Jenaro Villamil
No son tecnócratas porque su paso por la alta burocracia financiera es inexistente, sus doctorados no brillan y su especialización en las áreas que ocupan es prácticamente nula. No son gerentes como el gabinete de Vicente Fox porque ninguno ha administrado una empresa propia, aunque varios hayan sido empleados de trasnacionales. Y sólo uno de los más cercanos, Juan Camilo Mouriño, aspiró a ser heredero de una serie de empresas familiares de dudosa procedencia y heredero fallido del gobierno de su amigo.
Tampoco constituyen una clase política porque para eso se requiere liderazgo, cohesión, proyecto claro, redes múltiples entre las elites y capacidad de operación política. Ya ni pensar que se trata de futuros candidatos presidenciales porque cualquier sondeo de opinión indica que son conocidos, si acaso, por sus familiares.
En realidad, el equipo más cercano a Calderón es una colección de nanócratas. Es decir, especialistas en la millonésima parte de su materia de estudio. Tan infinitesimales como su trayectoria. Tan efímeros como el parpadeo de un sexenio frustrado. Surgieron como generación espontánea porque tampoco tienen carrera de partido –salvo su jefe que llegó a dirigir a Acción Nacional-, si acaso los vincula su paso sin huella por la Escuela Libre de Derecho y la apropiación de las áreas clave de gobierno (Los Pinos, la Secretaría de Gobernación, la Secretaría de Hacienda, la Secretaría de Economía, la Secretaría de Desarrollo Social y buena parte de las decisiones en materia de seguridad pública e inteligencia política).
Los recientes cambios en el gabinete confirman el perfil de nanócratas que Calderón requiere para su gobierno. El atributo principal de estos funcionarios, presumido incluso entre ellos, es la lealtad personal al presidente en turno, aunque en la lealtad exista déficit de capacidad, de experiencia y de visión de Estado (eso ya es mucho pedir). El propio secretario del Trabajo, Javier Lozano, nanócrata transexenal, presumió incluso que él es capaz de hacer “cualquier cosa” que quiera su jefe. Cualquier cosa. ¿Eso incluirá negociar con empresarios de origen asiático a quien les pide “coopelas o cuello”?. El secretario de Comunicaciones y Transportes, Juan Molinar Horcasitas, en alguna ocasión experto en la materia electoral, se transformó en nanócrata multiusos: de subsecretario pasó a titular del Seguro Social, ahora es el responsable de la dependencia que más licitaciones y contratos claves genera en la administración pública y ha extendido como el pulpo Paul sus redes hasta la Cofetel, quizá confundiéndola con una guardería subrogada.
Un nanócrata siempre cree que puede enfrentar poderes fácticos con el poder de la firma de su jefe. Docilidad antes que capacidad. Exceso de autoconfianza y pérdida del sentido de la realidad.
En la Secretaría de Economía, Calderón sustituyó a un nanócrata por otro, aunque tenga apellido de marca automotriz. Ferrari, además, de su perfil conservador en lo religioso y transgénico en lo empresarial, no dio una información puntual de lo que hizo o quiso hacer con ese membrete llamado ProMéxico.
Por Calderón nos enteramos que la nanócrata mayor, de nombre Patricia Flores, no sólo fue la jefa de la Oficina de la Presidencia, sino la responsable de medidas públicas tan cuestionadas como la estrategia de inoculación del miedo social en el combate a la epidemia de la influenza A/H1N1 o la artífice para desaparecer de un decretazo el Sindicato Mexicano de Electricistas y lanzar a la calle a más de 40 mil personas, en el sexenio que prometió ser el del empleo.
Ambición no les falta a los nanócratas. Y Patricia Flores fue ambiciosa. Incluyó en la nómina a sus familiares, palomeó a los responsables de las delegaciones federales en los estados, se confrontó con la Secretaría de Hacienda en el reparto de los recursos, creyó que el poder del picaporte es similar al poder de la eficacia. Y de antigua admiradora del subcomandante Marcos se volvió en fan de su jefe. Aunque en el delirio de un poder por designación, haya convertido a dependencias como Turissste en cajas chicas del gobierno federal.
Ni qué decir de las áreas de Comunicación Social. Max Cortázar fue capaz de regañar a Gutiérrez Vivó y ordenar la suspensión de la publicidad gubernamental para todas las revistas, pero nunca articuló una política de comunicación social creíble, democrática, digna de un gobierno que prometió las manos limpias. Su poder es el dinero y la presión política para censurar, palomear a los “comunicadores del sexenio” y ordenar pequeñas guerras de lodo contra los medios y periodistas incómodos. Con esos atributos el nanócrata blanquiazul César Nava lo incorporó a la dirigencia del PAN, en franco desprecio a las decenas de panistas con más experiencia y compromiso para la comunicación política.
Para culminar su aventura, Calderón transformó la Secretaría de Gobernación en una dependencia nanocrática. Prolongó la agonía de Fernando Gómez Mont, quien hizo todo para perder el apoyo político y social, para designar como cuarto titular de la otrora dependencia clave del gabinete (el “ministerio del Interior”, el “vicepresidente de facto”) a un funcionario menor de las redes panistas que fracasó ostentosamente en Baja California, pero fue capaz de mantener la amistad (sinónimo de docilidad) con su amigo Felipe Calderón. El señor Blake Mora figuró en la terna de posibles procuradores sustitutos de Eduardo Medina Mora y acabó en Bucareli, en medio de la peor crisis de inseguridad y de desafíos del narcopoder contra el gobierno.
Pero los nanócratas tienen una alta capacidad para el autoengaño. Por cuarta vez refundan un gobierno fallido, cuyos costos han sido tremendos para el país.
