Jenaro Villamil
Una singular epidemia de cinismo recorre ahora a la clase política. Por un lado, tenemos a Miguel Ángel Yunes, rey de la “mapachería” electoral, clamar que en Veracruz se cuente “voto por voto” como si se tratara de un simpatizante lopezobradorista del 2006. Por otro, César Nava, Jesús Ortega y Manuel Camacho levantan eufóricos sus brazos para demostrar que las alianzas electorales sí funcionaron, aunque ninguno de los candidatos ganadores sea un panista de larga tradición y mucho menos un militante de la izquierda.
Y Beatriz Paredes, que hace apenas una semana aparecía rodeada de la cúpula priista como la gran lideresa frente a la tragedia de Tamaulipas, ahora está más sola que nunca, en la soledad de una victoria pírrica para el PRI en 9 de 12 entidades.
Indecente es un calificativo menor para unas elecciones que desde las campañas estuvieron teñidas de violencia, de equívocos y de un muestrario de guerra sucia que llegó a tales niveles de bajeza que ni siquiera hubo tiempo de asimilarlas, mucho menos de analizarlas. Tampoco habrá tiempo de sancionarlas porque renunció la fiscal especial de la Fepade, Arely Gómez, en una clara demostración de intervencionismo calderonista.
El doble lenguaje predominó en toda la contienda. Algunos priistas llamaron “contra natura” las alianzas del PAN y del PRD, pero también las utilizaron para colocar a sus candidatos –como en el caso de Sinaloa y de Durango--, en el mejor ejercicio de gatopardismo que se haya visto. En varios estados las alianzas opositoras sirvieron para reciclar a los priistas perdedores de las contiendas internas.
Los perredistas de larga militancia no fueron convocados al experimento de su dirigente Jesús Ortega y las cúpulas de este partido, del PT y de Convergencia, rodearon a Gabino Cué –su mejor bastión--, pero descuidaron Zacatecas y Quintana Roo, donde alguna vez la izquierda soñó con ser una alternativa de gobierno.
Toda la clase política ha confundido alternancia con transición a la democracia. Tal parece que el cambio de siglas en un gobierno garantiza per se el cambio de cultura y de prácticas políticas, así como el fin de un modelo autoritario. Ya vimos que no fue así. Por eso, a muchos ciudadanos les da lo mismo si en Aguascalientes gobierna el PAN o el PRI porque sus prácticas son las mismas.
En Tlaxcala han gobernado el PRD, el PAN y el PRI y el modelo de gobierno sigue siendo tan arcaico como siempre. En Veracruz no hubo una disputa democrática, sino un catálogo de pillerías. Tan es así que el candidato ganador Javier Duarte se ufana en las entrevistas de no de ser un “delfín” de Fidel Herrera, sino un “tiburón rojo”, aunque más parezca otro tipo de anfibio. En Quintana Roo gana el candidato priista más joven del país, pero con los estilos y el discurso más arcaico del tricolor. En Hidalgo, una empresaria-funcionaria, Xóchitl Gálvez, da una pelea singular. Es la única que no tiene antecedentes de trayectoria priista, pero su propuesta de gobierno estaba muy desdibujada como para saber si era de izquierda, de centro o de derecha.
En fin, la indecencia radica en dos tendencias que se demostraron en la campaña y en los resultados del 4 de julio:
--No se disputaron programas de gobiernos distintos ni prácticas políticas diferentes, mucho menos trayectorias contrastantes. Casi todos parecían haber contratado al mismo mercadólogo, sonrieron igual ante el fotoshop y la pantalla. Mediatizaron las campañas para vaciarlas de contenido.
Independientemente de si el PRI perdió en tres bastiones fundamentales –Oaxaca, Sinaloa y Puebla-- y si el PAN perdió en Tlaxacala y Aguascalientes y el PRD en Zacatecas, el hecho es que no existen diferencias sustanciales entre ganadores y perdedores porque todos provienen de una clase política que se acomodó en la debacle que vive el país desde 1988 a la fecha.
