En México: Elecciones 2010

Jorge Carrasco Araizaga

Derrotado en las elecciones intermedias de 2009, Felipe Calderón imprimió a los comicios del 4 de julio la animosidad que lo ha caracterizado como político.

Huérfano de legitimidad –como se lo recordó recientemente la presidenta del PRI, Beatriz Paredes–, carente de logros como gobernante e inmerso en la espiral de violencia que desató y ensangrentó el país, Calderón sabía que las elecciones en 14 estados de la República eran su última oportunidad para llegar con fuerza a su propia sucesión en el 2012.

Urgido de votos para el PAN, recurrió a las más burdas manipulaciones para obtener los votos que lo salven del fin anticipado de su presidencia.

Si las elecciones del año pasado se convirtieron en un plebiscito en el que el gran perdedor fue su partido tanto en el Congreso como en las elecciones estatales, las elecciones de 2010 terminaron siendo vitales para su futuro como presidente.

Un resultado adverso en estas elecciones para gobernador, congresos o presidencias municipales, lo hace todavía más débil políticamente.

Sin el control del Congreso de la Unión, con un PRI gobernando la mayoría del país y un PRD con el dominio político de la capital, se convertirá en lo que en la política estadunidense se caracteriza como un “pato cojo”, figura con la que se refieren al presidente que queda sin poder real al perder la última parte de su administración.

Pero en el caso de Calderón, el resultado sería todavía peor, pues quedaría más que nunca como rehén de los grupos que lo sostienen, especialmente los económicos y mediáticos.

Sólo de esa manera se puede entender que un presidente aparezca en las encuestas con un índice de aprobación cuando en las urnas es derrotado.

Para estas elecciones, Calderón recurrió a todo: la creación de vergonzosas alianzas con el PRD y Convergencia; el uso del aparato estatal para atacar a sus opositores; la movilización de sus secretarios en búsqueda desesperada de votos, y anuncios electoreros, como la eliminación parcial de la tenencia vehicular y una, también parcial, simplificación tributaria.

Como la violencia relacionada con la delincuencia organizada se ha convertido en el signo de su gobierno, el asesinato del candidato del PRI al gobierno de Tamaulipas, Ricardo Torre Cantú, le dio la oportunidad de hacer lo que en tres años y medio se había rehusado: hablar de una respuesta de Estado al avance incontenible de la delincuencia organizada en la vida pública del país.

Pero su discurso lleva una premisa explícita: que el Poder Legislativo avale lo que está haciendo, pues ha insistido en que su estrategia va bien. Difícilmente la cambiará en lo que resta de su sexenio, sobre todo si es el eje sobre el que ha girado su administración.

La respuesta del PRI no es de sorprender: “después de las elecciones hablamos”. Si en el 2006 le dio la mayoría en el Congreso para que entrara por la puerta de atrás al Palacio Legislativo de San Lázaro y protestara como presidente, esta vez le pasa la factura ante las filtraciones sobre los cacicazgos y corruptelas de los gobernantes priistas.

Un presidente débil, rehén y cortoplacista, un PAN desdibujado y un PRD que sólo entiende el poder como posiciones, han abierto espacios para que el PRI se vea de regreso a la presidencia de la República. La desgracia es que prácticamente es el mismo PRI corrupto y caciquil que perdió la presidencia de la República en el 2000.

Ahí están Ulises Ruiz, Fidel Herrera, Mario Marín y todos cuanto son rémoras de la democracia.

Con ese panorama político, no es gratuito que diez años de alternancia política –13 en el caso del DF– haya derivado en decepción y fastidio en amplios sectores de la sociedad mexicana.

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