello, las dos partes presionaron aún más a los periodistas y a los medios de comunicación. Del lado del gobierno se pidió “apoyo” a su estrategia, a tratar de evitar la “percepción” de inseguridad que provocaban los medios con la transmisión de las noticias de roja al darles tanta preeminencia.
Los narcos, por su parte, comenzaron a comunicarse a través de mantas y pintas, lanzaron granadas en instalaciones de Televisa en Monterrey; han “levantado”, desaparecido y matado a reporteros; la “Tuta”, uno de los principales capos de “La familia” de Michoacán, se comunicó directamente a un noticiero para hacerse oír; el “Mayo” Zambada buscó a uno de los periodistas insignes, Julio Scherer, para hablar con él y enviar mensajes.
Pero no sólo eso, los narcos encontraron otros medios para hacerse escuchar ante la “cerrazón” o “silencio” de los medios sobre sus mensajes: internet y twitter. Youtube es uno de los espacios que más utilizan hoy: videos de interrogatorios y ejecuciones aparecen frecuentemente. Uno de los últimos es realmente increíble, el interrogatorio a un policía sobre la autoría de los crímenes en Durango, en los que resultó que eran los propios reos quienes salían por la noche a realizar las ejecuciones.
Y a la par de ello, la “toma de rehenes” de cuatro periodistas para tratar de obligar a Televisa y a Multimedios a transmitir ciertos videos e informaciones.
Así, en medio de esta guerra, el periodismo y los periodistas están siendo crucificados.
Desde hace buen rato –aún antes de que Felipe Calderón le declarara la guerra al narcotráfico—había ya algunas zonas del país donde los corresponsales vivían amenazados por los narcos.
Tamaulipas era uno de esos espacios. De hecho, fue uno de los primeros estados –casi a la par con Michoacán—en los que los focos rojos se encendieron en las redacciones de los diarios nacionales. La ciudad de Tijuana se cocinaba aparte, como foco infrarrojo por sí sola.
Recuerdo conversaciones con algunos de nuestros corresponsales –buenos y probados periodistas que trabajaban para Excélsior—que comenzaron por pedirnos que no firmáramos sus notas relacionadas con el narcotráfico. Habían sido amenazados por los capos si difundían algo, ya fuesen balaceras, ejecuciones, y no se diga algo relacionado con su identidad o vida personal.
Pidieron luego, ante sucesos de fuerte impacto, que enviásemos algún reportero con base en el Distrito Federal –a los que ellos los apoyarían en todo–, para evitar que los señalados por las investigaciones periodísticas tomaran represalias contra ellos, que ahí vivían.
Así lo hicimos. Estábamos ya en la década de los noventa del siglo pasado. Los enviados investigaban con apoyo de los corresponsales en los estados y guardaban el material hasta volver a la ciudad de México. Ya aquí, se procesaba el material y se publicaba con la firma del enviado, aunque en ocasiones también éste llegó a omitirse a petición del propio enviado.
Desde la redacción del diario, el tema del narcotráfico comenzó a recibir un tratamiento semejante al que dábamos a los conflictos armados, en el sentido de enviar a la cobertura o la investigación de algún hecho relacionado con el tema, únicamente a reporteros que se ofrecieran a ello. Es decir, no recibían una orden. Se les planteaba el tipo de reportaje que buscábamos y ellos decidían si se animaban o no. (Valga señalar que nunca contaron con un seguro de vida, ni había sobresueldo ni nada que se le pareciera).
Más adelante, hará unos siete u ocho años, corresponsales de muy distintas zonas del país –ya no fueron sólo de prensa escrita, sino también de radio y televisión–dejaron de plano de enviar información sobre cuanto acontecía con el crimen organizado. Fueron acallados en su mayoría en las zonas “calientes”.
Ese era en términos generales la forma en que se vivía el vis a vis de los periodistas con el narcotráfico antes de que Felipe Calderón le declarara la guerra y sacara al ejército a las calles para enfrentarlo.
Ahí comenzó otra historia para la prensa. El tema pasó a ocupar primeras planas de manera casi cotidiana con versiones del propio gobierno sobre los enfrentamientos. Recordemos incluso homenajes con el título –y homenaje– de “héroes”, presididos incluso por los máximos jerarcas del Ejército Mexicano, que recibieron los primeros caídos en batalla.
Entramos luego a la etapa del narcoterrorismo: las granadas que estallaron la noche del 15 de septiembre en Morelia, Michoacán. Enfrentamientos cada vez más cruentos aquí y allá: decapitados, “pozoleados”, ahorcados bajo puentes, ajusticiamientos en bares y fiestas, y todo el rosario de horror que hoy nos llena.
En medio de todo ello, las dos partes presionaron aún más a los periodistas y a los medios de comunicación. Del lado del gobierno se pidió “apoyo” a su estrategia, a tratar de evitar la “percepción” de inseguridad que provocaban los medios con la transmisión de las noticias de roja al darles tanta preeminencia.
Los narcos, por su parte, comenzaron a comunicarse a través de mantas y pintas, lanzaron granadas en instalaciones de Televisa en Monterrey; han “levantado”, desaparecido y matado a reporteros; la “Tuta”, uno de los principales capos de “La familia” de Michoacán, se comunicó directamente a un noticiero para hacerse oír; el “Mayo” Zambada buscó a uno de los periodistas insignes, Julio Scherer, para hablar con él y enviar mensajes.
Pero no sólo eso, los narcos encontraron otros medios para hacerse escuchar ante la “cerrazón” o “silencio” de los medios sobre sus mensajes: internet y twitter. Youtube es uno de los espacios que más utilizan hoy: videos de interrogatorios y ejecuciones aparecen frecuentemente. Uno de los últimos es realmente increíble, el interrogatorio a un policía sobre la autoría de los crímenes en Durango, en los que resultó que eran los propios reos quienes salían por la noche a realizar las ejecuciones.
Y a la par de ello, la “toma de rehenes” de cuatro periodistas para tratar de obligar a Televisa y a Multimedios a transmitir ciertos videos e informaciones.
Así, en medio de esta guerra, el periodismo y los periodistas están siendo crucificados.
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