Quizá Oaxaca y Gabino Cué son la excepción que confirman la regla: ahí gana una coalición construida desde hace más de seis años, con un claro perfil opositor frente a un gobernador impresentable y violento, como Ulises Ruiz, pero también se supieron acomodar los otros
exgobernadores priistas y grupos de poder que han convertido a Oaxaca en un botín de recursos y mañas corporativas. En Oaxaca si la alternancia no construye una transición democrática, un nuevo clima cívico, la decepción será todavía más fuerte.
--La segunda tendencia es una consecuencia de la anterior: en 6 entidades hubo coalición o candidato que ganó por una mínima diferencia. Puebla, Sinaloa, Durango, Veracruz, Aguascalientes e Hidalgo tuvieron resultados electorales muy parejos. Ninguno de los ganadores aventajó por más de 10 puntos porcentuales.
Las sorpresas son: Durango (46.5% contra 44.6%); Veracruz (43.5% contra 40.7%), e Hidalgo (50.2% 45.1%). El mito de las maquinarias electorales del “carro completo”, al servicio de los gobernadores en turno, no fue tal.
En las entidades donde la ventaja entre el ganador y el segundo lugar es muy amplia también se registró un elevado índice de abstencionismo. Son los casos de Chihuahua y Tamaulipas, las dos entidades atenazadas por el fuego cruzado del narcotráfico y la militarización fracasada del gobierno calderonista. En ambas el abstencionismo rebasó el 60%. Las victorias de César Duarte y de Egidio Torre Cantú fueron prácticamente 2 a 1 en esas entidades. En Quintana Roo el PRI gana la gubernatura con 52.4% frente a 26.2% de la coalición PRD-PT, pero pierde por pocos votos las ciudades más importantes y pobladas de la entidad, como Cancún.
En Tlaxcala y Zacatecas, el PRI gana por amplia mayoría ante el desastre de los gobernadores del PAN y del PRD, respectivamente, que prácticamente hicieron todo para la derrota de “sus” candidatos.
El ánimo cívico ante la jornada del 4 de julio es muy menor. De hecho, no hay héroes cívicos ni grandes líderes que surgieran de esta contienda. La desconfianza ciudadana es la otra cara de unas elecciones indecentes.
Una singular epidemia de cinismo recorre ahora a la clase política. Por un lado, tenemos a Miguel Ángel Yunes, rey de la “mapachería” electoral, clamar que en Veracruz se cuente “voto por voto” como si se tratara de un simpatizante lopezobradorista del 2006. Por otro, César Nava, Jesús Ortega y Manuel Camacho levantan eufóricos sus brazos para demostrar que las alianzas electorales sí funcionaron, aunque ninguno de los candidatos ganadores sea un panista de larga tradición y mucho menos un militante de la izquierda.
Y Beatriz Paredes, que hace apenas una semana aparecía rodeada de la cúpula priista como la gran lideresa frente a la tragedia de Tamaulipas, ahora está más sola que nunca, en la soledad de una victoria pírrica para el PRI en 9 de 12 entidades.
Indecente es un calificativo menor para unas elecciones que desde las campañas estuvieron teñidas de violencia, de equívocos y de un muestrario de guerra sucia que llegó a tales niveles de bajeza que ni siquiera hubo tiempo de asimilarlas, mucho menos de analizarlas. Tampoco habrá tiempo de sancionarlas porque renunció la fiscal especial de la Fepade, Arely Gómez, en una clara demostración de intervencionismo calderonista.
El doble lenguaje predominó en toda la contienda. Algunos priistas llamaron “contra natura” las alianzas del PAN y del PRD, pero también las utilizaron para colocar a sus candidatos –como en el caso de Sinaloa y de Durango--, en el mejor ejercicio de gatopardismo que se haya visto. En varios estados las alianzas opositoras sirvieron para reciclar a los priistas perdedores de las contiendas internas.
Los perredistas de larga militancia no fueron convocados al experimento de su dirigente Jesús Ortega y las cúpulas de este partido, del PT y de Convergencia, rodearon a Gabino Cué –su mejor bastión--, pero descuidaron Zacatecas y Quintana Roo, donde alguna vez la izquierda soñó con ser una alternativa de gobierno.
