México sin Carlos Monsiváis

Arnoldo Kraus

Muchas personas han cavilado acerca de la insuficiencia del lenguaje. Las madres que pierden a sus hijos, los hermanos que pierden a sus hermanos y los familiares de los desaparecidos son vivencias que carecen de la palabra adecuada para describir esas situaciones. Lo mismo sucede tras el fallecimiento de una persona indispensable para una nación: el idioma no cuenta con el término preciso para describir el acontecimiento. La muerte de Carlos Monsiváis, figura indispensable en la vida del país, se inscribe dentro de esa cortedad del idioma. En el caso Monsi, el lenguaje resulta enjuto: las palabras no bastan. No se trata de ensalzar su imagen, se trata de la realidad.

Admirado y denostado, querido y despreciado, entregado y traicionado, fiel y maltratado, irónico y satanizado, dulce y huraño son algunos de los incontables calificativos utilizados para describir a Monsiváis. Las expresiones y el compromiso de Carlos eran el material de esos binomios. Su mirada y su hambre eran infinitas. Su curiosidad y su incansable don contestatario, remontaba cualquier frontera. Ningún tema le era ajeno; todos los rubros de los muchos México de su vida fueron tocados por su pluma. Carlos fue un lector indispensable del acontecer de nuestra nación; su lectura fue un referente único para comprender muchas de las vicisitudes del país. Su capacidad como retratista era descomunal; dibujó y denunció sin cesar las incontables fracturas de la nación.

Las personas que por una o mil razones considerábamos vital su presencia entendemos su muerte, pero no comprendemos el hueco que queda. Aceptamos la inevitabilidad de su deceso pero sabemos que las palabras yermo, orfandad, desamparo, pérdida y aflicción son cortas para describir la ausencia. Carlos poseía un compromiso, casi genético, contra todo aquello que tuviese que ver con la injusticia. Pocas personas han comprometido su voz y su vida como él lo hizo para denunciar todo lo que debería denunciarse y para señalar todas las pifias y horrores de nuestros gobiernos.

La muerte demasiado lenta de Carlos fue una especie de preámbulo para adentrarse en los recovecos del lenguaje y en los sinsabores de la ausencia. A partir de su reclusión hospitalaria, su muerte, demasiado lenta, se convirtió en un prolegómeno para cavilar en los significados del México sin Monsiváis y del valor de la amistad. Dentro de muchos recuerdos comparto una anécdota personal.

Cuando murió mi padre, en 1994, Carlos acudió a mi consultorio. El diálogo fue muy breve. Tras los saludos de rigor y un pequeño intercambio de ideas le pregunté: "Carlos, ¿en qué te ayudo?" Me respondió, "en nada, no me siento mal. Vine por otra razón". "¿Qué sucede?". Después de un momento sacó de su portafolio una bolsa de plástico y me la entregó. "Ábrela", me dijo. La emoción y la sorpresa fueron enormes. La bolsa contenía un libro viejo, ilustrado, muy bien conservado y de una belleza casi indescriptible. Durante unos pocos minutos, rodeados por un silencio profundo, cogí con cuidado el libro: lo toqué, lo volteé, lo hojeé y busqué la fecha de edición y el país de origen del libro.

El libro, Il Canzoniere di Dante, era muy hermoso. En nada difería a los de los museos o a los de las casas de antigüedades. Poco tardé en amistarme con él. "¿Por qué me lo das?", pregunté. "En Oaxaca aprendí que la mejor forma de acompañar a una persona cuando sufre una pérdida es regalarle algo personal, algo que quieres y que atesoras". Terminada la oración Carlos se levantó, me dio unas palmadas y se fue. No tuve la oportunidad de agradecerle o de hacer algún comentario. Me dejó el mismo silencio cariñoso que rodeó la atmósfera mientras hojeaba el libro ante su mirada compañera. Hoy, mientras escribo y le rindo un pequeño homenaje a Carlos, hojeo el libro. El silencio me acompaña y me regresa al mutismo de aquel día. Ese acompañar fue, para mí, un regalo de la vida.

Para afrontar y derrotar la insuficiencia del lenguaje el mejor tributo que se le puede hacer a Carlos es hacer nuestro su permanente estado de indignación. Él vivía indignado, no por azar, sino por necesidad. Su indignación era infinita. Lo mismo sucedía con su compromiso hacia los débiles. No callar era parte de esa indignación. Asumir el perenne malestar de Carlos contra el oprobio del poder es el mejor homenaje que se le puede brindar a una persona tan singular e irrepetible como Monsi.

Comentarios