José Cárdenas
Ocupo esta tribuna para defender mi trabajo
La primera persona es impropia para los textos de un reportero. Sólo se justifica cuando el informador debe aclarar asuntos relacionados con su oficio. Los periodistas no somos noticia, salvo cuando los demás nos hacen noticia. En esta ocasión, ocupo esta tribuna para defender mi trabajo. Para responder a alusiones personales.
De unos días a esta fecha —por haber difundido la “otra” fotografía y una carta de Diego Fernández de Cevallos— me han salido maestros de ética como barros en la cara de un adolescente. No necesito maestros de periodismo (de eso aprendí hasta donde fue posible, cuando fue necesario; quizá ya no doy para más). “Colegas” me han paseado por sus catedrales; los escucho desgañitarse desde el púlpito de su impoluta conducta. Condenan. Cuestionan. Dudan, luego existen. Yo sonrío.
Hace muchos años uno de esos jueces morales, llevó la calumnia al extremo de acusar a un periodista incómodo para sus jefes en Los Pinos. Lo acusó de haber depositado millones de dólares en EU. Lo demandaron por habliche; por andar de correveidile. Como los jarritos de Tlaquepaque, se rajó del merito asiento. El mismo lenguaraz, me acusa de poner en riesgo una vida humana a cambio de unos minutos de fama. Minutos que, por cierto, después de 40 años, no me hacen falta. Otro me acusa de publicar filtraciones de la PGR. Si lo sabe, ¿podría demostrarlo? Los más benévolos, cuestionan mi credibilidad.
Estas lecciones gratuitas de ética me las he ganado por una sencilla razón: hice lo que ellos no pudieron. Obtuve un documento importante y lo divulgué por televisión, radio, prensa y a través una red social de innegable impacto. Rebotó en la primera plana de 10 diarios nacionales y se reprodujo en algunos medios del extranjero.
Si la información me la mandaron los “Misteriosos desparecedores” o me la dictaron los marcianos, es asunto mío. Conté con el aval de mis dos casas editoriales: Grupo Fórmula y El Universal. “Los medios de comunicación —dijo un editorial de mi periódico— se han colocado en los extremos. Algunos que apelan a los derechos de la víctima han optado por el silencio. Otros han privilegiado la obligación de informar.”
Los más interesados en la vida de Diego son familia y amigos. Ellos, hasta ahora, ni me han reclamado, ni me han desmentido. Lejos de eso han confirmado la autenticidad de la carta con la petición desesperada de El Jefe Diego.
Pero los sumos sacerdotes del oficio, dictaron sentencia. Condenaron, por principio, un logro ajeno. En este gremio sobra la mezquindad. ¿Conseguir información relevante es delito? ¿Qué quieren, que vaya y les pida permiso?
Nada me sorprende. Nada me afecta. Seguiré haciendo lo que hago. En beneficio de lectores y audiencia, con cuya atención me he visto favorecido a lo largo de mi carrera. Corriendo riesgos. Nadie me puede acusar de nada. A lo mejor de pendejo. Nunca de ladrón. Tengo la lengua larga porque tengo la cola corta.
Ocupo esta tribuna para defender mi trabajo
La primera persona es impropia para los textos de un reportero. Sólo se justifica cuando el informador debe aclarar asuntos relacionados con su oficio. Los periodistas no somos noticia, salvo cuando los demás nos hacen noticia. En esta ocasión, ocupo esta tribuna para defender mi trabajo. Para responder a alusiones personales.
De unos días a esta fecha —por haber difundido la “otra” fotografía y una carta de Diego Fernández de Cevallos— me han salido maestros de ética como barros en la cara de un adolescente. No necesito maestros de periodismo (de eso aprendí hasta donde fue posible, cuando fue necesario; quizá ya no doy para más). “Colegas” me han paseado por sus catedrales; los escucho desgañitarse desde el púlpito de su impoluta conducta. Condenan. Cuestionan. Dudan, luego existen. Yo sonrío.
Hace muchos años uno de esos jueces morales, llevó la calumnia al extremo de acusar a un periodista incómodo para sus jefes en Los Pinos. Lo acusó de haber depositado millones de dólares en EU. Lo demandaron por habliche; por andar de correveidile. Como los jarritos de Tlaquepaque, se rajó del merito asiento. El mismo lenguaraz, me acusa de poner en riesgo una vida humana a cambio de unos minutos de fama. Minutos que, por cierto, después de 40 años, no me hacen falta. Otro me acusa de publicar filtraciones de la PGR. Si lo sabe, ¿podría demostrarlo? Los más benévolos, cuestionan mi credibilidad.
Estas lecciones gratuitas de ética me las he ganado por una sencilla razón: hice lo que ellos no pudieron. Obtuve un documento importante y lo divulgué por televisión, radio, prensa y a través una red social de innegable impacto. Rebotó en la primera plana de 10 diarios nacionales y se reprodujo en algunos medios del extranjero.
Si la información me la mandaron los “Misteriosos desparecedores” o me la dictaron los marcianos, es asunto mío. Conté con el aval de mis dos casas editoriales: Grupo Fórmula y El Universal. “Los medios de comunicación —dijo un editorial de mi periódico— se han colocado en los extremos. Algunos que apelan a los derechos de la víctima han optado por el silencio. Otros han privilegiado la obligación de informar.”
Los más interesados en la vida de Diego son familia y amigos. Ellos, hasta ahora, ni me han reclamado, ni me han desmentido. Lejos de eso han confirmado la autenticidad de la carta con la petición desesperada de El Jefe Diego.
Pero los sumos sacerdotes del oficio, dictaron sentencia. Condenaron, por principio, un logro ajeno. En este gremio sobra la mezquindad. ¿Conseguir información relevante es delito? ¿Qué quieren, que vaya y les pida permiso?
Nada me sorprende. Nada me afecta. Seguiré haciendo lo que hago. En beneficio de lectores y audiencia, con cuya atención me he visto favorecido a lo largo de mi carrera. Corriendo riesgos. Nadie me puede acusar de nada. A lo mejor de pendejo. Nunca de ladrón. Tengo la lengua larga porque tengo la cola corta.
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