José Antonio Crespo / Horizonte Político
Hoy celebramos que en la mitad de los comicios para gobernador se haya dado una alternancia partidaria, señal de que la democracia electoral está viva. Tras décadas de monopolio y cerrazón priista, la alternancia parece convertirse en un fin en sí mismo. De ahí que cuando se plantea por primera vez esa oportunidad (en 2000, a nivel nacional, hoy en varios estados), poco importan los programas contendientes; la alternancia se convierte en una expectativa razonable de cambio. Sin embargo, muchos caen en el error de confundir medios con fines. La alternancia, en el diseño democrático, está concebida como una palanca de contrapeso entre los partidos, como un mecanismo de vigilancia mutua, y un resorte para la rendición de cuentas.
Es cierto que la alternancia, ya de por sí, implica un castigo al partido gobernante, pero de quedarse ahí, aunque la ganancia sea mucha para los nuevos gobernantes y sus respectivos partidos, es mínima para los ciudadanos. De alguna manera, como lo ha escrito Rene Delgado, se deja a los electores hacer, con gran esfuerzo y de forma limitada, lo que la justicia no hizo previamente. Se supone que la alternancia abre la puerta para que los nuevos gobernantes revisen lo hecho por sus antecesores, y de encontrar algún de abuso de poder, procedan a la sanción penal o administrativa (según el caso). La alternancia debe favorecer la rendición de cuentas o es mero artificio. Y eso, simplemente, acá no lo hemos visto. Así, un presidente o gobernador que no logra transferir el poder a su partido, en realidad pierde poco. Pierde su partido, y su candidato, pero no él. Cuando la alternancia no se traduce en rendición de cuentas, sigue imperando la impunidad, esencia del autoritarismo.
Y de ahí que la alternancia, hasta ahora, haya resultado un fiasco para los ciudadanos que, al votar y movilizarse en favor de un cambio de partido, busca entre otras cosas, que se llame a cuentas a los corruptos, que se sienten precedentes para que sea más riesgoso incurrir en abuso de autoridad, que quien gobierne sepa al término de su mandato, podrá ser llamado a cuentas. De ocurrir eso, se inhibirían en buena medida las conductas abusivas desde el poder. Pero eso no sucede. Vicente Fox creyó, como muchos otros, que la alternancia era un fin en sí mismo, y por eso considera que al echar al PRI de los Pinos prestó un servicio histórico a la patria. Pero al no traducirse en rendición de cuentas ni en un nuevo paradigma para ejercer el poder, en realidad la alternancia se convierte en una ilusión óptica, una efímera válvula de escape al descontento acumulado.
¿Qué motivos tienen los nuevos presidentes o gobernadores para no llamar a cuentas a sus antecesores, aun en el caso en que éstos hayan abusado del poder? A) Que eso implica el costo político de enfrentar a quienes, ahora en la oposición, mantienen fuerza política. Es más fácil hacer borrón y cuenta nueva y extender una carta de impunidad. B) Que no siempre es sencillo demostrar legalmente los excesos de poder de quienes los cometieron (aunque hemos visto que ni siquiera se hace el intento aun con elementos suficientes, como en el Pemexgate). C) Que al llamar a cuentas a un antecesor se sienta un precedente muy sano para la democracia, pero quizá no tanto para quien lo ejecuta, pues cuando él mismo salga del poder podría a su vez ser llamado a cuentas. Lo cual no sería problema, si mantuviera una línea ética y democrática de gobierno, pero no conviene si se prefiere continuar por las vías del abuso y la corrupción, como en general ha sido el caso en México.
Tan es cierto que la alternancia no ha significado un cambio de fondo en México, que tres de las seis recientes alternancias se votaron en favor del PRI; Zacatecas, Aguascalientes y Tlaxcala (en este último estado ya se recorrió toda la gama partidaria para desembocar, una vez más, en el PRI). Lo que refleja que ahí las alternancias previas en realidad no significaron un cambio profundo. Así como la alternancia fue durante décadas una asignatura pendiente de nuestro sistema electoral, la rendición de cuentas lo sigue siendo en lo que hace al ejercicio de gobierno. La democratización exige romper el pacto de impunidad que impera entre los partidos; muy gallos en la disputa por el poder, pero muy amigos a la hora de exigir cuentas. Celebremos pues los resultados del super-domingo en lo que valen, pero no lo hagamos de más. No los minimicemos, pero tampoco los exageremos.