Toda la clase política ha confundido alternancia con transición a la democracia. Tal parece que el cambio de siglas en un gobierno garantiza per se el cambio de cultura y de prácticas políticas, así como el fin de un modelo autoritario. Ya vimos que no fue así. Por eso, a muchos ciudadanos les da lo mismo si en Aguascalientes gobierna el PAN o el PRI porque sus prácticas son las mismas.
En Tlaxcala han gobernado el PRD, el PAN y el PRI y el modelo de gobierno sigue siendo tan arcaico como siempre. En Veracruz no hubo una disputa democrática, sino un catálogo de pillerías. Tan es así que el candidato ganador Javier Duarte se ufana en las entrevistas de no de ser un “delfín” de Fidel Herrera, sino un “tiburón rojo”, aunque más parezca otro tipo de anfibio. En Quintana Roo gana el candidato priista más joven del país, pero con los estilos y el discurso más arcaico del tricolor. En Hidalgo, una empresaria-funcionaria, Xóchitl Gálvez, da una pelea singular. Es la única que no tiene antecedentes de trayectoria priista, pero su propuesta de gobierno estaba muy desdibujada como para saber si era de izquierda, de centro o de derecha.
En fin, la indecencia radica en dos tendencias que se demostraron en la campaña y en los resultados del 4 de julio:
--No se disputaron programas de gobiernos distintos ni prácticas políticas diferentes, mucho menos trayectorias contrastantes. Casi todos parecían haber contratado al mismo mercadólogo, sonrieron igual ante el fotoshop y la pantalla. Mediatizaron las campañas para vaciarlas de contenido.
Independientemente de si el PRI perdió en tres bastiones fundamentales –Oaxaca, Sinaloa y Puebla-- y si el PAN perdió en Tlaxacala y Aguascalientes y el PRD en Zacatecas, el hecho es que no existen diferencias sustanciales entre ganadores y perdedores porque todos provienen de una clase política que se acomodó en la debacle que vive el país desde 1988 a la fecha.
Quizá Oaxaca y Gabino Cué son la excepción que confirman la regla: ahí gana una coalición construida desde hace más de seis años, con un claro perfil opositor frente a un gobernador impresentable y violento, como Ulises Ruiz, pero también se supieron acomodar los otros
exgobernadores priistas y grupos de poder que han convertido a Oaxaca en un botín de recursos y mañas corporativas. En Oaxaca si la alternancia no construye una transición democrática, un nuevo clima cívico, la decepción será todavía más fuerte.
--La segunda tendencia es una consecuencia de la anterior: en 6 entidades hubo coalición o candidato que ganó por una mínima diferencia. Puebla, Sinaloa, Durango, Veracruz, Aguascalientes e Hidalgo tuvieron resultados electorales muy parejos. Ninguno de los ganadores aventajó por más de 10 puntos porcentuales.
Las sorpresas son: Durango (46.5% contra 44.6%); Veracruz (43.5% contra 40.7%), e Hidalgo (50.2% 45.1%). El mito de las maquinarias electorales del “carro completo”, al servicio de los gobernadores en turno, no fue tal.
En las entidades donde la ventaja entre el ganador y el segundo lugar es muy amplia también se registró un elevado índice de abstencionismo. Son los casos de Chihuahua y Tamaulipas, las dos entidades atenazadas por el fuego cruzado del narcotráfico y la militarización fracasada del gobierno calderonista. En ambas el abstencionismo rebasó el 60%. Las victorias de César Duarte y de Egidio Torre Cantú fueron prácticamente 2 a 1 en esas entidades. En Quintana Roo el PRI gana la gubernatura con 52.4% frente a 26.2% de la coalición PRD-PT, pero pierde por pocos votos las ciudades más importantes y pobladas de la entidad, como Cancún.
En Tlaxcala y Zacatecas, el PRI gana por amplia mayoría ante el desastre de los gobernadores del PAN y del PRD, respectivamente, que prácticamente hicieron todo para la derrota de “sus” candidatos.
El ánimo cívico ante la jornada del 4 de julio es muy menor. De hecho, no hay héroes cívicos ni grandes líderes que surgieran de esta contienda. La desconfianza ciudadana es la otra cara de unas elecciones indecentes.
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