Jorge Carrillo Olea
En Puebla ganó la ira. Que no se engañe el PAN ni el PRD, menos Convergencia y Nueva Alianza. Ga-nó la ira, la rabia, el furor de haber acumulado y callado ante tantos vejámenes del gobernador precioso. Sí, ganó la sociedad ofendida por tanta vileza, tanto cinismo e impunidad. Sí, ganó el pueblo montado en cólera por la impotencia y el silencio impuestos.
Sentimientos exaltados me embargaban hace mucho. Eran producto de registrar cómo se mantenía incólume, gracias a la SCJN ese sátrapa que es Mario Marín. Eso en el caso de Lydia Cacho, que fue quizá la cumbre de sus vilezas, pero deja atrás mucha otras huellas: una corrupción rampante nunca vista; un desgobierno dañino, sin ningún escrúpulo, destructivo, y entre ambos dejan una estela de dolor y decaimiento. Puebla fue hasta hace poco un estado eminente, no sólo por su participación en la historia si no por la calidad de su gente y tantas cosas más.
Hoy está registrado en el cuarto lugar de pobreza, sólo después de Chiapas, Oaxaca y Guerrero. Un estudio del Tecnológico de Monterrey lo señala como el último de las 32 entidades en competividad. Es el estado en el que el empobrecimiento ha crecido con mayores índices de velocidad. El actual gobierno y el anterior no se enteraron que el mundo se mueve y no hicieron nada para actualizar a Puebla, para sacarla de la producción con prácticas obsoletas. Fueron tardados e indiferentes, pararon su reloj en los 90.
Ambas cosas, desastre gubernamental y empobrecimiento, me hicieron hacer un breve pero rico viaje al estado. Me limité a la zona metropolitana. Hablé con la más diversa gente. Encontré un estado de ánimo surgente, alentado por la proximidad de las elecciones. La gente encendida planteaba un ahora o nunca como lema. Eso fue lo que derrotó al gobernador precioso y a sus gánsteres.
La elección que los derrotó no fue una confrontación ideológica, ni de partidos, ni siquiera de ofertas. Fue una confrontación para recuperar la decencia que necesita un hombre para vivir con dignidad. Para recuperar el orgullo íntimo de ser poblano. Pero también elevar la esperanza de que una nueva actitud, una nueva perspectiva ante la vida, una forma distinta de ver las cosas, con su consecuente seguridad en el futuro, trajeran serenidad al esfuerzo y rendimientos justos y accesibles.
Esperan también los poblanos que el nuevo gobierno sepa y quiera hacer justicia; que los cientos de enriquecidos confronten su hacer con la justicia. Esperan que este nuevo gobierno –que no debe sentirse ni panista, ni perredista ni comprometido con nadie–, se distinga por tanta vergüenza. Que no dude, sin afanes de venganza, a la hora de ejercer un acto de justicia que es parte de su mandato de protector del pueblo. Eso lo ratificaría.
No sólo ganó la sociedad. Ganó también el PRI. Ganó siempre que quiera aceptar la lección de que los casi ex gobernadores de Oaxaca y Puebla, fueron sus mejores hombres hace seis años. Ese partido los postuló y por lo tanto debe participar en el descalabro de sus administraciones. Inevitablemente debe compartir los costos de su devoción por prácticas viciosas. El nuevo PRI habla de la apertura de oportunidades para las nuevas generaciones, pero lo hace indiscriminadamente y hasta parece que es una meta el pronunciarse por jóvenes siempre que estos sean ignorantes y faltos de experiencia, cuando abundan los que tienen una sólida formación y pueden acreditar una razonable pericia. Visto así, Puebla y Oaxaca son experiencias aleccionadoras.
En Puebla ganó la ira. Que no se engañe el PAN ni el PRD, menos Convergencia y Nueva Alianza. Ga-nó la ira, la rabia, el furor de haber acumulado y callado ante tantos vejámenes del gobernador precioso. Sí, ganó la sociedad ofendida por tanta vileza, tanto cinismo e impunidad. Sí, ganó el pueblo montado en cólera por la impotencia y el silencio impuestos.
Sentimientos exaltados me embargaban hace mucho. Eran producto de registrar cómo se mantenía incólume, gracias a la SCJN ese sátrapa que es Mario Marín. Eso en el caso de Lydia Cacho, que fue quizá la cumbre de sus vilezas, pero deja atrás mucha otras huellas: una corrupción rampante nunca vista; un desgobierno dañino, sin ningún escrúpulo, destructivo, y entre ambos dejan una estela de dolor y decaimiento. Puebla fue hasta hace poco un estado eminente, no sólo por su participación en la historia si no por la calidad de su gente y tantas cosas más.
Hoy está registrado en el cuarto lugar de pobreza, sólo después de Chiapas, Oaxaca y Guerrero. Un estudio del Tecnológico de Monterrey lo señala como el último de las 32 entidades en competividad. Es el estado en el que el empobrecimiento ha crecido con mayores índices de velocidad. El actual gobierno y el anterior no se enteraron que el mundo se mueve y no hicieron nada para actualizar a Puebla, para sacarla de la producción con prácticas obsoletas. Fueron tardados e indiferentes, pararon su reloj en los 90.
Ambas cosas, desastre gubernamental y empobrecimiento, me hicieron hacer un breve pero rico viaje al estado. Me limité a la zona metropolitana. Hablé con la más diversa gente. Encontré un estado de ánimo surgente, alentado por la proximidad de las elecciones. La gente encendida planteaba un ahora o nunca como lema. Eso fue lo que derrotó al gobernador precioso y a sus gánsteres.
La elección que los derrotó no fue una confrontación ideológica, ni de partidos, ni siquiera de ofertas. Fue una confrontación para recuperar la decencia que necesita un hombre para vivir con dignidad. Para recuperar el orgullo íntimo de ser poblano. Pero también elevar la esperanza de que una nueva actitud, una nueva perspectiva ante la vida, una forma distinta de ver las cosas, con su consecuente seguridad en el futuro, trajeran serenidad al esfuerzo y rendimientos justos y accesibles.
Esperan también los poblanos que el nuevo gobierno sepa y quiera hacer justicia; que los cientos de enriquecidos confronten su hacer con la justicia. Esperan que este nuevo gobierno –que no debe sentirse ni panista, ni perredista ni comprometido con nadie–, se distinga por tanta vergüenza. Que no dude, sin afanes de venganza, a la hora de ejercer un acto de justicia que es parte de su mandato de protector del pueblo. Eso lo ratificaría.
No sólo ganó la sociedad. Ganó también el PRI. Ganó siempre que quiera aceptar la lección de que los casi ex gobernadores de Oaxaca y Puebla, fueron sus mejores hombres hace seis años. Ese partido los postuló y por lo tanto debe participar en el descalabro de sus administraciones. Inevitablemente debe compartir los costos de su devoción por prácticas viciosas. El nuevo PRI habla de la apertura de oportunidades para las nuevas generaciones, pero lo hace indiscriminadamente y hasta parece que es una meta el pronunciarse por jóvenes siempre que estos sean ignorantes y faltos de experiencia, cuando abundan los que tienen una sólida formación y pueden acreditar una razonable pericia. Visto así, Puebla y Oaxaca son experiencias aleccionadoras.
Comentarios