Esclavas en México

Lydia Cacho / Plan B

Las niñas aprendieron a cocinar como al patrón le gustaba

Cristina y Dora tenían 11 años cuando Domingo fue por ellas a la Mixteca en Oaxaca. Don José Ernesto, un militar de la Capital, le encargó un par de muchachitas para el trabajo doméstico. La madre pensó que si sus niñas trabajaban con “gente decente” tendrían una vida libre, de estudiar y alimentarse, tres opciones que ella jamás podría darles por su pobreza extrema.

Cristina y Dora vivieron en el sótano, oscuro y húmedo, con un baño improvisado en una mansión construida durante el Porfiriato, cuyos jardines y ventanales hablan de lujos y riqueza. Las niñas aprendieron a cocinar como al patrón le gustaba. A lo largo de 40 años no tuvieron acceso a la escuela ni al seguro social, una de las hermanas prohijó un bebé producto de la violación del hijo del patrón. Les permitían salir unas horas algunos sábados, porque el domingo había comidas familiares. Sólo tres veces en cuatro décadas les dieron vacaciones, siendo adultas, para visitar a su madre enferma.

Actualmente hay registradas 1 millón 800 mil trabajadoras domésticas en México, el 93% no tiene acceso a servicios de salud y el 79% no recibe ni recibirá prestaciones. El salario promedio es de mil 112 pesos mensuales. Poco más del 8% del total no recibe sueldo porque sus empleadoras consideran que darles alimento y un sitio para dormir es pago suficiente. Un 60% de trabajadoras domésticas son indígenas y comenzaron a trabajar desde los 13 años. Entre estas cifras no están las niñas y mujeres que viven encerradas en condiciones de esclavitud doméstica extrema.

El trabajo doméstico pone a niñas y mujeres en gran vulnerabilidad de violencia sexual, embarazos no deseados, explotación, racismo y malos tratos.

El Parlamento europeo recientemente admitió que aumenta el problema de la trata doméstica de mujeres ilegales. En México la mayoría de esclavas domésticas son mexicanas, se calcula que un 15% son originarias de Guatemala y el Salvador y su condición de ilegales permite a quienes la explotan impedir que salgan de casa, estudien o tengan vida propia.

Durante siglos nos acostumbramos a mirar la esclavitud doméstica como algo normal para “ayudar” a niñas y mujeres indígenas. Bajo el hipócrita argumento de que explotándolas se les saca de la pobreza extrema, millones de mujeres, adolescentes y niñas viven sometidas a condiciones de trabajo humillantes y violentas que les impiden tener educación, salud y goce de vida social. Todas y todos somos corresponsables de avalar esta forma de esclavitud, de utilizar un lenguaje despectivo para referirnos a las trabajadoras domésticas.

La mejor manera de cambiar al mundo, es cambiándolo en nuestra propia casa.

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