Tamaulipas: asesinatos in crescendo

Miguel Ángel Granados Chapa

Seis días antes de la jornada electoral de la que muy probablemente emergería como gobernador de Tamaulipas fue asesinado el doctor Rodolfo Torre Cantú. Como principal candidato a la gubernatura su homicidio sacude a esa entidad y pone en cuestión la pertinencia de realizar los comicios el próximo domingo. Pero más allá de ese estado, donde han menudeado las muestras del poderío delincuencial que aterroriza a la gente común, aquel acontecimiento es un nuevo desafío de un poder fáctico, sobrado de armas y de dinero, al Estado mexicano, que estupefacto no acierta más que a enviar condolencias a la familia de la víctima, a su partido y al gobernador tamaulipeco.

Conocida la fragilidad de la procuración de justicia en esa entidad, ya ingobernable, lo menos que puede hacer el gobierno de la república es que la Pgr se encargue de la averiguación previa. No es que de suyo la procuración federal de justicia garantice una indagación que concluya en resultados, pero cuenta en este caso con la presunción de que sus recursos de investigación sean más efectivos y no enfrenten los lastres que podían inhibir al ministerio público local.

Se da por descontado que el homicidio del candidato y de sus acompañantes fue cometido por la delincuencia organizada. Autorizan a pensarlo los modos de la agresión y los antecedentes. El crimen organizado ha roto la gobernabilidad en todo Tamaulipas. Solemos detener nuestra atención en la frontera, pero en el sur de la entidad, y en el centro; así en los límites con Nuevo León como en la costa, ha habido en los meses recientes matanzas múltiples, asesinatos de alto impacto (como se llama a los que ultiman a personas notorias), campañas de rumores que paralizan a ciudades enteras. Si el asesinato de Torre fuera puramente una agresión delincuencial para desazonar a la población y sacar de quicio a las autoridades, sería un acontecimiento grave. Pero se inscribe en la ya no breve cadena de homicidios de carácter político, que ha inaugurado una nueva forma de de interferencia ilícita en la política. El crimen organizado desalienta o de plano aparta del camino a ciudadanos que han sido convencidos de participar en la lucha electoral. Pero hacerlo en vísperas de las elecciones implica la pretensión de influir también en quién sea el candidato priista al gobierno estatal.

Es posible sustituirlo pues el código electoral tamaulipeco, como lo hacen en general las leyes del caso en todas las entidades y la de orden federal, permiten el registro de un nuevo candidato para reemplazar a uno que muera. Pero la persona que designe el PRI no tendrá identidad propia. Hará apenas, hoy y mañana si hay la premura necesaria, dos días de campaña, y el domingo obtendrá votos no a su nombre sino dedicados a Torre. Se produce así, y ese pudiera ser uno de los propósitos del atentado en este momento, un fraude a la democracia, pues los priistas y sus simpatizantes sufragarán por un desconocido o por lo menos por alguien a quien el partido no consideró idóneo en el momento adecuado. Los tamaulipecos ignorarán a quién escogen para gobernador.

La respuesta a esta situación anómala es el aplazamiento de los comicios, por lo menos los de gobernador (ya que se eligen también ayuntamientos y diputados), a fin de que haya una contienda que permita contrastar la personalidad de los aspirantes. La diferición de la jornada electoral no causaría perjuicio al PRI, que según las varias mediciones obtendría el domingo más del cincuenta por ciento de los votos, en proporción que deja muy atrás a sus contrincantes, pues su ventaja es estructural, viene de su implantación en el estado y de los modos de condicionar el voto que el gobierno estatal ha practicado desde siempre.

La inclinación natural a atribuir al crimen organizado el asesinato de Torre no debería eliminar otras líneas de investigación, como las rivalidades internas. Es cierto que la contienda por la candidatura se resolvió con tersura y que los aspirantes se ciñeron a la decisión del gobernador Eugenio Hernández para hacer de su secretario de salud (elegido diputado federal para satisfacer los requisitos estatutarios del PRI) el candidato de unidad. El reconocimiento de que esa decisión era inmutable no sólo impidió escisiones (como en Sinaloa y Durango, en que precandidatos → priistas abanderan hoy a la oposición), sino que llevó a gestos como el siguiente: Uno de los principales aspirantes, el alcalde de Reynosa, Óscar Luebbert pidió licencia por 36 horas, que se extenderían la tarde ayer y el día de hoy martes, para acompañar a su amigo el senador Manlio Fabio Beltrones, que a su vez haría campaña con Torre Cantú. Pero eliminando a éste a última hora se abriría la posibilidad de que un precandidato preferido a la hora de escoger a quien postularía el PRI fuera finalmente elegido gobernador.

Como quiera que sea, el atentado que cobró la vida del candidato priista y de sus acompañantes cimbra al país entero, aunque sus habitantes en mala hora vayan acostumbrándose a la violencia homicida, ya sea porque la vivan de cerca o porque tengan noticia de ella a través de los medios informativos. No es extravagante el temor, basado en el orden de jerárquico que lleva a suponer posible que así como ya se ultimó a un candidato a alcalde y no pasó nada, y se asesinó a un candidato a gobernador y no pasa nada, se alce la mira y en pleno 2012, o con motivo de la contienda de ese año, se atente contra un candidato presidencial.

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