Hoy celebramos que en la mitad de los comicios para gobernador se haya dado una alternancia partidaria, señal de que la democracia electoral está viva. Tras décadas de monopolio y cerrazón priista, la alternancia parece convertirse en un fin en sí mismo. De ahí que cuando se plantea por primera vez esa oportunidad (en 2000, a nivel nacional, hoy en varios estados), poco importan los programas contendientes; la alternancia se convierte en una expectativa razonable de cambio. Sin embargo, muchos caen en el error de confundir medios con fines. La alternancia, en el diseño democrático, está concebida como una palanca de contrapeso entre los partidos, como un mecanismo de vigilancia mutua, y un resorte para la rendición de cuentas.
Es cierto que la alternancia, ya de por sí, implica un castigo al partido gobernante, pero de quedarse ahí, aunque la ganancia sea mucha para los nuevos gobernantes y sus respectivos partidos, es mínima para los ciudadanos. De alguna manera, como lo ha escrito Rene Delgado, se deja a los electores hacer, con gran esfuerzo y de forma limitada, lo que la justicia no hizo previamente. Se supone que la alternancia abre la puerta para que los nuevos gobernantes revisen lo hecho por sus antecesores, y de encontrar algún de abuso de poder, procedan a la sanción penal o administrativa (según el caso). La alternancia debe favorecer la rendición de cuentas o es mero artificio. Y eso, simplemente, acá no lo hemos visto. Así, un presidente o gobernador que no logra transferir el poder a su partido, en realidad pierde poco. Pierde su partido, y su candidato, pero no él. Cuando la alternancia no se traduce en rendición de cuentas, sigue imperando la impunidad, esencia del autoritarismo.
Y de ahí que la alternancia, hasta ahora, haya resultado un fiasco para los ciudadanos que, al votar y movilizarse en favor de un cambio de partido, busca entre otras cosas, que se llame a cuentas a los corruptos, que se sienten precedentes para que sea más riesgoso incurrir en abuso de autoridad, que quien gobierne sepa al término de su mandato, podrá ser llamado a cuentas. De ocurrir eso, se inhibirían en buena medida las conductas abusivas desde el poder. Pero eso no sucede. Vicente Fox creyó, como muchos otros, que la alternancia era un fin en sí mismo, y por eso considera que al echar al PRI de los Pinos prestó un servicio histórico a la patria. Pero al no traducirse en rendición de cuentas ni en un nuevo paradigma para ejercer el poder, en realidad la alternancia se convierte en una ilusión óptica, una efímera válvula de escape al descontento acumulado.
¿Qué motivos tienen los nuevos presidentes o gobernadores para no llamar a cuentas a sus antecesores, aun en el caso en que éstos hayan abusado del poder? A) Que eso implica el costo político de enfrentar a quienes, ahora en la oposición, mantienen fuerza política. Es más fácil hacer borrón y cuenta nueva y extender una carta de impunidad. B) Que no siempre es sencillo demostrar legalmente los excesos de poder de quienes los cometieron (aunque hemos visto que ni siquiera se hace el intento aun con elementos suficientes, como en el Pemexgate). C) Que al llamar a cuentas a un antecesor se sienta un precedente muy sano para la democracia, pero quizá no tanto para quien lo ejecuta, pues cuando él mismo salga del poder podría a su vez ser llamado a cuentas. Lo cual no sería problema, si mantuviera una línea ética y democrática de gobierno, pero no conviene si se prefiere continuar por las vías del abuso y la corrupción, como en general ha sido el caso en México.
Tan es cierto que la alternancia no ha significado un cambio de fondo en México, que tres de las seis recientes alternancias se votaron en favor del PRI; Zacatecas, Aguascalientes y Tlaxcala (en este último estado ya se recorrió toda la gama partidaria para desembocar, una vez más, en el PRI). Lo que refleja que ahí las alternancias previas en realidad no significaron un cambio profundo. Así como la alternancia fue durante décadas una asignatura pendiente de nuestro sistema electoral, la rendición de cuentas lo sigue siendo en lo que hace al ejercicio de gobierno. La democratización exige romper el pacto de impunidad que impera entre los partidos; muy gallos en la disputa por el poder, pero muy amigos a la hora de exigir cuentas. Celebremos pues los resultados del super-domingo en lo que valen, pero no lo hagamos de más. No los minimicemos, pero tampoco los exageremos.
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