La violencia del crimen organizado, la cultura del narcotráfico, la psicosis de los operativos, las persecuciones de los sicarios, se han metido a las aulas de México. Desde hace algunos años, los mexicanos hemos visto imágenes de niños que son levantados en vilo para sacarlos de una zona de riesgo, a padres de familia asustados que se arremolinan en las entradas de las escuelas para recoger a sus hijos, a maestras que cargan pequeños y se resguardan contra las paredes de las calles, patios escolares vacíos por el ausentismo de quienes tienen miedo de toparse con los criminales.
Las fotogalerías del pánico en las instituciones educativas recorren distintas zonas del país: los estados del Norte, el Bajío, el Pacífico. Ahora somos testigos de la existencia de protocolos de seguridad para los estudiantes, de gobiernos que ceden al miedo y por decreto adelantan el cierre del calendario escolar, autoridades que adelantan las vacaciones de verano para que los niños se queden seguros en sus casas. Es la política del miedo y de la impotencia ante una de las responsabilidades de las autoridades: garantizar la seguridad de los ciudadanos.
Tijuana, Baja California, nos dio las primeras imágenes de niños que corrían entre agentes federales, locales y militares que empuñaban rifles de alto poder. Los escolapios huyen con sus manos en los oídos. Los agentes toman a los menores y los sacan de la zona de peligro; en una mano llevan el fusil y en otra a los pequeños. “Más de tres horas duró el fuego cruzado entre sicarios del cártel de los Arellano Félix y efectivos policíacos y militares, con saldo de un presunto delincuente muerto, cuatro detenidos y cuatro agentes heridos; en el operativo decomisaron un arsenal. En la casa donde los criminales se encontraban se hallaron seis personas ejecutadas. En medio de las balas desalojaron un kínder”, resume en enero de 2008 la portada de un diario editado en la ciudad de México.
Ciudad Juárez, Chihuahua, nos ofreció una nueva estampa del terror en octubre de 2009: una escuela de los suburbios se ha convertido en una suerte de orfanato. Decenas de niños han perdido a sus padres en medio de la guerra contra el narcotráfico, en medio de las sangrientas disputas de los cárteles de la droga, de los ajustes entre las bandas del crimen organizado. Otros chicos del mismo colegio juegan a ser sicarios; llevan pistolas de plástico y someten a sus compañeros de clase. Las autoridades escolares se asustan, pero no dicen nada. Los maestros son objeto de extorsiones y tienen miedo.
Tepic, Nayarit, nos aportó en junio 2010 un nuevo elemento del miedo de las autoridades ante el avance de los grupos criminales. El gobernador priísta Ney González decretó el fin del ciclo escolar con tres semanas de anticipación frente a los hechos de violencia que se han registrado en el estado. La Secretaría de Educación Pública federal se opuso, quizá como una manera de no ceder la plaza ante las amenazas del crimen organizado, pero el mandatario estatal no dio un paso atrás. La medida se tomó frente a la “psicosis y pánico que se originó (el fin de semana pasado) en la entidad”, argumentó Olga Margarita Uriarte Rico, secretaría de Educación Pública estatal.
Monterrey, Nuevo León, cerró una parte del círculo en junio de 2010 con la confección de un Manual y Protocolo de Seguridad Escolar, que contiene medidas de protección civil en caso de accidentes, incendios, fugas de gas, amenazas de bomba, contingencias meteorológicas disturbios y despliegues de las fuerzas de seguridad. Por primera vez, las autoridades locales ofrecieron a los profesores una serie de recomendaciones, acciones preventivas en caso de un escenario de violencia del crimen organizado:
“Al escuchar detonaciones en el perímetro escolar, el maestro de inmediato ordenará asumir la posición de agazapado o pecho a tierra para todos los alumnos. Aquellos niños con capacidades diferentes serán ayudados de inmediato por el maestro o los compañeros más próximos. En todo momento el maestro calmará a los alumnos para que no entren en pánico. En ningún momento se permitirá la salida del salón hasta el arribo de una autoridad o el directivo lo indique. Evitar que por la curiosidad de los niños se asomen a las ventanas. Si existen padres de familia, ingresarlos al área más cercana a los alumnos. Evitar contacto visual con los agresores. Evitar tomar video o fotografías (si la persona es vista haciendo esta acción puede provocar a los delincuentes)”.
Las fotografías de los últimos años nos dejan ver una terrible realidad: la convivencia con una nueva cultura impuesta por el crimen organizado, en un país donde los niños y los adultos tenemos que tirarnos pecho a tierra para salvar algo del pedazo de México que nos queda.
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