Sabina Berman
1. Ningún otro escritor de México ha sido como él reconocido por la gente en la calle, escribió recién hace unos días José Emilio Pacheco. Añado: y probablemente ningún otro ha sido más querido por la gente.
Era un amor mutuo. No en vano fue Monsiváis el que le puso a la gente, a lo que se llamaba antes el pueblo, su nuevo nombre. La Sociedad Civil. Él mismo relata cómo entre las ruinas en que el terremoto de 1985 dejó a la Ciudad de México, dos palabras se repetían, aisladas, entre los civiles que paleaban los escombros, alzaban las piedras, jalaban fuera de un agujero un cuerpo, es decir: suplían la ineficacia de las fuerzas del gobierno con sus propias fuerzas. Sociedad, por ahí, Civil, por allá. Y de pronto se juntaron en Sociedad Civil, relata Monsi en No sin nosotros, su crónica de esos días de solidaridad y llanto. Mi sospecha es ésta: donde de pronto se juntaron esas dos palabras fue en la cabeza grande, de pelo blanco arremolinado, de Monsiváis. En todo caso, fue él quién difundió el nuevo nombre, que no sólo suena más digno, sino que lo es. Implica una agrupación consciente de personas, no una reunión impensada, y la coloca dentro de la estructura del Poder, no fuera, como lo hace la palabra gente o la palabra pueblo.
Fue, sí, un amor mutuo. Monsiváis escribía de la gente y abrió su conciencia y sus días a la gente. Salía a buscarla, a la gente en forma de masa, a la gente en forma de marcha política, a la gente en clubes de lectura, a la gente público de conferencias, y también a los individuos que entre la gente le interesaban, porque reconocía en ellos la encarnación de la excelencia o de la originalidad, las únicas dos aristocracias ante las cuales Monsi bajaba la cabeza al extender la mano.
2.
Monsiváis el Amplio. Monsiváis el Coleccionista de personas excepcionales y de lugares y experiencias y párrafos memorizados de la Biblia y discursos en inglés isabelino de Shakespeare y letras de canciones y diálogos de películas y obras de arte popular y de arte de autor y de 30 mil libros. Quería saberlo todo. Leerlo todo. Verlo todo. Analizarlo todo. Para luego escribirlo todo. Carlos el Diverso. Que no el Disperso, como quieren sus malquerientes. El eje de sus muchos temas fueron unos cuantos valores concomitantes. La Justicia, la Verdad, la Racionalidad, la Libertad, el Placer, la Igualdad. Es decir, los valores clásicos civilizatorios.
En su velorio en el Palacio de las Bellas Artes, sobre su féretro colocan la bandera del arcoiris del movimiento de la diversidad sexual. Traslapada, la bandera tricolor de México. Traslapada, la bandera blanca de la UNAM. Nadie encuentra una bandera feminista para traslaparla, si es que tal cosa como una bandera feminista existe.
Las minorías han de visibilizarse en el centro de lo social, indica Monsiváis en uno de sus libros más leídos, Lo marginal en el centro, para ensanchar el centro hasta que incluya a todos. Valiente misión en un país como México donde aún los liberales hablan de la democracia sin atreverse a pronunciar: las mujeres, los gays, los indios, los protestantes, los judíos, los ateos, los de capacidades distintas. Qué gran engaño hablar de democracia tomando en cuenta únicamente a los de siempre. Los señores trajeados y encorbatados y ortodoxamente heterosexuales, los habitantes históricos del privilegio.
Enséñanos a conversar, le pedí un día del año 1999. Se venía llegar la democracia, al menos la electoral, que sacaría del centro del Poder al PRI. No sabemos conversar con el oponente, Carlos. Insultamos, descalificamos, nos ganan las ganas del golpe. Estábamos en la sala del departamento de Consuelo Sáizar, su hija intelectual, donde tantas y tantas veces Carlos mantuvo las reuniones más diversas. Carlos separó más las piernas, dobló el torso hacia delante y su cabeza de pelo blanco despeinado no se movió un minuto entero. Así empezó Carlos: 1. Debe aceptarse de entrada que tu oponente tiene sus razones y son válidas y ciertas. Que no está loco y no es un villano. Hay que escucharlas, sus razones, y entenderlas. 2. Una conversación es un ejercicio de transformación. No sales de una conversación como entraste. Sales convertido, con verdades más amplias, que incluyan a más y sirvan mejor. 3. No debates con mentiras ni permites que te mientan. Si te mienten, te levantas. 4. También te levantas si el otro te prueba que sí está loco.
