Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
Desde la explosión del coche bomba en Ciudad Juárez el aire es diferente, electriza, pervierte las sensaciones y somete a los indecisos, porque lo que se respira a partir de ese día es el miedo, irremediable e incontenible. El narcoterror es distinto, diferente, ajeno al compromiso ideológico, político, revolucionario e incluso religioso.
Si el terrorismo islámico es un morir matando para acceder a la gloria; si los anarquistas que antecedieron a la revolución rusa asesinaron para matar a Dios; si Gavrilo Princip decide ejecutar al archiduque Francisco Fernando para precipitar la decadencia que disolverá al Imperio, el narcoterror aspira a la disolución, al desorden, al río revuelto, al miedo, a la manifestación del escondido deseo de que todo se precipite en violencia y muerte.
¿Cómo y por qué deciden los barones de la droga, escalar del degüello y las ejecuciones al narcoterror? ¿No era la fórmula de Genaro García Luna y Facundo Rosas, la acción idónea para pacificar Ciudad Juárez y zurcir el tejido social? ¿No era el Ejército el culpable de todo lo malo que procede de las fuerzas del orden en la lucha contra la delincuencia organizada?
José Francisco Blake Mora debe entender, como entienden los personajes de las mejores novelas, que los barones de la droga aspiran a que la “sociedad se acostumbre al caos, a esperar la agresión más perversa: cartas bomba, veneno en el agua, víctimas decapitadas en las calles, asesinatos en masa como consecuencia del ejercicio legítimo de la violencia por parte del Estado. Los narcoterroristas están urgidos de que la sociedad se entere de cómo sus miembros pueden morir por los atentados en los aeropuertos, pueden sufrir por las violaciones en los ascensores, pueden padecer por ser sometidos a tortura por sus secuestradores, o simple y llanamente pueden desaparecer víctimas de los tratantes de esclavos…”
Lo ocurrido en Juárez puede considerarse un ensayo. Usaron nada más diez kilos de explosivos, fallecieron cuatro personas y hubo pocos lesionados. ¿Cómo reaccionará la sociedad cuando sean usados 100 o 200 kilos de explosivos, cuando las víctimas fatales se sumen en decenas y los heridos también, cuando el miedo llene sus pulmones, oxigene su sangre y determine así cómo ha de conducirse en adelante? Según reporta Milenio diario, los números oficiales son: cuatro muertos confirmados; siete heridos, entre ellos un camarógrafo de televisión; cuatro vehículos dañados, un particular, dos patrullas y uno de rescate; un kilómetro el perímetro cerrado para realizar las investigaciones, y el apagón como consecuencias del atentado duró 5 horas.
Habría que atender a la pluma de María Luisa “La China” Mendoza, para, como lo explica en su texto de Excélsior del sábado anterior, aceptar que ya nos agreden los miedos adultos, que la sociedad padece dolores, empieza a moverse con torpeza, como si no quisiera despertar a esa realidad de la muerte violenta y cotidiana con la que llenan sus espacios y asesinan a mansalva la tranquila esperanza en que se movía, con la idea, la esperanza de conquistar ese perdido sueño colectivo del bienestar.
Por lo pronto, todo indica que los expertos de seguridad nacional en Estados Unidos están más atentos que las autoridades mexicanas y, como lo declarara a Excélsior Maureen Meyer, coordinadora de la sección México del centro de investigación de la Oficina de Washington para Asuntos Latinoamericanos, “la explosión del coche-bomba en Ciudad Juárez, el cual impactó 50 metros a la redonda y provocó la muerte de cuatro personas es 'un hecho muy preocupante por lo que podría significar, si es el primero de otros ataques. Sería una escalada aún mayor de la violencia que se ha visto en México'.
Meyer también indica: hay un conflicto por el control de la plaza; la sustitución de los militares por la Policía Federal no disminuyó la violencia; se requiere atacar a fondo la corrupción existente en las instituciones mexicanas y lograr que el sistema de justicia sea capaz de investigar y procesar a los culpables. Se refiere, así mismo, a la transparencia y la rendición de cuentas, pero nada dice acerca de cómo y quién pone los cadáveres mientras se imponen las recetas concebidas por los estadounidenses para controlar el mercado del narcotráfico, del cual ellos son los principales consumidores y beneficiarios del dinero negro que produce.
