Rubén Cortés
El estallido de talento de Chicharito, el buen gusto del toque de Rafa Márquez… la victoria entera de México ayer sobre Francia me recordaron la historia del monje que conoció el paraíso y murió quemado en la hoguera.
Era este un monje que vivía en un monasterio, dedicado a copiar y decorar manuscritos. Una vez, entre las dos luces del amanecer, abandonó su dormitorio y, alumbrado con una vela, entró a la iglesia para laudes, la segunda oración del día.
Rezaba (“Señor, abre mis labios y mi boca proclamará tu alabanza…”) cuando el dulce cantar de un pájaro lo hizo sonrojarse, porque un suceso mundano jamás debía de interrumpir las invocaciones de un monje.
Al salir de la iglesia, vio al ave en la rama de un almendro: era poco más grande que una paloma, tenía las plumas del cuerpo de color verde esmeralda y moradas; las del pecho, rojas; y azules las de la cola, que medía un metro de largo.
Lo que más llamó su atención fue el trino, que envolvía la aurora con una flexibilidad inaudita, emitiendo sonidos líricos, de amplia tesitura, de un poderoso volumen.
El ave se movió unos metros, hacia un bosquecillo de olivos. El monje la siguió y permaneció muy quieto mirándola y escuchándola, hasta que voló y desapareció de su vista. El suceso no duró más de dos minutos. El monje regresó alegre al monasterio.
Pero se asombró porque todo había cambiado. La abadía parecía muy vieja, quemada por el paso del tiempo y de todos los vientos y de todas las lluvias. No conocía a ninguno de los monjes, que tampoco lo conocían a él.
Se presentó con el abad, también desconocido. Le dijo que vivía en ese monasterio. Ante el desconcierto, buscaron su nombre en el libro mayor y, efectivamente, él había vivido allí, pero hacía 200 años.
El abad pensó que el extraño era un enviado de las brujas maléficas y lo condenó a morir quemado. Cuando el monje sintió el fuego, recordó al hermoso pájaro y comprendió que los dos minutos que observó su plumaje y oyó su canto, habían durado 200 años.
Y que ese lapso, mínimo y dulce como San Francisco de Asís, era, en realidad y sin discusión: el paraíso.
Entonces, mientras ardía, se dijo, feliz: “Este es el precio que he pagado por conocer el paraíso”.
Los goles de Chicharito y Cuauhtémoc Blanco contra Francia, el regocijo de mis amigos y los colores de la bandera mexicana embadurnados con júbilo en el rostro de mi hijo Santino, me recordaron al monje.
Otro día México perderá. Pero los 90 minutos de ayer nadie me los podrá quitar.
Porque fueron mi paraíso
El estallido de talento de Chicharito, el buen gusto del toque de Rafa Márquez… la victoria entera de México ayer sobre Francia me recordaron la historia del monje que conoció el paraíso y murió quemado en la hoguera.
Era este un monje que vivía en un monasterio, dedicado a copiar y decorar manuscritos. Una vez, entre las dos luces del amanecer, abandonó su dormitorio y, alumbrado con una vela, entró a la iglesia para laudes, la segunda oración del día.
Rezaba (“Señor, abre mis labios y mi boca proclamará tu alabanza…”) cuando el dulce cantar de un pájaro lo hizo sonrojarse, porque un suceso mundano jamás debía de interrumpir las invocaciones de un monje.
Al salir de la iglesia, vio al ave en la rama de un almendro: era poco más grande que una paloma, tenía las plumas del cuerpo de color verde esmeralda y moradas; las del pecho, rojas; y azules las de la cola, que medía un metro de largo.
Lo que más llamó su atención fue el trino, que envolvía la aurora con una flexibilidad inaudita, emitiendo sonidos líricos, de amplia tesitura, de un poderoso volumen.
El ave se movió unos metros, hacia un bosquecillo de olivos. El monje la siguió y permaneció muy quieto mirándola y escuchándola, hasta que voló y desapareció de su vista. El suceso no duró más de dos minutos. El monje regresó alegre al monasterio.
Pero se asombró porque todo había cambiado. La abadía parecía muy vieja, quemada por el paso del tiempo y de todos los vientos y de todas las lluvias. No conocía a ninguno de los monjes, que tampoco lo conocían a él.
Se presentó con el abad, también desconocido. Le dijo que vivía en ese monasterio. Ante el desconcierto, buscaron su nombre en el libro mayor y, efectivamente, él había vivido allí, pero hacía 200 años.
El abad pensó que el extraño era un enviado de las brujas maléficas y lo condenó a morir quemado. Cuando el monje sintió el fuego, recordó al hermoso pájaro y comprendió que los dos minutos que observó su plumaje y oyó su canto, habían durado 200 años.
Y que ese lapso, mínimo y dulce como San Francisco de Asís, era, en realidad y sin discusión: el paraíso.
Entonces, mientras ardía, se dijo, feliz: “Este es el precio que he pagado por conocer el paraíso”.
Los goles de Chicharito y Cuauhtémoc Blanco contra Francia, el regocijo de mis amigos y los colores de la bandera mexicana embadurnados con júbilo en el rostro de mi hijo Santino, me recordaron al monje.
Otro día México perderá. Pero los 90 minutos de ayer nadie me los podrá quitar.
Porque fueron mi paraíso
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