Una mañana en el Zócalo estuve sentada a su lado en un balcón del Hotel Majestic. Del otro lado de la gran plancha atestada de cientos de miles de electores, el candidato a la presidencia de la alianza de las izquierdas, López Obrador, pronunciaba el discurso que ahora se recuerda como el de la inclusión. Que vengan a sentarse a la mesa de las decisiones los pobres, sí, pero igual los empresarios y los profesionistas y la clase media. Monsi atendía a la figurita milimétrica del otro lado de la plaza murmurando al unísono las palabras magnificadas por bocinas. Le soplé al oído: ¿Escribiste tú el discurso? Me respondió: ¿Qué te parece? –Me encanta, es lo que necesita decir y hacer la izquierda moderna. ¿Pero tú lo escribiste? Sin responder, siguió murmurando las palabras del discurso.
En la última década Carlos me invitó a varias de sus conversaciones. Estuve presente en una especialmente ríspida y que habría de tener consecuencias balísticas a lo largo de nuestra geografía. Durante la transición al gobierno de Felipe Calderón, un viernes a las 11 de la noche, se apersonaron dos de las asesoras del próximo presidente. Josefina Vázquez Mota, astutamente vestida de blanco, y Margarita Zavala. La junta empezó con saludos tensos. Monsi estaba tristísimo porque la izquierda no ascendió a la dirección del país y sin ánimo de charla. Tres minutos más tarde, Monsi soltó el mensaje que le importaba hacer llegar: El norte del país está desbaratándose. No hay ley, hay asesinatos, hay secuestros. Es la barbarie y va a extenderse como un incendio, si no se hace algo; pero cuidado, si no se hace bien hecho. Hablaba desde un pozo de preocupación con voz cavernosa. En cierto momento se levantó y se fue, y escuchamos con azoro la puerta del departamento cerrarse.
3.
Una niña se pasea por la explanada semivacía del palacio de Bellas Artes, de la que ha partido la multitud cargando el féretro para llevar a Carlos a su último paseo por el Zócalo. Vestida con una camiseta verde de la selección de futbol de México, chupa una paleta de dulce. Sus padres la trajeron al velorio del señor Monsiváis, como la sentaron a ver a México ganarle a Francia, la semana pasada. Ella sabe quién es Monsiváis (¿cómo no?, se ofende), lo ha visto y lo ha oído en la tele, aunque no le entendió mucho. Pero voy a leerlo, anuncia alzando la barbilla. Tampoco sabe que Monsiváis a su edad asistió a Bellas Artes al velorio de Frida Kahlo y más tarde al de Diego Rivera y la impresión lo marcó.
Así es, hemos perdido al Monsiváis de a diario. Con el que conversaban tantos y tantos, algunos cara a cara o por teléfono y muchísimos más a través de la palabra escrita o la televisión. Lo hemos perdido. No hay retórica que trascienda la brutalidad de su ausencia. Es tiempo ahora de compilar sus artículos en libros. Compilar sus más agudas declaraciones de coyuntura, que son maravillosos epigramas, ensamblados palabra por palabra con amor de orfebre. Y es tiempo de reabrir sus libros ya publicados. Si su justeza para atrapar lo efímero nos deslumbró un día sí y otro de nuevo, también eclipsó durante su vida que Monsiváis es un grande de la Literatura y de la Historia mexicanas, las dos categorías donde en adelante corresponderán sus crónicas. Con esa exigencia, me consta, escribió Carlos, deseando que sus textos cruzaran el presente. Carlos el Oportuno, pero ahora lo notaremos, Carlos el Memorable.
Esto es del todo posible: cuando la niña que se pasea por la explanada de Bellas Artes cumpla 72 años, como Monsiváis al morir, su nieta, que tendrá la edad de ella ahora, le preguntará, con el libro de epigramas de Monsi en las manos: Oye, ¿y quién fue César Nava?, ¿y quién fue Arturo Durazo y Martínez Domínguez y esta señora adivina, la Paca? ¿En verdad existieron? ¿O son inventos de Monsi?