Ocurrido lo de Ciudad Juárez es casi imposible no considerar como el inicio de este deslizamiento hacia el terror y la dictadura, la ejecución de Rodolfo Torre Cantú. Hace algunas semanas mi gurú literario me refirió a las consecuencias del terrorismo, tal como se enumeran en La Salamandra:
“Como arma (el terrorismo), es casi irresistible. Infunde miedo y duda. Destruye la confianza en los procedimientos democráticos. Inmoviliza a las fuerzas policíacas. Polariza facciones: los jóvenes contra los viejos; los que no tienen contra los que tienen; los ignorantes contra los intelectuales; los idealistas contra los pragmáticos. Como infección social es más mortífera que una plaga: justifica los remedios más viles, la suspensión de los derechos humanos, las detenciones preventivas, los castigos crueles e inusitados, el soborno, la tortura y el asesinato legal…”
No se trata, entonces, como en el cuento de Horacio Quiroga, de jalarle los bigotes al tigre y pasarle el cautín por los testículos, porque terminó comiéndose al domador; en este caso la única que pierde es la sociedad, porque el gobierno ya perdió.
Luego dirán que los analistas y críticos nada comprendemos, que la tolerancia pone en riesgo la estabilidad y el orden exigido para combatir a la delincuencia organizada, y escalarán en los atentados a la libertad de expresión, porque quienes desde el gobierno temen hacer uso de la legítima violencia del Estado, gustosos practican el ejercicio de callar conciencias críticas.
Como escribe Philip Roth: “¿Llamas a eso extremo? No, creo que lo extremo es seguir viviendo como de costumbre cuando no cesa esta locura, cuando a derecha, izquierda y centro explotan a la gente, y tú puedes ponerte tu traje y tu corbata cada día para ir a trabajar, como si no pasara nada. Eso es lo extremo. Eso es una e-e-estupidez extrema, si quieres saberlo”, dejar que la vida siga como si no pasara nada.
Desde la explosión del coche bomba en Ciudad Juárez el aire es diferente, electriza, pervierte las sensaciones y somete a los indecisos, porque lo que se respira a partir de ese día es el miedo, irremediable e incontenible. El narcoterror es distinto, diferente, ajeno al compromiso ideológico, político, revolucionario e incluso religioso.
Si el terrorismo islámico es un morir matando para acceder a la gloria; si los anarquistas que antecedieron a la revolución rusa asesinaron para matar a Dios; si Gavrilo Princip decide ejecutar al archiduque Francisco Fernando para precipitar la decadencia que disolverá al Imperio, el narcoterror aspira a la disolución, al desorden, al río revuelto, al miedo, a la manifestación del escondido deseo de que todo se precipite en violencia y muerte.
¿Cómo y por qué deciden los barones de la droga, escalar del degüello y las ejecuciones al narcoterror? ¿No era la fórmula de Genaro García Luna y Facundo Rosas, la acción idónea para pacificar Ciudad Juárez y zurcir el tejido social? ¿No era el Ejército el culpable de todo lo malo que procede de las fuerzas del orden en la lucha contra la delincuencia organizada?
José Francisco Blake Mora debe entender, como entienden los personajes de las mejores novelas, que los barones de la droga aspiran a que la “sociedad se acostumbre al caos, a esperar la agresión más perversa: cartas bomba, veneno en el agua, víctimas decapitadas en las calles, asesinatos en masa como consecuencia del ejercicio legítimo de la violencia por parte del Estado. Los narcoterroristas están urgidos de que la sociedad se entere de cómo sus miembros pueden morir por los atentados en los aeropuertos, pueden sufrir por las violaciones en los ascensores, pueden padecer por ser sometidos a tortura por sus secuestradores, o simple y llanamente pueden desaparecer víctimas de los tratantes de esclavos…”
Lo ocurrido en Juárez puede considerarse un ensayo. Usaron nada más diez kilos de explosivos, fallecieron cuatro personas y hubo pocos lesionados. ¿Cómo reaccionará la sociedad cuando sean usados 100 o 200 kilos de explosivos, cuando las víctimas fatales se sumen en decenas y los heridos también, cuando el miedo llene sus pulmones, oxigene su sangre y determine así cómo ha de conducirse en adelante? Según reporta Milenio diario, los números oficiales son: cuatro muertos confirmados; siete heridos, entre ellos un camarógrafo de televisión; cuatro vehículos dañados, un particular, dos patrullas y uno de rescate; un kilómetro el perímetro cerrado para realizar las investigaciones, y el apagón como consecuencias del atentado duró 5 horas.
