Los desaparecidos, maligno daño social

Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder

Nuevo daño colateral de la guerra contra la delincuencia organizada son los desaparecidos, muchos, centenares ya, quizá miles. No son víctimas de una “guerra sucia” como pudo ocurrir en el pasado o como sucedió en Argentina, puesto que nada tiene que ver el perfil ideológico con su desaparición; no son “levantados” por haber entrado y salido del narcotráfico; tampoco son secuestrados que por negociaciones equivocadas o por perversidad son ejecutados. Son seres humanos que simple y sencillamente desaparecen, nadie parece llevar la cuenta; ninguna autoridad quiere asumir la responsabilidad de buscarlos o, al menos, establecer sistemas de búsqueda que permita determinar si murieron o están vivos y son víctimas de la “trata de personas”.

Me cuentan algunos de los familiares de esos seres humanos transformados en bienes intangibles por quienes se adueñaron de sus vidas, que en Saltillo y en el Distrito Federal diversas ONG’S han efectuado reuniones para conocer con cierto grado de certeza los procedimientos de esos “levantones”, origen social, edad y sexo de las víctimas y, muy importante, su número, porque esas desapariciones no pueden sumarse directamente a las bajas causadas por la guerra entre narcos o por el combate a la delincuencia organizada. Tampoco los han llevado a las zonas militares ni les prepararon viajes en helicópteros; no fueron encontrados sus cuerpos en los semefos, no están en los hospitales ni escondidos en los centros siquiátricos. Los familiares de esas víctimas se han encargado de buscarlas, con o sin ayuda de las autoridades, y lo único que han podido constatar es que desaparecieron. No se fueron, desaparecieron; tampoco se ocultaron o huyeron, sólo desaparecieron.

Claro que los familiares han acudido incluso a la identificación de los cadáveres aparecidos en las narcofosas, pero tampoco allí los encontraron. Sin embargo, no se dan por vencidos, ellos mismos se cuestionan sobre lo que pudieron estar haciendo sus familiares “levantados” que mereciera su desaparición, conscientes de que en el mundo no existen las palomas blancas cuando las tentaciones y los ofrecimientos están al alcance de la mano.

También están seguros que no pueden identificarse junto a los buscados por el EPR y desaparecidos por razones políticas, porque saben que los cadáveres dejan rastros que incluso aparecen decenios después; los dolores por la tortura hacen ruido, la sangre se convierte en sello indeleble en la conciencia de quien la vierte, por instrucciones o porque goza haciéndolo. No, están conscientes de que sus “desaparecidos” son víctimas de otro delito, y lo consideran -como lo comentan- avieso, inicuo, mientras que el proceder de los diseñadores y torturadores de una guerra sucia nada más es perverso, o quizá estúpido.

En cuanto al inicuo proceder de ciertos seres humanos, es necesario dejar claro lo que el concepto iniquidad significa en términos filosóficos y bíblicos, como lo apunta Sergio Quinzio: “San Pablo, al escribir a los tesalonicenses qué acontecimientos precederán a la impaciente anhelada venida del Señor, a su gloriosa parusía, habla de ella en los siguientes términos: 'Porque antes ha de venir la apostasía y ha de manifestarse el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición, que se opone y se alza contra todo lo que se dice de Dios o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y proclamarse Dios a sí mismo…'

Matar, torturar, humillar por ideas políticas y/o religiosas es insensato y hasta estúpido, pero esclavizar laboral o sexualmente a un ser humano por dinero es inicuo, es asumir esa identidad descrita por Quinzio, y convertirse en el ser humano de la iniquidad.

Se ha pensado y asumido que la esclavitud dejó de existir, pues para castigar a los esclavistas y desaparecer ese ejercicio absurdo de autoridad, hubieron grandes gestas heroicas, guerras civiles, héroes olvidados, disputas con las deidades y con lo divino, pero lo sumisión nunca desapareció.

Sándor Márai, ese enorme escritor húngaro, continúa su diario hasta el umbral del suicidio. Tuvo el valor de mantener los ojos abiertos ante el indescriptible sufrimiento y posterior muerte de su esposa de toda la vida, y sólo dos meses después de esa pérdida, anotó: “La vileza, la bestialidad, la sed de sangre, la codicia, la indolencia no han cambiado en ninguna civilización, ni siquiera hoy en día. Quedan dos paréntesis, dos momentos en los que se puede ser algo más, algo diferente de lo que se es: los instantes de compasión y de placer…”

Quienes se dedican a la “trata de personas” desconocen esos dos instantes, mientras que víctimas de la iniquidad de los traficantes de seres humanos, los familiares de los desaparecidos languidecen en esa absurda esperanza de disponer, algún día, algún momento, de los despojos de sus seres queridos, para al fin enterrarlos junto con su sufrimiento, nunca con su olvido.

Comentarios