Opinion Invitada: Rosaura Barahona
A veces no es fácil escribir y ésta es una de esas veces. Por un lado, quien escribe está triste y, por otro, se ha dicho tanto sobre Carlos que poco o nada se puede añadir a lo expresado por quienes lo conocieron mejor que yo.
Varias personas me preguntaron si escribiría sobre mi gran amigo Carlos Monsiváis. Debo decir algo con delicadeza: no éramos grandes amigos, aunque me hubiera encantado serlo. Coincidimos en muchas mesas redondas, tuvimos un diálogo público muy sabroso, participamos en un panel sobre la educación contemporánea, fuimos juntos al cine, cenamos varias veces y platicamos en muchas ocasiones.
A Carlos lo conocí en 1966 en la desaparecida sala sur del sótano de la entonces Biblioteca (hoy Rectoría) del Tec. Había venido a buscar un documental del que tuvo noticia en la capital, pero su director, a pesar de estar en la conferencia, se negó a identificarse con él; le pareció pueblerino hacerlo.
En ese momento Carlos, junto con un grupo de escritores y artistas talentosos, estaba acusado de formar la mafia controladora de la vida artística de México, D.F., y, por lo tanto, de México... porque fuera de la capital, todo era Cuautitlán.
De esa mafia hay diversas versiones. Una la señalaba como una claque cerrada e impenetrable; otra, como un grupo plural, con talentos diversos, algunos ya consolidados y otros en ciernes, atentos a todas las manifestaciones no sólo artísticas, sino políticas, sociales y económicas del mundo y, en especial, de este maltratado País. Hasta donde yo supe, siempre tomaron en cuenta las propuestas que les parecieron interesantes.
Mi esposo y yo salimos del País más de tres años y, al regresar, nos fuimos a vivir al D.F. Estaba yo como maestra del CCH (Colegio de Ciencias y Humanidades) y un día nos pidieron llevar a los alumnos a la explanada de la Ciudad Universitaria a una manifestación en contra de la Guerra de Vietnam. Era 1972. Ahí me reencontré con Carlos y de ahí en adelante siempre que nos tocó compartir algo o coincidir en algún sitio, nos vimos y nos tratamos con afecto y respeto.
Me lo topé de nuevo cuando vino a platicar con Luis Astey, a quien admiraba enormemente por su erudición y su capacidad. Le pidió las traducciones y ediciones comentadas que Astey había hecho de diversas obras y se entusiasmó al saber que ya trabajaba en "Roswitha of Gandersheim", que publicaría años después.
La obra y la herencia de Carlos son enormes, como ya lo han dicho muchas personas. Y no me refiero sólo a sus textos escritos, sino a su activismo en diversas causas siempre a favor de las minorías.
Carlos constantemente recibía invitaciones para participar en seminarios, simposios, conferencias y encuentros de muy diversa índole. No era fácil localizarlo. Cuando no tenía ganas de hablar con extraños, contestaba el teléfono de su casa, pero fingía la voz y sólo recuperaba la suya si le interesaba platicar con quien llamaba.
En alguna ocasión, el Tec organizó un ciclo de conferencias y uno de los atractivos fuertes era él. Sólo hasta que prometió y recontraprometió que vendría, lo anunciaron. Pero no apareció y los alumnos, molestos, le hablaron por teléfono y le dijeron que no podía hacerles eso, que lo pondrían en el altavoz para que los asistentes escucharan sus disculpas o su explicación. Y él aceptó, para sorpresa de muchos de nosotros. Siempre se lo agradecimos.
Su enorme popularidad estriba en su lenguaje accesible, en la amplitud de temas que tocaba, en su proverbial sentido del humor (a menudo perverso), en su habilidad para jugar con el lenguaje y en su capacidad para escuchar a otros.
La penúltima vez que vino a Monterrey cenamos juntos y estuvimos platicando sobre el periodismo regiomontano. Su visión era muy clara y, de nuevo, me sorprendió saber que leía a muchos editorialistas locales a quienes definía con claridad.
Su inteligencia, "soledad en llamas y páramo de espejos", fue lo que le permitió leer, escuchar, ver, hacer, reflexionar, escribir, conectar, transferir y compartir tantas y tantas cosas que nos obligaron a detener el paso para pensar.
De que nos va a hacer falta, no hay duda. Y de que no tiene sucesor, tampoco. Por eso estamos más solos.
