El Jefe: dos meses

Miguel Ángel Granados Chapa

Mientras corren las intrigas palaciegas que hablan de cambios en el equipo presidencial, que importan más en los pasillos del poder que a los intereses generales, se cumplen dos meses de la desaparición de Diego Fernández de Cevallos. El prolongado lapso transcurrido sin que pueda saberse de él es una muestra, entre muchas, de la incapacidad del Estado para garantizar a los ciudadanos su seguridad o, si no se quiere un tono declamatorio, de la pura y llana ineptitud gubernamental, agravada por las disputas domésticas entre los integrantes del grupo en el Gobierno.

Fernández de Cevallos desapareció la noche del 14 de mayo, hace 70 días. Se presume que al llegar solo a uno de sus ranchos en Querétaro, donde solía pernoctar en sus viajes a esa comarca, fue copado por sus secuestradores, que gozan de una extraña impunidad pactada: la familia habría pedido a la Procuraduría General de la República, que horas antes había resuelto ocuparse del asunto, en vez de la procuraduría local, que se abstuviera de toda acción formal, en bien de la integridad, la salud y aun la vida del desaparecido y porque así lo reclamaban quienes se llevaron al prominente panista. Dócilmente, contrariando sus deberes legales, la jefatura del ministerio público aceptó apartarse del caso, de igual modo que las televisoras abrieron un periodo de silencio que sólo se interrumpirá cuando haya un desenlace. Por ello, formalmente, la PGR nada sabe del tipo de relación, si hay alguna, que la familia haya establecido con los secuestradores.

Pululan las versiones sobre pedimentos de los captores y respuestas de la familia, incluida una, surgida del propio ámbito doméstico, de que no hay ninguna negociación, por lo que los parientes se asombran de la cantidad de dichos falsos que se imprimen o circulan en las redes. Si en efecto a esta distancia de sesenta días los captores de El Jefe Diego han guardado silencio, generando con su mutismo una angustia creciente en los deudos del político panista, no sería verdad que pidieran a la PGR su abstención, y con ella la Procuraduría federal serviría a los propósitos de los secuestradores. El único mensaje emitido por éstos fue una fotografía, enviada a circular en general y no reservada a los familiares, en que el rostro de Fernández de Cevallos, semioculto por un trapo, una toalla quizá, lo muestra si no sufriente si maltrecho.

A dos meses de iniciado el suceso es oportuno repreguntar, repreguntarnos, si la desaparición de Fernández de Cevallos ocurrió en función de asuntos propios y de su ámbito profesional o personal, o si fue escogido como víctima para infligir un golpe al Estado, o al Gobierno, o al equipo que trastabillante intenta ejercer el poder. La hipótesis que resulte de la respuesta que se dé a esas interrogaciones explicaría por un lado la presunta indiferencia pesquisitoria y por otro la posibilidad de que se satisfagan las peticiones de quienes retienen a Diego.

Fernández de Cevallos ha sido un político poderoso y un abogado prosperísimo, a veces de modo simultáneo. Su protagonismo político alcanzo su mayor dimensión en el primer trienio de Carlos Salinas, con quien entabló una sólida relación política. De esa época proviene su mote más conocido, El Jefe, que le fue adjudicado con despecho por diputados priistas que sufrían ser el tramo final de la correa transmisora entre Los Pinos y San Lázaro, papel que correspondía al líder panista. En vez de que las instrucciones de cómo actuar ante las reformas constitucionales pactadas por Salinas con el PAN (para legitimarse en su desempeño, según la tesis panista) les fueran transmitidas por sus propios líderes, las llevaba Fernández de Cevallos, tras negociarlas en la casa presidencial. De su presencia asidua allí daba cuenta el otro apodo que por entonces se le endilgó.: La ardilla, porque no salía de Los Pinos.

Diego se formó política y profesionalmente con dirigentes panistas, como el propio Manuel Gómez Morín en cuyo despacho fue pasante. Luego hizo su carrera propia y se convirtió él mismo en jefe de políticos y abogados. Miembro de una familia pudiente queretana, acrecentó sus bienes en medida tal que, para secuestradores profesionales, que sólo buscan dinero, podría ser una víctima adecuada por el descuido de su seguridad personal que ha sido propio de su carácter. Una fuente de veracidad indudable asegura que es una patraña el que hubiera sido localizado el chip que Fernández de Cevallos tenía introducido en el cuerpo. No pudo ser porque no es cierto que lo portara. Cuando se le sugirió aplicárselo, Diego habría respondido con una bravata de las que le eran propias: si lo atacaban, dijo, se llevaría a más de uno por delante.

Sin la más tenue intención de establecer un paralelismo entre el secuestro de Diego y el del dirigente democristiano italiano Aldo Moro, comparación imposible por la diversa catadura moral de uno y otro, cabe la posibilidad de que como en el caso de Moro se demandara por la libertad de Diego la de otras personas, exigencia que el Estado no quisiera o no pudiera cumplir. De hecho, según fuente autorizada, el Gobierno de Calderón tiene claro que se daría respuesta negativa a una demanda de ese genero. He pensado en el secuestro de Moro, que duró 55 días, cinco menos de los que ha durado ya el de Fernández de Cevallos, a propósito de esa petición de sus captores, recordada por una cinta que está en cartelera, El divo, sobre el frío Giuilio Andreotti que condenó a muerte a Moro.

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