Habría que atender a la pluma de María Luisa “La China” Mendoza, para, como lo explica en su texto de Excélsior del sábado anterior, aceptar que ya nos agreden los miedos adultos, que la sociedad padece dolores, empieza a moverse con torpeza, como si no quisiera despertar a esa realidad de la muerte violenta y cotidiana con la que llenan sus espacios y asesinan a mansalva la tranquila esperanza en que se movía, con la idea, la esperanza de conquistar ese perdido sueño colectivo del bienestar.
Por lo pronto, todo indica que los expertos de seguridad nacional en Estados Unidos están más atentos que las autoridades mexicanas y, como lo declarara a Excélsior Maureen Meyer, coordinadora de la sección México del centro de investigación de la Oficina de Washington para Asuntos Latinoamericanos, “la explosión del coche-bomba en Ciudad Juárez, el cual impactó 50 metros a la redonda y provocó la muerte de cuatro personas es 'un hecho muy preocupante por lo que podría significar, si es el primero de otros ataques. Sería una escalada aún mayor de la violencia que se ha visto en México'.
Meyer también indica: hay un conflicto por el control de la plaza; la sustitución de los militares por la Policía Federal no disminuyó la violencia; se requiere atacar a fondo la corrupción existente en las instituciones mexicanas y lograr que el sistema de justicia sea capaz de investigar y procesar a los culpables. Se refiere, así mismo, a la transparencia y la rendición de cuentas, pero nada dice acerca de cómo y quién pone los cadáveres mientras se imponen las recetas concebidas por los estadounidenses para controlar el mercado del narcotráfico, del cual ellos son los principales consumidores y beneficiarios del dinero negro que produce.
Ocurrido lo de Ciudad Juárez es casi imposible no considerar como el inicio de este deslizamiento hacia el terror y la dictadura, la ejecución de Rodolfo Torre Cantú. Hace algunas semanas mi gurú literario me refirió a las consecuencias del terrorismo, tal como se enumeran en La Salamandra:
“Como arma (el terrorismo), es casi irresistible. Infunde miedo y duda. Destruye la confianza en los procedimientos democráticos. Inmoviliza a las fuerzas policíacas. Polariza facciones: los jóvenes contra los viejos; los que no tienen contra los que tienen; los ignorantes contra los intelectuales; los idealistas contra los pragmáticos. Como infección social es más mortífera que una plaga: justifica los remedios más viles, la suspensión de los derechos humanos, las detenciones preventivas, los castigos crueles e inusitados, el soborno, la tortura y el asesinato legal…”
No se trata, entonces, como en el cuento de Horacio Quiroga, de jalarle los bigotes al tigre y pasarle el cautín por los testículos, porque terminó comiéndose al domador; en este caso la única que pierde es la sociedad, porque el gobierno ya perdió.
Luego dirán que los analistas y críticos nada comprendemos, que la tolerancia pone en riesgo la estabilidad y el orden exigido para combatir a la delincuencia organizada, y escalarán en los atentados a la libertad de expresión, porque quienes desde el gobierno temen hacer uso de la legítima violencia del Estado, gustosos practican el ejercicio de callar conciencias críticas.
Como escribe Philip Roth: “¿Llamas a eso extremo? No, creo que lo extremo es seguir viviendo como de costumbre cuando no cesa esta locura, cuando a derecha, izquierda y centro explotan a la gente, y tú puedes ponerte tu traje y tu corbata cada día para ir a trabajar, como si no pasara nada. Eso es lo extremo. Eso es una e-e-estupidez extrema, si quieres saberlo”, dejar que la vida siga como si no pasara nada.
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