A veces no es fácil escribir y ésta es una de esas veces. Por un lado, quien escribe está triste y, por otro, se ha dicho tanto sobre Carlos que poco o nada se puede añadir a lo expresado por quienes lo conocieron mejor que yo.
Varias personas me preguntaron si escribiría sobre mi gran amigo Carlos Monsiváis. Debo decir algo con delicadeza: no éramos grandes amigos, aunque me hubiera encantado serlo. Coincidimos en muchas mesas redondas, tuvimos un diálogo público muy sabroso, participamos en un panel sobre la educación contemporánea, fuimos juntos al cine, cenamos varias veces y platicamos en muchas ocasiones.
A Carlos lo conocí en 1966 en la desaparecida sala sur del sótano de la entonces Biblioteca (hoy Rectoría) del Tec. Había venido a buscar un documental del que tuvo noticia en la capital, pero su director, a pesar de estar en la conferencia, se negó a identificarse con él; le pareció pueblerino hacerlo.
En ese momento Carlos, junto con un grupo de escritores y artistas talentosos, estaba acusado de formar la mafia controladora de la vida artística de México, D.F., y, por lo tanto, de México... porque fuera de la capital, todo era Cuautitlán.
De esa mafia hay diversas versiones. Una la señalaba como una claque cerrada e impenetrable; otra, como un grupo plural, con talentos diversos, algunos ya consolidados y otros en ciernes, atentos a todas las manifestaciones no sólo artísticas, sino políticas, sociales y económicas del mundo y, en especial, de este maltratado País. Hasta donde yo supe, siempre tomaron en cuenta las propuestas que les parecieron interesantes.
Mi esposo y yo salimos del País más de tres años y, al regresar, nos fuimos a vivir al D.F. Estaba yo como maestra del CCH (Colegio de Ciencias y Humanidades) y un día nos pidieron llevar a los alumnos a la explanada de la Ciudad Universitaria a una manifestación en contra de la Guerra de Vietnam. Era 1972. Ahí me reencontré con Carlos y de ahí en adelante siempre que nos tocó compartir algo o coincidir en algún sitio, nos vimos y nos tratamos con afecto y respeto.
Me lo topé de nuevo cuando vino a platicar con Luis Astey, a quien admiraba enormemente por su erudición y su capacidad. Le pidió las traducciones y ediciones comentadas que Astey había hecho de diversas obras y se entusiasmó al saber que ya trabajaba en "Roswitha of Gandersheim", que publicaría años después.
La obra y la herencia de Carlos son enormes, como ya lo han dicho muchas personas. Y no me refiero sólo a sus textos escritos, sino a su activismo en diversas causas siempre a favor de las minorías.
Carlos constantemente recibía invitaciones para participar en seminarios, simposios, conferencias y encuentros de muy diversa índole. No era fácil localizarlo. Cuando no tenía ganas de hablar con extraños, contestaba el teléfono de su casa, pero fingía la voz y sólo recuperaba la suya si le interesaba platicar con quien llamaba.
En alguna ocasión, el Tec organizó un ciclo de conferencias y uno de los atractivos fuertes era él. Sólo hasta que prometió y recontraprometió que vendría, lo anunciaron. Pero no apareció y los alumnos, molestos, le hablaron por teléfono y le dijeron que no podía hacerles eso, que lo pondrían en el altavoz para que los asistentes escucharan sus disculpas o su explicación. Y él aceptó, para sorpresa de muchos de nosotros. Siempre se lo agradecimos.
Su enorme popularidad estriba en su lenguaje accesible, en la amplitud de temas que tocaba, en su proverbial sentido del humor (a menudo perverso), en su habilidad para jugar con el lenguaje y en su capacidad para escuchar a otros.
La penúltima vez que vino a Monterrey cenamos juntos y estuvimos platicando sobre el periodismo regiomontano. Su visión era muy clara y, de nuevo, me sorprendió saber que leía a muchos editorialistas locales a quienes definía con claridad.
Su inteligencia, "soledad en llamas y páramo de espejos", fue lo que le permitió leer, escuchar, ver, hacer, reflexionar, escribir, conectar, transferir y compartir tantas y tantas cosas que nos obligaron a detener el paso para pensar.
De que nos va a hacer falta, no hay duda. Y de que no tiene sucesor, tampoco. Por eso estamos más solos.
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