No son tecnócratas porque su paso por la alta burocracia financiera es inexistente, sus doctorados no brillan y su especialización en las áreas que ocupan es prácticamente nula. No son gerentes como el gabinete de Vicente Fox porque ninguno ha administrado una empresa propia, aunque varios hayan sido empleados de trasnacionales. Y sólo uno de los más cercanos, Juan Camilo Mouriño, aspiró a ser heredero de una serie de empresas familiares de dudosa procedencia y heredero fallido del gobierno de su amigo.
Tampoco constituyen una clase política porque para eso se requiere liderazgo, cohesión, proyecto claro, redes múltiples entre las elites y capacidad de operación política. Ya ni pensar que se trata de futuros candidatos presidenciales porque cualquier sondeo de opinión indica que son conocidos, si acaso, por sus familiares.
En realidad, el equipo más cercano a Calderón es una colección de nanócratas. Es decir, especialistas en la millonésima parte de su materia de estudio. Tan infinitesimales como su trayectoria. Tan efímeros como el parpadeo de un sexenio frustrado. Surgieron como generación espontánea porque tampoco tienen carrera de partido –salvo su jefe que llegó a dirigir a Acción Nacional-, si acaso los vincula su paso sin huella por la Escuela Libre de Derecho y la apropiación de las áreas clave de gobierno (Los Pinos, la Secretaría de Gobernación, la Secretaría de Hacienda, la Secretaría de Economía, la Secretaría de Desarrollo Social y buena parte de las decisiones en materia de seguridad pública e inteligencia política).
Los recientes cambios en el gabinete confirman el perfil de nanócratas que Calderón requiere para su gobierno. El atributo principal de estos funcionarios, presumido incluso entre ellos, es la lealtad personal al presidente en turno, aunque en la lealtad exista déficit de capacidad, de experiencia y de visión de Estado (eso ya es mucho pedir). El propio secretario del Trabajo, Javier Lozano, nanócrata transexenal, presumió incluso que él es capaz de hacer “cualquier cosa” que quiera su jefe. Cualquier cosa. ¿Eso incluirá negociar con empresarios de origen asiático a quien les pide “coopelas o cuello”?. El secretario de Comunicaciones y Transportes, Juan Molinar Horcasitas, en alguna ocasión experto en la materia electoral, se transformó en nanócrata multiusos: de subsecretario pasó a titular del Seguro Social, ahora es el responsable de la dependencia que más licitaciones y contratos claves genera en la administración pública y ha extendido como el pulpo Paul sus redes hasta la Cofetel, quizá confundiéndola con una guardería subrogada.
Un nanócrata siempre cree que puede enfrentar poderes fácticos con el poder de la firma de su jefe. Docilidad antes que capacidad. Exceso de autoconfianza y pérdida del sentido de la realidad.
En la Secretaría de Economía, Calderón sustituyó a un nanócrata por otro, aunque tenga apellido de marca automotriz. Ferrari, además, de su perfil conservador en lo religioso y transgénico en lo empresarial, no dio una información puntual de lo que hizo o quiso hacer con ese membrete llamado ProMéxico.
Por Calderón nos enteramos que la nanócrata mayor, de nombre Patricia Flores, no sólo fue la jefa de la Oficina de la Presidencia, sino la responsable de medidas públicas tan cuestionadas como la estrategia de inoculación del miedo social en el combate a la epidemia de la influenza A/H1N1 o la artífice para desaparecer de un decretazo el Sindicato Mexicano de Electricistas y lanzar a la calle a más de 40 mil personas, en el sexenio que prometió ser el del empleo.
Ambición no les falta a los nanócratas. Y Patricia Flores fue ambiciosa. Incluyó en la nómina a sus familiares, palomeó a los responsables de las delegaciones federales en los estados, se confrontó con la Secretaría de Hacienda en el reparto de los recursos, creyó que el poder del picaporte es similar al poder de la eficacia. Y de antigua admiradora del subcomandante Marcos se volvió en fan de su jefe. Aunque en el delirio de un poder por designación, haya convertido a dependencias como Turissste en cajas chicas del gobierno federal.
Ni qué decir de las áreas de Comunicación Social. Max Cortázar fue capaz de regañar a Gutiérrez Vivó y ordenar la suspensión de la publicidad gubernamental para todas las revistas, pero nunca articuló una política de comunicación social creíble, democrática, digna de un gobierno que prometió las manos limpias. Su poder es el dinero y la presión política para censurar, palomear a los “comunicadores del sexenio” y ordenar pequeñas guerras de lodo contra los medios y periodistas incómodos. Con esos atributos el nanócrata blanquiazul César Nava lo incorporó a la dirigencia del PAN, en franco desprecio a las decenas de panistas con más experiencia y compromiso para la comunicación política.
Para culminar su aventura, Calderón transformó la Secretaría de Gobernación en una dependencia nanocrática. Prolongó la agonía de Fernando Gómez Mont, quien hizo todo para perder el apoyo político y social, para designar como cuarto titular de la otrora dependencia clave del gabinete (el “ministerio del Interior”, el “vicepresidente de facto”) a un funcionario menor de las redes panistas que fracasó ostentosamente en Baja California, pero fue capaz de mantener la amistad (sinónimo de docilidad) con su amigo Felipe Calderón. El señor Blake Mora figuró en la terna de posibles procuradores sustitutos de Eduardo Medina Mora y acabó en Bucareli, en medio de la peor crisis de inseguridad y de desafíos del narcopoder contra el gobierno.
Pero los nanócratas tienen una alta capacidad para el autoengaño. Por cuarta vez refundan un gobierno fallido, cuyos costos han sido tremendos para el país.
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