1. Ningún otro escritor de México ha sido como él reconocido por la gente en la calle, escribió recién hace unos días José Emilio Pacheco. Añado: y probablemente ningún otro ha sido más querido por la gente.
Era un amor mutuo. No en vano fue Monsiváis el que le puso a la gente, a lo que se llamaba antes el pueblo, su nuevo nombre. La Sociedad Civil. Él mismo relata cómo entre las ruinas en que el terremoto de 1985 dejó a la Ciudad de México, dos palabras se repetían, aisladas, entre los civiles que paleaban los escombros, alzaban las piedras, jalaban fuera de un agujero un cuerpo, es decir: suplían la ineficacia de las fuerzas del gobierno con sus propias fuerzas. Sociedad, por ahí, Civil, por allá. Y de pronto se juntaron en Sociedad Civil, relata Monsi en No sin nosotros, su crónica de esos días de solidaridad y llanto. Mi sospecha es ésta: donde de pronto se juntaron esas dos palabras fue en la cabeza grande, de pelo blanco arremolinado, de Monsiváis. En todo caso, fue él quién difundió el nuevo nombre, que no sólo suena más digno, sino que lo es. Implica una agrupación consciente de personas, no una reunión impensada, y la coloca dentro de la estructura del Poder, no fuera, como lo hace la palabra gente o la palabra pueblo.
Fue, sí, un amor mutuo. Monsiváis escribía de la gente y abrió su conciencia y sus días a la gente. Salía a buscarla, a la gente en forma de masa, a la gente en forma de marcha política, a la gente en clubes de lectura, a la gente público de conferencias, y también a los individuos que entre la gente le interesaban, porque reconocía en ellos la encarnación de la excelencia o de la originalidad, las únicas dos aristocracias ante las cuales Monsi bajaba la cabeza al extender la mano.
2.
Monsiváis el Amplio. Monsiváis el Coleccionista de personas excepcionales y de lugares y experiencias y párrafos memorizados de la Biblia y discursos en inglés isabelino de Shakespeare y letras de canciones y diálogos de películas y obras de arte popular y de arte de autor y de 30 mil libros. Quería saberlo todo. Leerlo todo. Verlo todo. Analizarlo todo. Para luego escribirlo todo. Carlos el Diverso. Que no el Disperso, como quieren sus malquerientes. El eje de sus muchos temas fueron unos cuantos valores concomitantes. La Justicia, la Verdad, la Racionalidad, la Libertad, el Placer, la Igualdad. Es decir, los valores clásicos civilizatorios.
En su velorio en el Palacio de las Bellas Artes, sobre su féretro colocan la bandera del arcoiris del movimiento de la diversidad sexual. Traslapada, la bandera tricolor de México. Traslapada, la bandera blanca de la UNAM. Nadie encuentra una bandera feminista para traslaparla, si es que tal cosa como una bandera feminista existe.
Las minorías han de visibilizarse en el centro de lo social, indica Monsiváis en uno de sus libros más leídos, Lo marginal en el centro, para ensanchar el centro hasta que incluya a todos. Valiente misión en un país como México donde aún los liberales hablan de la democracia sin atreverse a pronunciar: las mujeres, los gays, los indios, los protestantes, los judíos, los ateos, los de capacidades distintas. Qué gran engaño hablar de democracia tomando en cuenta únicamente a los de siempre. Los señores trajeados y encorbatados y ortodoxamente heterosexuales, los habitantes históricos del privilegio.
Enséñanos a conversar, le pedí un día del año 1999. Se venía llegar la democracia, al menos la electoral, que sacaría del centro del Poder al PRI. No sabemos conversar con el oponente, Carlos. Insultamos, descalificamos, nos ganan las ganas del golpe. Estábamos en la sala del departamento de Consuelo Sáizar, su hija intelectual, donde tantas y tantas veces Carlos mantuvo las reuniones más diversas. Carlos separó más las piernas, dobló el torso hacia delante y su cabeza de pelo blanco despeinado no se movió un minuto entero. Así empezó Carlos: 1. Debe aceptarse de entrada que tu oponente tiene sus razones y son válidas y ciertas. Que no está loco y no es un villano. Hay que escucharlas, sus razones, y entenderlas. 2. Una conversación es un ejercicio de transformación. No sales de una conversación como entraste. Sales convertido, con verdades más amplias, que incluyan a más y sirvan mejor. 3. No debates con mentiras ni permites que te mientan. Si te mienten, te levantas. 4. También te levantas si el otro te prueba que sí está loco.
