Caminos electorales, Odio, linchamiento y Factor narco

Astillero / Julio Hernández López

Cada día se cierran más los caminos electorales que Andrés Manuel López Obrador comenzará a transitar abiertamente por segunda ocasión a partir del próximo domingo. El fraude de 2006 fue una plataforma de lanzamiento del mensaje restrictivo: por más ilusiones, emociones, esperanzas y votos que acompañen a un candidato popular reformista, los poderes reales habrán de fabricar los resultados “legales” que cerrarán el paso a esas opciones de transformación, por tibias, graduales o enigmáticas que parezcan. No sólo eso: La capacidad de manipulación de esas fuerzas cupulares amafiadas puede instalar percepciones adulteradas que van formando “verdades” políticas y electorales entre el desinformado público votante, al extremo de “legitimar” golpistas y satanizar a opositores. O, inclusive, de alentar y bendecir el retorno del priísmo rapaz, disfrazado de alternativa de cambio hacia el pasado, de retorno de lo malo por conocido, una especie de síndrome de Estocolmo expresado en tres colores.

López Obrador ha resistido todo. Las campañas criminales de difamación, el virus de la desesperanza inoculado en el cuerpo del perredismo chuchista que acabó colaborando con el defraudador, la abulia cívica que asume posiciones fatalistas y se desentiende de la participación en los asuntos públicos, parapetándose en la tesis impulsada por conveniencia desde el Gobierno y sus voceros mediáticos de que todos los políticos son iguales. Y no sólo los obuses han venido de fuera: Terquedad caminante, viajera, practicante de una oratoria cansada, repetitiva, llena de lugares comunes cuyos desenlaces verbales pueden anticiparse apenas iniciada la frase, rodeado de algunos personajes de nada dudosa moralidad política, saltimbanquis evidentes, oportunistas que han aprovechado las promociones del tabasqueño para ganar elecciones locales y luego han olvidado cualquier compromiso político y se han entregado al peor de los gobiernos (como en el caso extremo de Juan Sabines, en Chiapas).

Sobrevivió, E incluso, pudo preservar posibilidades electorales a pesar de que el PRD ha mantenido una permanente lucha contra él, navegante a contracorriente en los ríos de suciedad de los partidos, casi náufrago en asuntos de futuros registros de candidaturas a no ser por el Partido del Trabajo al que se ha asido como virtual último recurso. Y, sin embargo, ha seguido moviéndose. Tanto que sigue siendo el único mexicano con capacidad de convocatoria masiva nacional por sí mismo. Tanto que, a pesar de sus errores y tropiezos, López Obrador es, hoy, la única posibilidad electoral de frenar la barbarie panista, de enfrentar el triunfalismo comercial del priísmo salinizado y de recomponer algo de las maltrechas filas de la izquierda formal. Podría decirse que AMLO representa la última oportunidad institucional de sobrevivencia depurada de un régimen político que está en las últimas. Sin embargo, la reciente postulación por sí mismo a una segunda oportunidad de competir ha reavivado los odios mediáticos, la enfermiza polarización, la intolerancia política e ideológica, los llamados al linchamiento del incómodo, del molesto, del que resiste.

Todo es peor para AMLO ahora. No es el puntero en las encuestas, tiene una imagen marcadamente negativa en ciertos sectores conservadores o despolitizados, el PRD le juega las contras y Camacho y Ebrard construyen una opción de izquierda light, bonita, “civilizada”, no confrontacional, que busca desplazarlo. Pero López Obrador podría crecer en la medida en que la crisis calderonista se agudizara y la voracidad priísta llevara a sus principales personajes a comerse entre ellos mismos. Sin embargo, la clave no está en esos procesos de competencia política tradicional que son falsos, como lo mostró el 2006. Ir de nuevo a los comicios por sí mismos, confiado en una “mejor organización”, en cuadros locales organizados mediante credencializaciones y comités, esperanzado en que el sistema sí respete esta vez la voluntad popular, sería el equivalente a volver a poner la cabeza en la guillotina pero con la ilusión de que ahora no caiga la hoja afilada porque desde las alturas así generosamente lo decidan.

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