Raúl Trejo Delarbre
Espectáculo magnético, deporte de masas, el futbol es explosión de júbilo de la misma manera que manantial de adversidades. Es fácil caer en la tentación del equiparar al futbol con la vida, por las abundantes cuotas que tiene de giros inesperados, creación inteligente, construcción de lances, lo mismo que de engaños, injusticias y zancadillas.
En el futbol hay espacio para la creación individual y por eso es una fiesta de grandes aunque a veces magnificadas personalidades. Pero de nada o casi nada sirve el genio de un gran futbolista, por inmensamente habilidoso que sea, si no forma parte de un trabajo de conjunto.
Casi nadie es fan solamente de Leonel Messi, o de Rafael Márquez, sino del equipo que los cobija y en donde sus méritos forman parte de una perspicacia colectiva. Por eso le vamos al Barsa, al Real Madrid, al San Lorenzo de Almagro o a los Pumas. Por eso, pero además por su capacidad para implicar y emocionar a lo largo de todo un país, hay quienes son seguidores de la selección de España, de Argentina o por supuesto, hoy con refrendado júbilo, de la selección mexicana.
Esa capacidad del futbol para ser metáfora de la vida con eventualidades, infortunios y sorpresas, se ha reafirmado en el 2 a 0 que todos festejamos. Unas horas antes la mayoría de los mexicanos estaba convencida de que, si bien nos iba, nuestro equipo apenas alcanzaría a empatar con el de Francia. Los más experimentados comentaristas deportivos, así como demasiados villamelones, manifestaron sus pronósticos sin empacho. Una suerte de resignado realismo desencadenado por el resultado del partido inaugural, el viernes pasado cuando la selección mexicana apenas pudo empatar con Sudáfrica, conducía a esos vaticinios tan políticamente correctos.
Para no decir que consideraban inminente la derrota, la mayoría se inclinó por anticipar un elegante empate. La realidad del futbol, que no emocionaría tanto si no estuviera sobrecargado de incertidumbre, se impuso con un resultado venturoso. No se trata del azar, ni de la torcedura de destino irremediable alguno. Los mexicanos ganaron ayer jueves en el estadio Peter Mokaba porque supieron desarrollar mejor juego de conjunto, construyeron acciones inteligentes y aunque desperdiciaron varias oportunidades de gol y en más de una ocasión algunos de ellos se encolerizaban, por lo general actuaron con madurez y supieron aprovechar errores de sus rivales.
Se podrá decir que el futbol, especialmente cuando es propagado intensa y exitosamente por los medios de comunicación, constituye una poderosa diversión. Lo es, en efecto, en las dos acepciones de ese término. Entretiene y recrea, pero además desvía nuestra atención respecto de otros asuntos.
Se podrá cuestionar el intenso y ominoso ingrediente comercial que satura de marcas, dólares e intereses todos los intersticios de ese deporte. Se podrá decir, desde luego, que ni el orgullo nacional ni el destino del país se encuentran hipotecados a la habilidad de esos once jugadores ni a la destreza de su director técnico. Habrá quienes sostengan que el gobierno, tan maltratado como se encuentra padeciendo un fracaso político tras otro, o las televisoras que hacen negocio con este espectáculo, querrán beneficiarse con el resultado de ayer.
Tampoco faltarán quienes hablen de enajenación colectiva o de ilusoria catarsis en el frenesí por un evento deportivo. Se dirá que la cohesión o el entusiasmo sociales que desata un partido como este, pueden ser tan efímeros como la distancia que hay de aquí al encuentro del martes próximo contra Uruguay.
Todo eso posiblemente es cierto. Pero nada de eso se nos olvida por el hecho de celebrar un partido bien jugado, con talento y habilidad y con un resultado regocijante como el que ayer nos ofreció la selección mexicana de futbol.
Espectáculo magnético, deporte de masas, el futbol es explosión de júbilo de la misma manera que manantial de adversidades. Es fácil caer en la tentación del equiparar al futbol con la vida, por las abundantes cuotas que tiene de giros inesperados, creación inteligente, construcción de lances, lo mismo que de engaños, injusticias y zancadillas.
En el futbol hay espacio para la creación individual y por eso es una fiesta de grandes aunque a veces magnificadas personalidades. Pero de nada o casi nada sirve el genio de un gran futbolista, por inmensamente habilidoso que sea, si no forma parte de un trabajo de conjunto.
Casi nadie es fan solamente de Leonel Messi, o de Rafael Márquez, sino del equipo que los cobija y en donde sus méritos forman parte de una perspicacia colectiva. Por eso le vamos al Barsa, al Real Madrid, al San Lorenzo de Almagro o a los Pumas. Por eso, pero además por su capacidad para implicar y emocionar a lo largo de todo un país, hay quienes son seguidores de la selección de España, de Argentina o por supuesto, hoy con refrendado júbilo, de la selección mexicana.
Esa capacidad del futbol para ser metáfora de la vida con eventualidades, infortunios y sorpresas, se ha reafirmado en el 2 a 0 que todos festejamos. Unas horas antes la mayoría de los mexicanos estaba convencida de que, si bien nos iba, nuestro equipo apenas alcanzaría a empatar con el de Francia. Los más experimentados comentaristas deportivos, así como demasiados villamelones, manifestaron sus pronósticos sin empacho. Una suerte de resignado realismo desencadenado por el resultado del partido inaugural, el viernes pasado cuando la selección mexicana apenas pudo empatar con Sudáfrica, conducía a esos vaticinios tan políticamente correctos.
Para no decir que consideraban inminente la derrota, la mayoría se inclinó por anticipar un elegante empate. La realidad del futbol, que no emocionaría tanto si no estuviera sobrecargado de incertidumbre, se impuso con un resultado venturoso. No se trata del azar, ni de la torcedura de destino irremediable alguno. Los mexicanos ganaron ayer jueves en el estadio Peter Mokaba porque supieron desarrollar mejor juego de conjunto, construyeron acciones inteligentes y aunque desperdiciaron varias oportunidades de gol y en más de una ocasión algunos de ellos se encolerizaban, por lo general actuaron con madurez y supieron aprovechar errores de sus rivales.
Se podrá decir que el futbol, especialmente cuando es propagado intensa y exitosamente por los medios de comunicación, constituye una poderosa diversión. Lo es, en efecto, en las dos acepciones de ese término. Entretiene y recrea, pero además desvía nuestra atención respecto de otros asuntos.
Se podrá cuestionar el intenso y ominoso ingrediente comercial que satura de marcas, dólares e intereses todos los intersticios de ese deporte. Se podrá decir, desde luego, que ni el orgullo nacional ni el destino del país se encuentran hipotecados a la habilidad de esos once jugadores ni a la destreza de su director técnico. Habrá quienes sostengan que el gobierno, tan maltratado como se encuentra padeciendo un fracaso político tras otro, o las televisoras que hacen negocio con este espectáculo, querrán beneficiarse con el resultado de ayer.
Tampoco faltarán quienes hablen de enajenación colectiva o de ilusoria catarsis en el frenesí por un evento deportivo. Se dirá que la cohesión o el entusiasmo sociales que desata un partido como este, pueden ser tan efímeros como la distancia que hay de aquí al encuentro del martes próximo contra Uruguay.
Todo eso posiblemente es cierto. Pero nada de eso se nos olvida por el hecho de celebrar un partido bien jugado, con talento y habilidad y con un resultado regocijante como el que ayer nos ofreció la selección mexicana de futbol.
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