Una mañana en el Zócalo estuve sentada a su lado en un balcón del Hotel Majestic. Del otro lado de la gran plancha atestada de cientos de miles de electores, el candidato a la presidencia de la alianza de las izquierdas, López Obrador, pronunciaba el discurso que ahora se recuerda como el de la inclusión. Que vengan a sentarse a la mesa de las decisiones los pobres, sí, pero igual los empresarios y los profesionistas y la clase media. Monsi atendía a la figurita milimétrica del otro lado de la plaza murmurando al unísono las palabras magnificadas por bocinas. Le soplé al oído: ¿Escribiste tú el discurso? Me respondió: ¿Qué te parece? –Me encanta, es lo que necesita decir y hacer la izquierda moderna. ¿Pero tú lo escribiste? Sin responder, siguió murmurando las palabras del discurso.
En la última década Carlos me invitó a varias de sus conversaciones. Estuve presente en una especialmente ríspida y que habría de tener consecuencias balísticas a lo largo de nuestra geografía. Durante la transición al gobierno de Felipe Calderón, un viernes a las 11 de la noche, se apersonaron dos de las asesoras del próximo presidente. Josefina Vázquez Mota, astutamente vestida de blanco, y Margarita Zavala. La junta empezó con saludos tensos. Monsi estaba tristísimo porque la izquierda no ascendió a la dirección del país y sin ánimo de charla. Tres minutos más tarde, Monsi soltó el mensaje que le importaba hacer llegar: El norte del país está desbaratándose. No hay ley, hay asesinatos, hay secuestros. Es la barbarie y va a extenderse como un incendio, si no se hace algo; pero cuidado, si no se hace bien hecho. Hablaba desde un pozo de preocupación con voz cavernosa. En cierto momento se levantó y se fue, y escuchamos con azoro la puerta del departamento cerrarse.
3.
Una niña se pasea por la explanada semivacía del palacio de Bellas Artes, de la que ha partido la multitud cargando el féretro para llevar a Carlos a su último paseo por el Zócalo. Vestida con una camiseta verde de la selección de futbol de México, chupa una paleta de dulce. Sus padres la trajeron al velorio del señor Monsiváis, como la sentaron a ver a México ganarle a Francia, la semana pasada. Ella sabe quién es Monsiváis (¿cómo no?, se ofende), lo ha visto y lo ha oído en la tele, aunque no le entendió mucho. Pero voy a leerlo, anuncia alzando la barbilla. Tampoco sabe que Monsiváis a su edad asistió a Bellas Artes al velorio de Frida Kahlo y más tarde al de Diego Rivera y la impresión lo marcó.
Así es, hemos perdido al Monsiváis de a diario. Con el que conversaban tantos y tantos, algunos cara a cara o por teléfono y muchísimos más a través de la palabra escrita o la televisión. Lo hemos perdido. No hay retórica que trascienda la brutalidad de su ausencia. Es tiempo ahora de compilar sus artículos en libros. Compilar sus más agudas declaraciones de coyuntura, que son maravillosos epigramas, ensamblados palabra por palabra con amor de orfebre. Y es tiempo de reabrir sus libros ya publicados. Si su justeza para atrapar lo efímero nos deslumbró un día sí y otro de nuevo, también eclipsó durante su vida que Monsiváis es un grande de la Literatura y de la Historia mexicanas, las dos categorías donde en adelante corresponderán sus crónicas. Con esa exigencia, me consta, escribió Carlos, deseando que sus textos cruzaran el presente. Carlos el Oportuno, pero ahora lo notaremos, Carlos el Memorable.
Esto es del todo posible: cuando la niña que se pasea por la explanada de Bellas Artes cumpla 72 años, como Monsiváis al morir, su nieta, que tendrá la edad de ella ahora, le preguntará, con el libro de epigramas de Monsi en las manos: Oye, ¿y quién fue César Nava?, ¿y quién fue Arturo Durazo y Martínez Domínguez y esta señora adivina, la Paca? ¿En verdad existieron? ¿O son inventos de Monsi?
Comentarios